sábado, 29 de diciembre de 2018

El Spleen y la lectura en exceso


+ No puedo evitar entrar en una casa y realizar un inventario de los libros que puedo llegar a ver. Los libros no dejan de ser una seña de identidad, bien explícita, bien solapada en la decoración [no lo olvidemos nunca: el libro decora mucho, muchísimo], porque decorar, al igual que el atuendo, son procesos de comunicación. La ausencia o la presencia de libros resultan ser indicios negativos, positivos, pero nunca neutros. Me interesa el conjunto que los libros componen, insisto: nada es gratuito. ¿Un vicio? Sí, un vicio, una fea costumbre.

+ «La chair est triste, hélas ! et j’ai lu tous les livres». S. Mallarmé.

+ La cita anterior, según la mañana discurre, emerge de una antología de textos sobre el canon literario. Ahora la (re)toma H. Bloom; un poco después une dos sentencias: Auden: reseñar malos libros es malo para el carácter; y Óscar Wilde: el arte es totalmente inútil y la mala poesía es sincera [podría extenderme sobre como la sinceridad es un valor negativo, en contra de una creencia muy extendida, pero no lo haré, hoy no lo haré]. Estoy convencido que, como dice H.B., se deberían colocar estas sentencias a la entrada de las facultades de letras. Al mismo tiempo, ante la presencia constante de la muerte, cualquier actividad humana es una tarea llamada al fracaso, ya que la muerte hunde en el abismo cualquier acción, tarea, cualquier proyecto. La muerte iguala a los hombres, pero también iguala las categorías de útil e inútil. Vuelvo a pensar en los libros y las casas, los habitantes y la decoración. ¿Es la biblioteca parte de la decoración? Sin duda alguna, y ahí se ve un rayo de luz: tan inútil no es la lectura.

+ Según avanzo con Harold Bloom no puedo dejar de recordar a un ingeniero que despreciaba todas las bases de datos que no fuesen dBase. Había aprendido dBase con mucho esfuerzo y en aquel momento está en franco retroceso porque los desarrolladores tenían otras demandas. Su tiempo había pasado. Pero a él sostenía que las nuevas bases de datos eran poco fiables, aunque lo que se escondía es que las juzgaba muy fáciles de programar en comparación a su pretérito esfuerzo. Y tenía razón, pero sólo en un sentido, porque hurtaba a su juicio el cómo se veía sobrepasado por la sucesión de las generaciones, así se equipara Homero las generaciones de los hombres con la generación de las hojas en un árbol, la suya decaía y era evidente su resistencia a verlo.

+ «A mí, hijo de un sastre, se me ha concedido un tiempo ilimitado para leer y meditar sobre mis lecturas», dice H. Bloom y lo ancla en su condición de profesor de Yale. Está bien, pero el tiempo no es ilimitado, muy al contrario: su condición de mortal acota su tiempo para la lectura, como acota cualquier actividad humana [de gran o de nula utilidad, atestiguada o por atestiguar]. Prefiero mi posición de lector a la suya; mi yo escindido entre dos mundos: los afanes diarios del trabajo y el mundo aislado de la lectura. ¿Se comunican? En un sentido subterráneo sí, su manifestación la percibo en cada una de mis secciones: la mañana y la tarde.

+ Mi debate resulta de un enfrentamiento entre la pasividad de la lectura contra una imposible actividad. Soy un observador, lo he dicho en varias ocasiones y me pregunto si lo he elegido yo, es la resultante de mi carácter o he tenido otras opciones. Yo sé que el debate surge del asalto de una incierta responsabilidad social. El lector es un ser reconcentrado y distante, etéreo y sin conexiones: allí encerrado, con el abrigo del silencio, en la habitación, sin distracción, ausente del ruido. Me da la impresión que me asomo a la escotilla de una nave que sobrevuela la realidad, por un momento dejo la lectura y veo lo que allí sucede. Podría ser, pero no es así: mi vida está escindida entre el trabajo diario y la celda de lectura. En ambas actividades [si es que a la lectura actividad se la puede llamar] trato de entregarme con entusiasmo, con la voluntad de construir, unificar y encontrar puntos de unión con los otros. Creo se logra, que hay una tendencia que afirma la necesidad de llegar a acuerdos y consensos, la lectura guía esa travesía, el destino: la escritura, más allá de esta bitacora.

+ Siento esa agradable melancolía cuando nos abandona el otoño. Una densa niebla dificulta la conducción y suena como por ensalmo Sueños de invierno, de Tchaikovsky. Es un regalo, me digo. Me dejo ir, consigo no pensar en nada, el coche y yo somos una unidad. La música me permite una conducción muy atenta. El desplazamiento entre bosque de hoja caduca tiene un misterioso aliento metafórico, sin querer incidir en el simbolismo de la estaciones me dejo atrapar por su verdad incontestable: todo es cíclico, al otoño le sucede el invierto y con el lleva la muerte, pero la resurrección de la naturaleza es otro momento del ciclo que habrá de llegar con la primavera. Tchaikovsky lo hace explícito sin necesidad de palabras, con un aliento que va más allá de lo temporal y de lo espacial, como una nave en suspenso en la inmensidad del cosmos.

+ Dice W. Iser en How to do Theory que las ciencias físicas hacen predicciones y las humanidades cartografían. Me quedo con la distinción. Trazar mapas resulta ser una tarea apasionante y laboriosa; en ella me centro, adquiero herramientas y trato de comprender los relieves, valles y cumbres que dibujo, los ríos, bosques o prados. La tarea diaria en la que me reflejo es ese dibujo minucioso.

+ La página web de Michel Houellebecq se ha abandonado desde hace años, ¿diez años? Como el barco varado en la playa, ya es parte del paisaje y la herrumbre en los costados se constituye en un lienzo informalista. Continuo. Se ve al escritor en una foto, todavía joven, en blanco y negro; el fondo de color gris (¿quizá azul?) me agrada. Leo el título de algunas entradas: un coloquio en Montreal de 2009, un CD a la venta, la venganza de la madre del Michel [es el titular de una noticia que se enlaza aquí, que resulta ser un enlace erróneo, dirige a una noticia que nada tiene que ver con M.H.]. Si llegué allí fue porque pronto veremos en las librerías [físicas o electrónicas] un nuevo libro de M.H, busqué su nombre y apareció su página web [un elemento en transición, que se desvanece en el éter electrónico]. Espero el libro; lo compraré. Sé que la historia es la misma de siempre y, al tiempo, entiendo su éxito: es esa textura que imprime sobre la realidad, ese realce de la vida actual, la importancia de la vida cotidiana y la conexión que esta filigrana engarza con la desolada visión del autor, muy acertada, muy en el presente momento del siglo XXI. Me cuesta asumir la realidad: tecnológica y social, la interacción entre ambas; pero me esfuerzo en abarcar su densidad y sus pliegues, una tarea en la que M.H. no deja de ser un adecuado guía, un guía entre otras muchos, muchísimos. Fuera no queda el placer de la ficción, el placer de la novela. M. H. es un gran narrador, en una línea muy francesa que no deja de constatar hechos sociales al modo de un científico, pero con la necesaria condensación artística, frente a la exactitud. Contraste: condensación y exactitud [apunto la diferencia, otra vez]. Comparo el presente con el pasado y diez años son una eternidad o el vuelo de una abeja entre una y otra flor. El tiempo, ese tirano sin ápice de compasión; también sobre M.H.

+ Imagen: una silueta, su rostro tan sorprendido como ficticio; una sublimación, pero con su particular verdad: intercambiable y portátil. El plano contiene al actor, la acción es la labor de un aparecer. Ahora me resulta muy actual: la silueta, el río, las lonas tras el río, los último rayos de sol y el recuerdo de aquella tarde, ese continuar un paseo sin rumbo [placer sublime]. Para finalizar: me agrada el punto de cabaret que la silueta transmite, ahí me dejo en mi descanso mientras el día se apaga.

sábado, 22 de diciembre de 2018

La soledad en el viaje


 + Me llama la atención cómo tras nuestros viajes hay una estela que se extiende de una manera que semeja indefinida, aunque siempre, siempre termine por morir. Es un hecho palpable en la elección de las fotos que aquí subo. Las veo y su extensión es la extensión de la idea que guió el disparo. Reflexiono sobre mis disparos fotográficos y sobre cómo hay gestos que nos definen, fotos o escrituras. Fotos en este caso, escrituras en este mismo caso. Escrituras del yo, pues otra no es posible. Llegados a un momento, si volvemos la vista hacia atrás, podemos percibir líneas de fuerza que nos retratan: la indolencia, el temor al fracaso, la alegría, la amabilidad, cierta intuición, cierta inocencia. Se suman los elementos y creemos reconocernos, pero nos equivocamos. Ya no somos aquellos que fijaron su vista en motivo, lo seleccionaron, lo recortaron con la ayuda del visor y dispararon [¿disparar?, repito el verbo unas cuantas veces hasta que pierde su apresto, sí: disparo y no otra cosa, pero es un disparo sin víctimas, me hay una fuerte relación con quién esté para que el resultado sea uno o sea otro, ¿y si estoy solo? La soledad del viajero. Otro tema, un tema más por explorar.

+ [La soledad del viajero]. Pienso en las personas que viajan solas, que están obligados, contra su voluntad, a guardar silencio durante largos períodos. El viaje sin conversación, el viaje sin compañía, tal vez, sea el único que así se pueda denominar viaje. Una investigación. La sugerencia me llegó desde el libro de W.G Sebald  Austerlitz. El protagonista, Austerlitz [como la estación parisina, como la batalla, y si él es el protagonista, y no resulta serlo el propio y misterioso narrador] acostumbra a viajar solo, y sus viajes tienen el objetivo de realizar croquis y fotografías de elementos arquitectónicos. A. agradece la conversación tras largos días de silencio, o arropado exclusivamente por conversaciones meramente funcionales: pedir comida, agradecer, solicitar un billete de tren. Las conversaciones a las que se refiere el narrador son aquellas que nos enriquecen, en donde intercambiamos nuestra visión del mundo, contrastamos lo nuestro con lo del otro, sin enfrentamientos, sin alardes. Me interesa ese vacío: en el desplazamiento, en la contemplación. Lo estudio en la lejanía porque no me puedo hacer cargo y de alguna manera se eleva un deseo sobre el plano de lo cotidiano.


+ «… el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura», R. Barthes La muerte del autor.

+ Escucho una canción de Paul Weller. Sencillos ataques con guitarra eléctrica y voz apagada. My Whole World Is Falling Down. Una canción de amor, una canción que a mí me habla de nuestros desplazamientos por el Sur de Inglaterra; es es el poder evocador de la música, una música que me hace comprender el porqué de P.W. en mi biografía, tan transparente como adelgazada. Se desgaja el sonido y la calle está tranquila, ha cesado la lluvia y la Navidad se aproxima, he leído tonterías en los periódicos, he trabajo bien, sé de los peligros políticos que acechan, de los disturbios larvados, pero mi mundo no se está derrumbando. Mi mundo tiene una coherencia con la que siempre soñé, no puedo puedo pedir más; aquí está mi victoria. Sacaré de su hermoso estuche a mi hermosa Telecaster, imitaré a Paul y la semana comenzará. [My Whole World Is Falling Down es una versión, no lo olvidemos, no es propiamente una canción de Paul; la versión original no me gusta, pero en la versión de Paul Weller se refleja el tránsito a ese mundo soñado, ese mundo en Sur de Inglaterra, con sus sugerencia y negaciones]. Este ha sido un apunte que sobrevuela nervioso el inicio de la semana, ahora remata y siento que un hilo traspasa los días: la coherencia. Cumplo objetivos.

+ En la línea de lo anterior: Cucurrucucú Paloma, en la versión de Caetano Veloso. La versión sí, la original no. En fin, podría decir que soy yo y mi circunstancia, pero no lo haré, mis gustos me definen en la medida que son elecciones, que procuro que no resulten casuales, pero sé que es una tarea imposible: el determinismo planea sobre la opinión como los pájaros planean sobre el animal muerto.

+ Iremos a Burdeos.

+ Hay un deseo que comienza a crecer: hacer un viaje a Normandía. Veo mapas, leo sobre el territorio, escucho una radio local de Rouen, la ciudad de Flaubert. Eso me lleva a recordar lecturas lejanas a las que quizá esté obligado a regresar.

+ Imagen: caminamos por Madrid y en la acera encontramos una tortuga, esta tortuga es una sopresa agradable, lo comentamos y disparo. ¿La tortuga es una señal? No lo creo, es un guiño, poco más; esas conexiones que se establecen con los lugares mediantes los detalles casi imperceptibles. Pienso que funcionamos con bloques de conocimientos que resultan intercambiables, al rato cambio de opinión y todo resulta más libre, menos inmanente, ni encastrado, ni condicionado. La tortuga guía mi camino durante esta semana: constancia, pasos lentos, distancia. Acierto.

sábado, 15 de diciembre de 2018

Planos paralelos


Fuencarral - Madrid


 Fuencarral - Madrid

 + Hay un momento en que comienza a elevarse sobre el plano de lo real. Lo sé, lo sé porque la experiencia me guía. Es un momento que se relaciona con un estado de lectura, de acumulación de lecturas. La suma es inferior al conjunto de las partes. Como si la lectura actuase como un narcótico, una invitación al sueño, entonces se produce una visión. Luego, quizá mientras conduzco, surge otra vez, arropada por la música y me lleva a sus posibilidades. Crece, lo sé. La ebriedad de la lectura. Nace un tema.

+ He cogido en la biblioteca pública dos libros, son libros que me parecen significativos en relación con el apunte anterior. El primero es el Austerlitz de W.G. Sebald; el otro es Alemania de Mme. de Stäel. [Ambos títulos comienzan por la letra A, pero esto no significa nada mientras yo no disponga lo contrario, lo veré]. Me resultó muy interesante la descripción que S. se hace del Palacio de Justicia de Bruselas,  no tanto por su monstruosidad inherente sino por el acento que S. pone sobre la escala y el individuo; todo lo que se aleja de una cabaña es monstruoso. Absurdo, me digo ahora, ahora que esa palabra parece recubrir ciertas partes de la realidad. He pensado en esa idea que contrapone lo manejable y lo incomprensible, lo que no resulta posible asumir. Así extiendo la idea al territorio, a la nación, las carreteras, la red del ferrocarril, las instituciones, el poder de lo invisible: la coerción penal, v. gr. Dejo el libro de S. y tomo el libro de Mme. de Stäel. Un prólogo deplorable, una edición que, formalmente, ha envejecido muy mal. Pienso en destierro de M. de S a causa de la publicación de su Alemania. Valoro la idea de una larga conversación con la mujer que escribió el libro, un sueño imposible. Ahora, dentro de un momento, C. y yo iremos a Oporto y esto debe reflejarse en el ir y ver a la ciudad do Douro. No he comenzado con Alemania.

+ Regresamos de Oporto. Estoy muy cansado, un cansancio que se debe a la conducción. Mi automóvil es humilde, pero tiene una contundencia inapelable, pero con todo estoy derrotado. Me fatiga conducir. Con todo, cuando llegamos, después de una entrevista entre lo profesional y lo mundano (viajes, comida, modos y usos de la vida moderna), la cena en un restaurante hindú, un paseo sin rumbo por la pequeña capital de provincia, me sentí pletórico por un momento, un relámpago cargado de sensibilidad literaria y sociológica que me permitía comprender cierta deriva europea hacia la ultraderecha. Sólo era una iluminación, debida al cansancio, que terminó por vencerme. Una iluminación certera, los políticos están desconectados de la realidad cotidiana y la economía termina por llevar a una sociedad al precipicio (son líneas generales que habría que desarrollar, pero no es este el lugar; al mismo tiempo, son razones que se han repetido, pero yo lo vi en ese momento con claridad: a través de los gilets jaunes).Llegué a casa y no pude leer, como deseaba. Caí en un sueño pesado. No recuerdo el desarrollo de la narración del sueño, pero me levante embobado, con la ebriedad propia del mucho dormir. Regresé la idea sobre el auge de la ultraderecha, el nacionalismo exacerbado, la irreflexión, el aumento de los precios y el estancamiento de los salarios, la desconexión de la política con la realidad; sin duda, me dije, me repetí, las derivas autoritarias provienen de desajustes económicos, luego llega la destrucción y la reconstrucción que estimula la economía, pero primero, y eso siempre ha sido así, llega la destrucción. Desayuné y en la radio presté atención a la evolución de los gilet jaunes, los chalecos amarillos. Volví a mis tareas diarias, que me parecieron por un lado reveladoras, pero con un toque de alejamiento de la realidad (no equiparable al alejamiento que los políticos tienen). No puede ser de otra manera. Trabajé y trabajé bien.

+ No estoy seguro, pero creo que una vez vi actuar a Ute Lemper. No lo sé, quizá hace muchos años en Santiago de Compostela. Hay espacios en mi memoria que se sumergen y no soy capaz de realizar una adecuada cartografía, salvo una pequeña aproximación a los perfiles y a las siluetas. No pensaré en ello.

+ A la tarde, lectura sobre la historia de Alemania y aledaños; también sobre los polisistemas. Pienso en los indicios difusos, preciso: pienso en los disturbios que se están produciendo en Francia, en este momento.

+ Recuerdo el detritus, uno de mis temas. Las cunetas, las papeleras, las olvidadas cajas que duermen en el desván. Con el acopio de los restos se podría reconstruir una civilización. El detritus como elemento temático, como desarrollo, como finalidad. Hay un libro que se ha publicado sobre el tema, recientemente. Teoría general de la basura, de A. Fernández-Mallo. No lo he leído, no sé si lo leeré. Creo que son temáticas muy distintas, yo no hablo sino de lo tangible, lo que he visto en las cunetas [principalmente]. Lo mío no tiene un reflejo artístico, sino que se compone del olvido y la realidad de los objetos: monedas, relojes rotos, sujetadores, un solitario zapato, estampas, bolígrafos sin tinta, libretas petrificadas, latas de refresco, suciedad indiferenciada (…) ¿Recoger los elementos, fotografiar la temática, hacer un relato con esos mimbres? ¿Guardar silencio y reflexionar? Hay materia poética en el abandono de la cunetas, me digo y atiendo a la evolución de los últimos días del año.

+ [Las invitaciones de investigación que ofrece internet]. Las más disparadas indagaciones son posibles y pueden llegar a buen fin. En ello descanso en el inicio del día y en France Inter hablan sobre un libro que ha escrito un cantante. Éxito, devastación y canciones. No podía ser de otra manera. La radio francesa es otro regalo de la red de redes [sintagma curioso, doblemente proposicional, un uno que se encapsula en un otro]. Artes musicales, artes visuales, el arte literario: la materia literaria. Un breve relato sobe Elvis. Una magia cotidiana en la que ya nadie repara, se ha convertido internet en lo dado, lo dado es invisible aunque todo el día esté a junto a nosotros. El presente nos bendice, abro páginas y busco, encuentro y cierro el ordenador. El silencio atempera la vorágine.

+ Imagen: fragmento y totalidad: un panel abandonado en los aledaños de la calle Fuencarral, en Madrid, este último otoño; un día soleado, una jornada de júbilo. El tiempo pasa, las fotos permanecen [o eso nos gusta creer]. Cuelgo esta entrada y barajo el tema dle panel: el amor [sin extensiones, sin coda, sin amor].

sábado, 8 de diciembre de 2018

Madrid, otoño 2018 (y 3)



+ [Unos días días antes del tercer viaja a Madrid de este año, el segundo en otoño, leo unas palabras de Mme. de Stäel sobre el entusiasmo, que se resumen en la idea que sólo el entusiasmo nos hará soportable la condición humana. Vuelvo a leer lo leído y me cercioro de su procedencia; asiento y me reconozco en estas palabras: encariñarse con una tarea y cuidarla diariamente, dirigir nuestros esfuerzos a su consecución, trabajar con disciplina y método, todo esto y una pizca de talento, otorgan una serena y no comunicable felicidad. Faltan cinco días para volver a Madrid, pienso en la ciudad y en su planta, el lugar a dónde iremos a comer, las posibilidades de un largo paseo. Faltan cinco días para volver a Madrid, y el entusiasmo gravita sobre el mundo abierto que es un día en Madrid, 12 horas en Madrid.]

+ [Tres días antes del vuelo]. C. y yo regresamos de Vigo por la carretera, evitamos la autopista sin una razón clara. Hablamos de una antigua conocida mía que ha triunfado en el campo de las humanidades, pero se ha decantado, finalmente, por la política. Inteligencia, voluntad y ambición. Es entonces cuando yo me proclamo determinista. ¿Determinista? Sí; un determinismo débil que oscila entre lo genético y lo ambiental, sin precisar qué tiene más peso porque cada caso y cada ejemplar difieren en gran medida del anterior y del siguiente. La cuestión es, verbi gratia, la inteligencia y la belleza. Ambas, la inteligencia y la belleza, son dones, no hay mérito en su posesión, luego están la capacidades para su desarrollo, pero en esto el ambiente, el contexto también tienen un peso decisivo. Con todo, ¿qué libertad de elección le queda al individuo? ¿Es la voluntad otro don, como lo son la inteligencia y la belleza? ¿Y la capacidad de entusiasmo con la tarea, también es otro don? Sé que responder afirmativamente a las preguntas planteadas implica una descarga de responsabilidades del individuo; la parte negativa también se descargada: ausencia de belleza, de inteligencia, de voluntad, ¿y el asesino? Guardé silencio, sonó un paisaje de un disco de pizarra y el mundo era un nocturno deslizarse por el carril lento, nos adelantó en un suspiro un potente automóvil.

+ [Dos días antes del vuelo]. En lo anterior hay un poso totalitario, xenófobo, una extensión eugenésica. Mi idea de la determinación genética es débil, pero es. El talento para la música se me ha negado: carezco de ritmo, soy incapaz de distinguir las notas, no puedo medir las duraciones; lo he intentado y no he desistido, pero soy incapaz de llegar a lo mínimo exigible. Supongo que hay un momento en que lo que falta se ve compensado por otras virtudes y al mismo tiempo creo con firmeza que en un última instancia ante una decisión moral podemos decir sí o decir no, y aquí es donde somos auténticamente humanos. No dejo de pensar en la atrocidades del Holocausto [también en muchísimas otras] y me da la impresión que si algo así se produce no es debido a la herencia genética, sino a la estupidez, a no pararse y pensar, a no decir no cuando es necesario,

+ [El día anterior]. Transitamos dos bares hasta las diez de la noche. Hablamos y nos reímos. La posibilidad de un solo día en Madrid era prometedora. Una excentricidad propiciada por los vuelos baratos. Un descubrimiento, las alternativas y las difusas expectativas. La ausencia de planes, el trenzado de una narración: llegar, pasear, comprar lotería, comer las deliciosas croquetas de Casa Julio en la Calle de la Madera y regresar. No había nada más programado. Lo hablamos y nos gustó, porque son estos los proyectos que hacen sólido el deseo, el amor, una relación: la actuación en común sobre una realidad compartida.

+ [La luz]. Salimos del avión por un finger (realmente curioso si traducimos la palabra: salimos del avión por un dedo, que, la verdad, aspecto de dedo tiene ese pasillo elevado, transparente, rectilíneo y articulado), caminamos por el aeropuerto, entramos en el metro y viajamos hasta Tribunal. Salimos a la calle y, tras ese tránsito artificial de aeropuerto y metro, vimos la luz excelsa de un Madrid divino. Se contenía en la región del aire toda una hermosa propuesta de felicidad. ¿La felicidad limitada a un día?; no era momento de hablar de límites, sino de intensidad y de presente sostenido: la abolición de la temporalidad. Caminamos, como nos habíamos propuesto, sin rumbo. Así llegamos a la Gran Vía. Así decidimos desayunar en un Museo del Jamón. La mañana limpia, las barritas con tomate, el café puro. A nuestro lado, unos operarios y porteros de fincas hacían lo propio; hemos elegido bien, me dije y saboreé el café. Debíamos comprar lotería: una locura de 280 euros de lotería: encargos. Tras realizar el encargo, todo fue luego un largo pasear y ver gente, escaparates, calles, bicicletas, algún libro, algún jersey, doradores de metal o filatélicos, puestos de navidad que nos recordaron a Nápoles y sus belenes, volver a pasear, niños que saludan, que entran gloriosos e ilusionados en los museos, los villancicos, la levedad de un reflejo, las piedras iluminadas que son más que el mármol, la mano amada, el intenso fulgor de la ilusión. Hablamos, guardamos silencio, reímos.

+  Imagen: la última imagen del día. Poco antes de volver al subsuelo. El metro, el aeropuerto, el avión. Pronto, en dos meses regresaré.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Madrid, otoño 2018 (2)




+ Estaba sentado a mi lado. Una eminencia, la literatura medieval española. No puede evitar el espiar su letra, y me gustó aquel trazo seguro, con picos, un trazo profundo. Me gusta la letra con un carácter firme y denso, que marca el papel como un punzón. No sé nada de lo que puede poner de manifiesto la caligrafía de una persona y me importa poco, me centro en cuestiones de trazo y desarrollo. Utilizaba pluma y la manejaba con seguridad. Sé que ha pasado de los setenta, porque su condición académica es la emérito; pero la letra tiene maneras muy actuales. Desvío la vista de su cuaderno y me centro en la ponencia. Por un momento mi cabeza viaja a las tardes escolares de ejercicios de caligrafía; ese mundo se contiene en lo que hoy escribo manualmente, al igual que se contiene en la letra del medievalista toda su biografía, o sólo un reflejo, un reflejo sin traducción, porque no hay una traducción posible, sólo hay trazo y la imposibilidad de leer lo escribo.

+ Los aeropuertos son un no-lugar por excelencia. Su arquitectura, los uniformes, los alimentos y bebidas (tan caros). La sobredimensionada escala muestra el tamaño variable de las mujeres y los hombres. No somos nada, me dijo alguien en una cola de embarque, sonreí y sonrió con un leve cinismo. Entramos en el aeropuerto y pasamos a ser una extraña mercancía que conoce bien los pasos que debe seguir. Esto pensaba yo allí, sentado en el metro, que era una estabulación más. Lo antinatural de las formas de vida en la vida moderna reconstruyen una maldición. No identifico adecuadamente la querella, pero me resulta vagamente familiar. Es el leguaje y todo lo que permite, la elaboración de planes, de estrategias, negocios, ganancias y pérdidas. El aeropuerto describe con gran precisión nuestra época y recuerdo a una conferenciante que postulaba la necesidad de leer los espacios, pero el aeropuerto o, en su caso, el metro parecen hojas vacías, absolutamente condicionadas y deudoras únicas de la función. ¿No es algo común a toda la arquitectura, la función? La música me dio otra pisa: abandónate en la fuga de Bach y no dejes que tu cabeza tome el control, no pienses. Observé, otra vez, a los jóvenes, a los enamorados, a los viejos; supe del hombre y de la mujer, de sus generaciones y sus afanes, lo supe todo y lo olvidé en un instante. El tren se detuvo en Moncloa y yo bajé, salí a la superficie y caminé hacia el campus universitario. Frío, viento y hojas que vuelan, como un preludio barroco a mi estancia en Madrid. Así lo veo, así lo quiero (lejos del aeropuerto: el no-lugar).

+  Aquella mañana de noviembre, entramos en la exposición de Beckmann, Figuras del exilio, en el Museo Thyssen-Bornemisza. Entramos en la exposición de Beckmann por casualidad, sin haber programado la visita. Habíamos decidido ir al museo en el último momento y no sabíamos de la exposición temporal del pintor alemán de entreguerras; mi única intención era visitar la colección, pues hacía más de diez años que no la veía: no entraba en el Thyssen por causa de esa ensortijada madeja de manías que me asaltan y me paralizan, pero que son constituyentes indiscutibles de mi auténtica mismidad: hace tiempo que aprendí a vivir con ese lastre, y puedo decir que los lastres con la edad se aligeran: esto y no otra cosa es aprender, termino por alcanzar. Después de la breve reflexión sobre lo que me constituye, recordé una idea acera de la comunicación: lo que no está destinado a nosotros no es comunicación: fragmentos de conversaciones en el transporte público, en la mesa contigua a la nuestra en el restaurante, en la habitación de al lado en el hotel; yo no soy el destinatario de esos cuadros, me dije, pero dudé, dudé inmediatamente.¿Por qué no soy yo el destinatario de los cuadros, el destinatario del discurso que se trenza con la secuencia que el comisario planificó? El hilo temático de la exposición se podría resumir en cómo el pintor se convierte en un exiliado, cómo se transforma un pintor y profesor en un hombre que debe huir, escapar, esconderse. La brutalidad y el absurdo. Este proceso que sufre Beckmann se puede ampliar a otros muchos hombres y mujeres, aquí mediante los cuadros asistimos a la transición de un mundo de fiestas, promesas y felicidad a un siniestro y sombrío infierno de intolerancia. En los gruesos trazos negros, en los rostros, en el problema de la identidad que plantea el cambio de estatuto, se contienen las razones y las sinrazones de un mundo en cambio, que no mejora, sino que empeora, que empuja al destierro o la expulsión de lo que antes era agradable, cómodo, ligero. Es el exilio o el horror, el horror que todavía está por ser nombrado, pero existe, se debate, amenaza.  No pude dejar de pensar en lo que el día anterior vi en la exposición sobre Auschwitz en las Salas del Canal, en el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales (…), en el terror indiscriminado, en la violencia lujuriosa, lasciva, pornográfica. Se reflejan en los cuadros los nervios, el miedo, la inseguridad, y la comunicación se establece con los interlocutores que somos, sin posibilidad de responder, estamos contenidos en el estado de ánimo del pintor cuando vemos sus obras, en la sucesión de imágenes. Me fijo en un autorretrato y creo que es a mí, personalmente, a quien mira inquisitivamente. Pero su mirada se dirige a los que hoy habitamos el mundo, ahora a mí, luego al otro, y más allí, incluso a los que no quieren escuchar ese grito en la oscuridad. Uno el óleo sobre lienzo a la visión histórica que poseo, pero también al presente, a lo que oímos en la radio o en la televisión, lo que leemos en papel, en la pantalla: contra los emigrantes, contra el pobre, contra el desamparo. No hay papeles para millones de africanos, dice el joven líder conservador. Ver estos cuadros es abrir preguntas sobre nuestro presente, porque los cuadros de Beckmann transmiten un grito desde el pasado que se hace actual en estos últimos días de noviembre, cuando oigo decir otra vez: No hay papeles para todos. Creo que la comunicación tiene infinitos canales, que ni siquiera los emisores somos conscientes de que estamos utilizando. Debemos ajustar las antenas y prestarle atención a lo que por el momento sólo son zumbidos.

+ Descargo la lista de reproducción musical de la muestra de Beckmann. La música de cabaret asciende y entonces recuerdo con nostalgia Berlín. Un Berlín que yo no vi, que ni siquiera sé si existe. Ahora, mi idea se lanza hacia un Berlín de entreguerras, cabarets, cerveza y el amor. Una construcción más cinematográfica que literaria o histórica. Las narraciones hacen que la historia tome carta de verdad, el cine las viste de una lujuriosa lírica: el ángulo correcto y la verdad incontestable. La historia es una árida narración, el cine tiene esa inmediatez peligrosa. Las canciones nos ponen a nuestro alcance el sentimiento y la sensualidad. La sensualidad que hemos visto en fotos y no hemos reconocido en la ciudad que visitamos a principios de octubre. Creo que es una carencia mía, no he visto el Berlín que debía ver por una extraña ceguera. Pero la lectura y los cuadros suplen mis incapacidades, eso me gusta pensar aunque no me vacune contra un posible error. Nunca es la perfección lo que busco, no sé qué es la perfección y no quiero indagar en razones y posibilidades. Escucho Raus mit den Männern aus dem Reichstag [Fuera los hombres del Reichstag], digamos: una proclama feminista del período de entreguerras que interpreta Ute Lemper en este momento preciso. Dejo de escribir y vuelvo a la lista de reproducción.

+ Misteriosament feliç de Marc Parrot. Una canción sobre la felicidad. Me reconforta.

+  Alguien escribe en un periódico que la realidad es una construcción, ya lo sabíamos, desde hace mucho tiempo: 1987. Más tarde leo en unos papeles que decía Pedro de Medina: los elementos se dividen en dos categoría: los leves (aire y fuego) y los graves (agua y tierras); los primeros tienen tendencia a ascender, los segundo a hundirse. ¿Podemos unir ambas concepciones una sola guía? Sí, estoy seguro; todo hecho discursivo nace de su propia potencia: la unión y los puentes entre conceptos.

+ Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza, última hora de la mañana. El cuadro de Hooper concita interés, se toman notas, se estudia con detenimiento, yo observo a los que observan, yo estudio a los que estudian. Salvo una persona, aquí está la asimetría de las fotos, su gran triunfo. Finalmente, es una buena hora, la paz llega desde otra región y en el cuadro se da la limpia posibilidad de una conversación. En ella descanso, tras la constatación de Auschwitz; una vez más.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Madrid, otoño 2018 (1)




+ Estoy en el aeropuerto y observo. Siempre observo. La música de Bach en el reproductor de Mp3, la botellita de agua, los otros pasajeros. Sentado, observo. Por un lado está el cómico célebre y sus excelentes extensiones electrónicas (teléfono, reloj y tableta con teclado), los integrantes de la selección nacional de taekwondo (tan jóvenes), y, finalmente, el hombre enfadado. El hombre enfadado tiene su pelo delineado con gomina y peine firme, traje, corbata verde y zapatos brillantes; sus gestos son contundentes y seguros, sin nervios, pero con energía: nadie le rebate y le dicen que por favor, señor, no se enfade, esto último se cuela entre el desarrollo de las Variaciones Goldberg. Yo no me quito la música y entiendo que es algo que tiene que ver con los equipajes. Su traje y sus zapatos son una unidad, su rostro tiene un enfado fosilizado. El hombre enfadado refleja muy bien la sentencia: usted no sabe con quién está hablando. Airado entra en el avión, coloca su equipaje y se sienta. No sé, ¿merece la pena? El enfado es una condena que se debe evitar, aislar. El hombre enfadado representa una clase que me incomoda; a la azafata de tierra le hace escuchar sus razones y al entrar en el avión protesta, otra vez; quizá tenga razón, pero su agria tempestad lo invalida.

+ [En el avión]. La azafata es amable. Me indica el asiento. Es joven, muy joven. A través de ella veo el pasado, que siempre es el mismo. La sucesión de las edades nunca aporta novedad, tal vez algún matiz, pero poco más. En ella puedo adivinar la mujer madura que será y en la mujer madura anticipo la anciana, y en la anciana veo a la niña que fue. Un nexo de unión. Junto a mí se sientan una pareja muy muy joven, ella le dice a él: llevo la piedra que me dio mi madre, porque me cuida. El tiempo del desplazamiento y el tiempo de espera siempre es un tiempo de observación. Yo soy un observador, soy un espectador, nunca un interprete; en silencio y en la semioscuridad. Oigo conversaciones sincopadas, veo rostros y gestos, intuyo enfados y presiento el amor. No participo.

+ Todo lo que observo está condicionado por una intuición sobre el mal, una capa que permanece debajo de la realidad, cubierta por otra capa. El mal existe. No puedo dejar de pensar en Sandhausen. Todo resulta muy quebradizo, muy frágil. Esa idea de fragilidad no me abandona. Como un zumbido. Me canso y sé que el regreso de los fantasmas del pasado no es un episodio pasajero, soy yo mismo. El que está aquí y ahora, el que debe convivir con el que fui. El mal existe, me digo otra vez y estudio la felicidad sencilla de las personas en el metro: enamorados, niños, estudiantes. Personas mayores que parecen satisfechas consigo mismas. Y lo vuelvo a pensar: qué frágil resulta la vida, basta con un instante de violencia. Rechazo la visión y me quedo en paz. He llegado a la estación de Atocha, por fin. Camino hasta las consignas y hay una considerable cola: algo no funciona en el escáner. Busco acomodo en una cafetería. Una cerveza sin alcohol y unos fingers de pollo (no es pollo, sino una pasta recubierta de rebozado: resulta una golosina sabrosa). Leo, subrayo, anoto. Los libros me acompañan. Observo, otra vez observo la rutina, la agradable rutina de los viajeros y sus costumbres: la cerveza, la tapa, la conversación, risas y sorpresas. Una familia compuesta por los padres y las hijas, hijas que ya son mayores, que han rebasado los cincuenta. Tres jóvenes con sus rutilantes teléfonos. La señora con su copa de vino blanco y unas croquetas. El ronroneo de la estación me tranquiliza. Este año he tenido un crisis de estrés, la superé y ahora me cuido más. Hablaré de ello y no seré escuchado. Momentos transparentes en donde ya no doy demasiada importancia a mis experiencias. Me retrato en mis silencios, he aprendido a callar y a no darme demasiada importancia. No sé si es una virtud o un defecto. Pasa media hora, tal vez tres cuartos de hora. Me levanto y regreso a la zona de las consignas; ahora es posible dejar la maleta. Así lo hago. Salgo al exterior y asciendo por la calle Atocha casi hasta su final; deshago el camino y estoy otra vez en la estación. Ha pasado otra media hora, tal vez un cuarto de hora. Me dirijo a las llegadas y espero. Veo llegar a K. y nos damos un abrazo. Un año más hemos conseguido quedar en Madrid, para charlar, para pasear, para estar en silencio en un parque; una vez rebasados los cincuenta años, somos mayores, lo sé y no me preocupa: estoy en calma y soy feliz, una felicidad sin importancia, en la zona de sombra que es mi puesto de observación.

+ Leo fragmentos de la Eneida durante las esperas. Me llama la atención cómo nos conecta la lectura con el pasado, cómo se oyen las voces que llegan hasta el presente. Una iluminación, una palabra, el gesto de sostener el libro. Se refleja aquel momento y éste, pero el libro es otro porque yo le doy el sentido que más me conviene. Qué ajena parece la estación de tren a todo lo que el libro ofrece; trato de establecer un puente y no soy capaz. La gente camina, la gente está atareada, la gente. Yo veo ese fluir de la manera humana y no tengo una explicación, a pesar de haber leído sobre tema, de las conversaciones, de la evidencia manifiesta: el trabajo, las tareas, la ocupación. La lectura es una urna de cristal, puedo aislarme y leer en medio del ruido, la música estridente o el tráfago diario de la gran ciudad. Aquí estoy yo, en mi torre de marfil, tan impenetrable como barata. Qué aprendizaje saber combatir el aburrimiento.

+ Podría entretenerme sólo con el recuerdo de libros que me resultaron especialmente gratos. Rememorarlos, reconstruirlos, valorarlos en la distancia. Mi vacuna contra el aburrimiento.

+ [En Madrid]. No podía dejar a un lado la muestra sobre Auschwitz, que se visitar en las salas de exposiciones del Canal. Vi el cartel que anuncia la exposición, pregunté y la respuesta fue afirmativa: vamos a verla, no será agradable, pero es necesario. Así fue. Era un martes cualquiera de noviembre, subimos al metro y llegamos a Plaza de Castilla, ese desolado paisaje urbano de edificios feos y escultura feas, un lugar sin personalidad donde se alza como un emblema en depósito agua, elevado sobre sus pilares es un recuerdo de otro tiempo, de otro mundo, pero que no ha desaparecido porque está ahí. Observé el tráfico, observé a los peatones a la espera del verde del semáforo y , como me sucede últimamente, vi a las personas y no dejé de reflexionar sobre lo frágil que resulta la vida, la de los otros, la mía en particular. La vida, algo que cuidar y proteger, algo que valorar por encima de las circunstancias. Llovía. Una lluvia fina transformaba ese nudo en una foto en blanco y negro añeja, un nudo no tiene belleza y eso era bueno para el momento: la belleza nubla y rebaja ciertas emociones. No era deseable. El depósito elevado era una baliza. Caminamos hasta la entrada de la sala de exposiciones. Allí estaba la vagoneta que transportó en torno a 150 0 200 personas al campo de concentración, algo que nos pareció imposible, en el interior de las salar estaba la explicación. El absurdo y el horror son hermanos gemelos. Los horrores de la vagoneta son un presentimiento que ha de cobrar vida en el interior, el absurdo preside cualquier intuición. En fin, muchas cosas se pueden decir, recordar, narrar, pero sobre ellas me llamó especialmente un juego de mesa que se titulaba: cazar al judío [Juden Raus]; no era un producto de la propaganda nazi; al contrario, se vendía en los grandes almacenes con una leyenda:  «juego para toda la familia extraordinariamente divertido y muy actual». Se trataba de expulsar a los judíos de la ciudad: allí estaba otra prueba que la intolerancia no nació de la nada, no nació por generación espontánea. Se pueden dar razones económicas, añadir la humillación que devino del Tratado de Versalles, sumar otras posibilidades, pero el antisemitismo estaba allí, antes que los nazis llegasen, ellos tomaron ese odio y lo llevaron hasta sus propósitos, con las conclusiones que todos conocemos, que todos creemos conocer (esa maldad se extiende has el día de hoy). No puede uno menos que entristecerse: esos que se podían considerar buenas personas jugaban con sus hijos en sus honrados hogares; no lo desarrollaron los nazis, insisto, sino una exitosa compañía de juegos de mesa: Günther and Co. ¿Dónde habita la intolerancia, el odio, la maldad? ¿Está en los exaltados que gritan en las calles o se oculta en los honrados hogares, esa mayoría que permite que asciendan los exaltados y alcancen sus propósitos? Debemos pensar sobre nuestro papel en la sociedad porque finalmente todos tenemos responsabilidad, podemos jugar a cazar al judío, hacer chistes sobre gitanos, homosexuales o mujeres, también, podemos mirar para otro lado; pero el sufrimiento se hace solido con cada gesto, con nuestra complicidad, cada vez que miramos hacia otro lado.

+ La casualidad me llevó a la exposición de Max Beckmann, a donde no tenía pensado ir.  Todos los vectores se concentran en un solo punto y nos damos cuenta más por intuición que por otras razones de cómo estamos dirigidos hacia una idea.  La idea es el dolor, el sufrimiento, la crueldad gratuita. En la pintura Beckmann encontré la emoción que buscaba, las ganas de vivir, el contraste entre lo sublime y lo brutal; las salas oscuras, la intensidad de la pintura, el silencio o el rumor leve de los visitantes me retrotraía a los horrores de la época de entreguerras, pero con una posible felicidad, que se anulaba, pero que latía bajo las pinceladas gruesas y oscuras. No me gustaría describir los cuadros, ni caer en una crítica impresionista dirigida a los sentimientos y las buenas intenciones, porque prefiero la vida, con sus escollos, con sus oasis. El dolor, el placer y el amor. La abundancia y la generosidad. Ahí, en esa naturaleza contradictoria, reside lo humano y lo humano se reflejó en la pintura de Beckmann, lo más próximo a mi manera de entender la vida.

+ Imagen: son dos imágenes que parecen solaparse: el disparo y el zoom sobre el mismo motivo. El motivo es la vida cotidiana, sus rutinas, la reiteración de lo esperado; aquello que se rompió en el período de entreguerras en Alemania, que tantas otras veces se rompió o se rompe: en este momento de la lectura. Qué cuidados necesita este equilibrio. [Me fijo en el hombre y la mujer que hablan en la la cocina: parecen tranquilos, es la primera hora de un día de semana, el cielo tiene una pureza velazqueña; Madrid o cualquier otro lugar, pero es Madrid]

sábado, 17 de noviembre de 2018

+ Límite (-s)




+ Mañana del domingo lluviosa. El gris tras la ventana, la música de Camille Saëns Saint [Sinfonía nº 3 en Do menor, Op. 78 (órgano)], el café humeante. Hay libros y periódicos sobre la mesa, pero prefiero la música: el Do menor adapta la circunstancia meteorológica al estado de ánimo. No hay cansancio, no hay aburrimiento, tampoco entusiasmo. Desde hace días se ha instalado una agradable calma que se ve reflejada en las conversaciones y en las esperas; un paréntesis, una cancelación de las prisas y las obligaciones. Dejo la música y regreso a un libro sobre la historia de Alemania: me sumerjo en las relaciones de poder en los siglos xiv y xv para luego descargar en el ordenador una imagen de mediana resolución del castillo de Wartburg en Turingia. Cierro los ojos y pienso en el castillo. Allí tradujo Lutero la Biblia al alemán. Veo, en otra fotografía, el cuarto de trabajo y creo entender aquel trabajo: la traducción o el estudio son sólo posibles en espacios con orden y un equilibrio que mantenga el hilo tenso del texto, la traducción, la lectura. Yo también preparo mi lugar de trabajo. Vuelvo a pensar. La traducción en el silencio del castillo: su disposición, la altura sobre el valle (¿más de 400 m.?), los perfiles sobre la cumbre. La música se desliza por el ensueño de los castillos y los bosques; sé que es escapismo, pero hoy es domingo y la traza de la mañana me adormece, me dejo en la virtualidad de los signos oníricos.

+ Tras su viaje oigo su voz cansada pero satisfecha. No puedo dejar de preguntarme por cierta sustancia de los viajes. ¿Aprendemos, rompemos automatismos, tan sólo es un paréntesis? No sé si hoy es posible el viaje o es esta la verdadera época del viaje, donde hay ya una representación absoluta del territorio: los mapas electrónicos y las innumerables referencias a los lugares. En cualquier caso, prefiero el recogimiento y la lectura, pero, al mismo tiempo, no estoy seguro de que sea una buena elección. Al otro lado del teléfono me habla de su cansancio tras días de largos paseos, de la experiencia y la conversación con otras personas, del ir y del regreso a las obligaciones del estudio. Todo ello conforma una metáfora, la metáfora tiene fuerza suficiente para iniciar una explicación. En este punto lo dejamos porque está realmente cansada y, aunque a mí me gustaría continuar, no es conveniente forzar la conversación, que tendrá su momento, tal vez dentro de un semana. Ella cuelga y yo me quedo pensando en qué manera la ilusión por el viaje se va transformando con la edad, pero se puede extender el cambio a casi cualquier ámbito vital. Pensé en aviones y en trenes, pensé en otros países y en bosques entrevistos desde el tren, pensé en lo que me contaron y en lo que yo no vi. Recordé a chicas que recorrían Europa en el Interrail, veían ciudades y conocían a otras personas; yo no participaba de aquellos viajes y me hacían notar una carencia: muchos años después vi las ciudades y fui consciente que nunca podría ver aquello que ellas habían visto porque yo ya no tenía veinte años, mi mirada se había contaminado de cinismo. El cinismo ha sido una nota paralizante, pero inevitable; ahora me desprendo de su nociva influencia, la verdad no es una elección.

+ Comienza la semana: coche, música en el coche o silencio. He optado en alguna ocasión por el silencio para observar el tráfico, así: todavía de noche, un tráfico denso, el palpable espesor de lo diario. Las obligaciones. Este continuo ir y venir nos configura, el contexto es otra tarea. ¿Sólo por dinero? No estoy tan seguro. He llegado a la conclusión que en una considerable cantidad de trabajo se articula en relación al juego. Una seriedad y concentración que no se abandonan nunca. Trataré de pensar en las consecuencias, pero, más tarde, mientras el coche se desliza fluidamente por la carretera hacia el límite de la provincia, creo que no es cuestión de consecuencias, ni de premios ni castigos, sino una lucha contra el aburrimiento: este temido espectro que muestra la verdad de la condición humana, su materia: el tiempo. Llueve, llueve, llueve y se abren claros. El bosque me fascina y no puedo detenerme. Vuelvo a la idea que tengo del trabajo, el trabajo como el incremento de la ganancia, pero no sólo material, sino ese espíritu de transcendencia, de falsa impresión de que el tiempo se detiene. Un cuervo vuela y el tablero del juego es inabarcable; continua el trayecto, se detiene el tiempo.

+ W.  Bennett: «La enseñanza de la literatura es la enseñanza de valores».

+ Frases que nos ayudan a comprender la realidad, pero quizá la compresión no resulte completa, ni siquiera bien orientada. Leemos y copiamos las frases que nos dan la razón, esta es la guía de la cita. V. gr.: la cita anterior se podría invertir con facilidad: «La enseñanza de la literatura no es la enseñanza de valores». Percibo el cambio, la inversión y podría extenderla a la totalidad. Voy un paso más allá y entiendo que esa es mi configuración: la certeza en lo incierto y en la paradoja. Al mismo tiempo, necesito de frases para ordenar el mundo, como oraciones que no se dirigen a ninguna divinidad. Oraciones para ateos. Refranes, paremias, consejas. ¿Límites de la experiencia, el retrato o el retratista? Vuelvo a leer las dos citas, lo uno y lo contrario y me quedo con lo segundo, en este momento, pero sé de mi inconstancia y mi variabilidad, por lo tanto debería haber una síntesis. La síntesis es el abandono a las Variaciones Goldberg, que suenan en el fondo de la sala. Sin entrometerse, sin molestar, la línea de la melodía traza el reflejo la circunstancia móvil, esa dinámica que Bach establece y me alimenta, en la primera y en la última hora del día.


+ Imagen: un recorte de un campo, poca cosa, una búsqueda de un incierto pictorialismo, quizá desgana, quizá nuestro spleen.

sábado, 10 de noviembre de 2018

Silent film




+ [1 de noviembre, difuntos]. Vamos al cementerio. El cementerio no es un cementerio con encanto, pero eso no le resta lírica: las tumbas contienen poesía porque el tema la poesía es este y no otro. Recuerdo hablar con una chica de 17 años y me decía que toda la poesía se reducía a esa constatación de la muerte, eso había sacado en claro de las clases de literatura española, de los comentarios de texto y otros ejercicios escolares. Tenía razón, tiene razón. Se mantiene en el cementerio esa atmósfera. Poco tiempo estamos, el suficiente para dejar una rosas en la tumba de mi madre y esperar mientras mi padre reza, un balbuceo silencioso. Salimos y cogemos el coche, tomamos un café y comentamos noticias del día; ahora mi padre sonríe. El dios del instante nos bendice. No somos dichosos, tampoco infelices, una estática calma inunda el día de difuntos.

+ [2 de noviembre, día de vacaciones]. Estudio, leo, anoto. Son casi las diez de la mañana, me siento enclaustrado en una nave espacial [me gusta pensar], en una cámara estanca a donde llega amortiguado el sonido del tráfico, algún claxon, el murmullo de lejanas radios: noticias, pianos, lenvantisca música de baile. Regreso a la lectura, me adentro en la mitad del siglo xix, presiento el silencio, admito mis carencias, me vacío: la lectura es un otro yo, en ese yo pongo mis sospechas. Acierto porque retraso el juicio.

+ Días atrás, mientras tomaba un café, vi a un hombre temblar. El camarero le sirvió una larga copa de coñac, el hombre la tomó con dificultad y la apuró hasta las heces. Su rostro era tristeza y cansancio, un bigote quemado por el tabaco, la piel acartonada, los ojos: vidrio y lejanía, cubiertos de una niebla como una gasa sucia bajo la cual un azul verdoso se licuaba sin agitarse. Nos miramos y mi mirada era severa, injustamente severa, él lo percibió y bajo sus ojos con vergüenza. Me sentí mal. Era un bar cercano al puerto: maderas quemadas por mil cocinas de caldos y carnes inmortales, luz amarillas y un continúo sonido de tragaperras y conversaciones enfundadas en vino agrio y sentencias sin fundamento. No me gustaba el bar, no me gustaba el dueño [tan entrometido, tan charlatán], no me gustaba la clientela, pero finalmente no pude menos que sentir piedad por aquel hombre: la esclavitud era su emblema, pero también el mío y la solidaridad brotó. Salió. Acabé mi café y salí a coger el coche. Estaba sentado en un banco, fumando, como un conejo asustado. Ya no temblaba porque el veneno hacía su trabajo.

+ Organizo la jornada para que en la última hora del día poder leer narrativa: novelas o cuentos. He llegado a la conclusión que sin el aliento artístico la lectura se queda en nada. Al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en aquellos que consideran el abandono de las novelas y los cuentos como un síntoma de madurez. Podría ser, pero prefiero rechazar esas coordenadas. Insisto en mi sistema de canonización, qué mejor que tener unas lecturas sistemáticas: no leo libros, indago en temáticas que he establecido previamente, la sal de la narración resulta indispensable. Hay cuestiones sobre las que no acepto discusión, tampoco las muestro y así permanecen en el secreto de lo diario, sin interrupciones.

+ El hombre que tiembla merece un retrato, más fotográfico que pictórico, más cuentista que novelístico. El hombre permanece definido en mi memoria, continúa temblando. Silent film.

+ Cuentos de los bosques de Viena. El título del vals me lleva a un escenario propicio para la narración: el bosque. Suena la música y se encienden las posibilidades que sugiere el tres por cuatro: como si los viese bailar en un claro del bosque, pero percibo cierto dolor, algo que se ancla en mi tendencia a la tristeza. La música fluye sin obstáculos y pienso en la alegría y la otra cara de la moneda. Finalmente, escucho el Lied interpretado por Elisabeth Schwarzkopf: los arroyos, las montañas, los violines, el amor, el baile, la juventud.

+ Bosques: me intrigan los bosques. La profundidad y la oscura materia que esconden. Me pregunto por el silencio o por el zumbido: el viento mueve los árboles y las hojas entrechocan, fluye una corriente de agua y grazna el cuervo. Los cuervos son animales sagrados, le digo y a mi hermano mientras pienso en los cuervos que he visto tantas veces en las cercanías de la ría. La luz desciende matizada, como cuerdas tensas, la luz llega hasta la tierra oscura y grasa. Inspiro y el frío de la mañana me reconforta: no me disgusta el frío. El vaho sale mi boca y en el aliento se dibuja mi alma y el calor es otra transformación. Mi cuerpo en el bosque es mínimo: unas pisadas, alguna rama rota, un chasquido imperceptible. Vuela el cuervo y se dirige hacia el otro lado de la montaña. Los Cuentos de los bosques de Viena regresan a mi memoria, la música del vals, sus meandros y sus cotas. El territorio se refleja en el mapa, pero el mapa sólo es un herramienta para fines muy determinados, no se llega a capturar la intensa verdad que yo tampoco alcanzo a entrever. Mi madre murió hace ocho años. El bosque me anuncia la proximidad del aniversario. Yo soy el que la palabra pone en los perfiles del bosque. El coche avanza y yo guardo silencio.

+ Como ejercicio de estilo me propongo esmerar mi caligrafía, pero desisto. Luego veo una noticia en un periódico electrónico local que habla de la Livraria Lello.  Una presentación de libros, tal vez, y con nostalgia recuerdo haber ido allí cuando allí no iba nadie, recuerdo haber bebido allí oporto barato y aspirar el polvo fino de los libros que no se vendía. Hoy es un atracción turística. Hay un cierto desgaste a pesar de que la librería luce como nunca. Nos gusta lo particularmente recóndito y oscuro, la soledad de los barcos naufragados, que es lo que era en aquellos día Lello. Ay, los ejercicios de caligrafía.

+ Imagen: después de pasear por una playa, en Portugal, aparece la construcción que fotografío y ahora cuelgo. Como si existiese un nexo entre el momento y el diseño espontáneo, el hilo de la creatividad, el rechazo al espíritu de la pesadez: un explosión de alegría sin fundamento, alocada y efímera. Al tiempo, algo de sepulcro veo en la fachada, pero esto en lugar de no ser un mérito instaura una posibilidad. Muere del día.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Post festum




+ [La cámara de Nefertiti].  No había mucha gente en el museo. Caminábamos por las salas sin demasiado interés, más concentrados en las contradictorias sensaciones que Berlín nos ofrecía que en las piezas de arte asirio, por ejemplo. Muros azules, momias, jeroglíficos. Quizá fijarse en detalles sin importancia nos otorgaba una alegría evaporada, sin mucha consistencia, pero no era el momento. Las salas se sucedían y, como en otras ocasiones, yo observaba lo que los ventanales ofrecen. El cielo, un tejado, el perfil de una estatua: allí vuela un pájaro negro. Al fin, llegamos a la cámara de Nefertiti y fui consciente de cómo la banalidad nos traspasa: ante los milenios no somos nada, ante un segundo tampoco. Sé que el aspecto de Nefertiti es producto de restauraciones, restauraciones logradas, pero restauraciones; ya no se contempla el tiempo que en ella se posa sino la lectura experta del restaurador: aunque su propósito sea que su trabajo no se note, el trabajo está ahí. Pero había una posibilidad de enamoramiento que se conecta con la ciudad. Con todo, podría ser una mujer de hoy día y eso me turbaba: se sostiene la permanencia de los rostros y los gestos: ese realismo que la figura tiene y nos traspasa: la misma materia que sostiene nuestra forma. Desde la sala contigua la gente hacía fotos tratando de atrapar esa magia inasible. Allí con diferentes artilugios fotográficos los visitantes disparaban; yo también disparé, pero no sobre la pieza, sino sobre los cazadores. Mi tendencia hacia lo paradójico. En la tienda del museo compré una reproducción que terminé por enmarcar con un marco barato: ahora está en ese muro que construyo. Nefertiti arropa mi sueño, me gusta pensar en la última hora del día.

+ Escucho la RAI y leo una reseña del último libro de Samanta Schweblin. Uso el ordenador, uso la tableta. Ha comenzado el frío, el día es claro, me espera la tarea diaria. Todas las acumulaciones son caóticas, acumular se enfrenta al orden. El aparente orden espontáneo de las acumulaciones debe ser estudiado con atención: lo hago, pero la ubicación de los libros se plasma en los agrupamientos temáticos. Creo entender esto, pero me equivoco. La RAI detalla problemas sobre educación y Samanta S. nos habla de unos peluches con cámara incluida ante los que exhibirse, un extraño al otro lado controla la cámara y el movimiento del peluche, la cámara está tras uno de los ojos de cristal. Samanta S. vive en Berlín, Samanta es argentina. Pienso que Berlín es un buen lugar para alguien que escribe. El frío matiza la geometría de los edificios, son precisos sus perfiles a esta hora. Escribo desde el desorden, han cambiado la hora, es domingo, fiestas en el olvido, el tedio.

+ Compro un libro de Samanta Schweblin. La narración, la novela ocupa la centralidad del canon, obviarlo se traduce en apartarse del momento que nos toca vivir. Para estar en el mundo no se puede dejar de leer novelas, cuentos, crónica frívolas: incluso. Ahí una verdad que se resiste a ser conquistada.

+ Escucho a la escritora en el mar del insomnio, las cinco y media: habla de su visión. Visión, qué palabra. ¿Visión es prima hermana de iluminación?

+ Post festum, pestum et post coitum, tedium.

 
+ «Finalmente, una perspectiva consoladora: con ayuda de la edad, la obligación de la fiesta diminuye, la inclinación a la soledad aumenta; se impone la vida real.» M. Houellebecq.

+ Una tarde agradable en una agradable casa en una agradable compañía. Todo resulta fluido y armonioso. La vista desde el jardín o desde la terraza superior nos sorprende, el panorama de la ría se extiende ante nuestro asombro: de un golpe comprendo cierta idea de geografía política o económica, pero percibo que no tiene importancia: importa la belleza de la ría, el tacto pictórico que tiene la vista, la disposición de las edificaciones. La tarde transcurre amable y cálida. Cenamos y charlamos entre risas y anécdotas graciosas, una conversación entretenida. Su nombre es alegría, un regalo. Pero, como me sucede desde que visité Sachsenhausen, el campo de concentración, no puedo evitar percatarme la fragilidad de la vida. No me entristecí, pero sí guardé silencio, no dejaba de preguntarme por cómo sucedió el Holocausto, sin olvidar otros holocaustos [al tiempo estoy leyendo El holocausto español, de Paul Preston]. Se pude indagar en las causas, pero la respuesta definitiva no la encontraremos, porque no es la historia donde se encuentran las razones del mal, mejor sería indagar en la biología, en la psicología, en la psiquiatría. Bueno, regresamos y la noche era cerrada. Hablamos sobre la conveniencia de las visitas, de saber dar por terminado el encuentro, la buena educación, respetar las distancias y los tiempos. Llovía débilmente y no dejaba de pensar en esa certeza: el mal está ahí, entre nosotros, camuflado en lo cotidiano, en aquél que nos atiende en la gasolinera, el profesor de matemáticas  o en el que toca la flauta en la banda local; hombres no muy distintos a nosotros apoyaron explícitamente o con su silencio la extensión de la crueldad. Era sábado y estábamos en paz: ahí descanso.

+ La vida cotidiana previa a la Segunda Guerra Mundial (SGM). Fotos de Roman Vishniacs el lunes a primera hora, antes de irme al trabajo. Las veo y me llevan a otras que vi sobre los días previos al estallido de la Guerra Civil Española (GCE). La SGM y la GCE en sus días previos se equiparan: la gente sigue con su vida, ajena al estallido de la guerra. En ello pienso. Lo cotidiano se rompe sin explicación y aparece la dispersión, el desorden, el dolor. El frío y el miedo. Las fotos en blanco y negro son muy expresiva y esa expresividad transforma la escena, la dota de un aliento artístico: cuántas son las caras de la realidad y qué poca cuenta las fotos dan de la riqueza que se atesora en un segundo de vida, la fracción de segundo que atrapa. Veo, otra vez, las fotos en la pantalla y me parecen muy plásticas, pero sé que la vida es otra cosas y no un trasunto artístico. Queda la memoria, pero el frío y el miedo se han fosilizado. Prefiero el testimonio escrito, hoy prefiero el testimonio escrito a cualquier otro registro del pasado.

+ Imagen: la cocina el domingo por la mañana.No he tocado nada, no hay composición, salvo el encuadre que realizo con la cámara [que no es poca composición]. Me gusta la disposición espontánea de los elementos, la luz, una coloración desvaída. Julio, domingo, primera hora; como si flotasen los restos del sueño en la atmósfera: tal vez.

sábado, 27 de octubre de 2018

Fragmento de Berlín







+ Llegamos a Berlín de noche y de noche nos fuimos de Berlín. Aviones, trenes, estacionamientos, metros en superficie, metros bajo tierra, la luz difusa y nocturna que embosca la geometría de la ciudad,  la geometría se pliega. Los trenes nocturnos poseen una lírica particular. Berlín eran trenes nocturnos y pasajeros con su botella de cerveza (1/2 litro): ese hipnotismo nervioso. El cine expresionista entrevisto en la adolescencia. Entonces pensé en los Lieds de R. Strauss cantados por Elisabeth Schwarzkopf: me gusta la profundidad que aparece en ciertas consonantes, me trasladan a valles profundos y bosques infinitos, los pilotos rojos de los coches que comienzan a dibujarse en el declinar de la tarde y en el inicio de la noche, coches que surcan perfectísimas carreteras orladas de coníferas, montañas que apuntan más allá de lo que la vista alcanza.

+ El tren atravesaba la noche velozmente, luces lejanas, silbidos, árboles, tejados, la lechosa claridad de una estación donde el tren no se detenía. Nos mirábamos y sonreíamos, ya que el viaje es una parte de la construcción del amor, del amor y sus proyecciones, territorios y tiempos.

+ [Nuestra casa en Berlín] M.B. nos esperaba: camisa vaquera, pantalón vaquero, y unas chancletas que acogían sus muy cuidados y hermosos pies: uñas rosa pálido, como porcelana, tal vez. La mezcla de acentos que emergía en su correcto inglés transformaba la estancia en música alzada. Era el portugués de Brasil el que triunfaba sobre las otras lenguas. Luego esbozaba con gracia frases en español o en italiano, en una indistinta continuidad. La casa se asomaba a un parque, los árboles comenzaban a perder sus hojas, la imposición del otoño; esa melancolía agradable, nos dijo. Lejos de la paradoja, los árboles siempre tienen una humilde dignidad que me reconforta. Silencio. Como el frotarse los élitros, el sonido de los electrodomésticos recubría la música proveniente de un pequeño altavoz. Una capa de intensidad. Me fijo en estas cosas y las recuerdo con precisión, me planteo las posibles relaciones entre ellas y edifico un mundo: soy improvisación y dispersión, no siempre. Mi tendencia al barroco y a la fantasía, de niño era así y en ello me reconozco: ahora lo veo veo con claridad, antes no. Nos despedimos de M.B. y nos fuimos a la cama tomados por el cansancio. Caí en un sueño profundo: el discurrir del relato se estructuraba en torno a actividades cotidianas, sus derivaciones y la posibilidad de un ascenso. No tenía esperanza de que fuese un presagio, pero me hizo gracia. El día llegó y la previsión era cielo despejado: erraba. Las nubes volaban suaves, tranquilas, marmóreas en el cielo de Berlín, pero oscuras, profundas, románticas. Así entiendo yo la expansión del romanticismo: un paisaje que alcanza nuestro presente, tan deudores somos de su presencia. Un anuncio de lluvia en cada voluta, en cada circunvolución.

+ No puedo construir un relato ordenado sobre Berlín. La emoción y la indiferencia. La lluvia, el cielo gris, las calles.

+ [La botella de cerveza, medio litro de cerveza]. En muchas ocasiones lo que nos da el tono de una ciudad son detalles y no las indiscutibles landmarks. Así, nosotros, cuando viajamos en el el S-Bahn no podíamos dejar de fijarnos en los viajeros que bebían cerveza de sus botellas de medio litro: metódicos, impasibles, concentrados en el trago lento y substancioso. Miradas al frente, perdidas en el traqueteo del tren, en la nada, sin deseo. Una atenuada sensación de finitud: en cada trago parece desvanecerse la anomia, me digo una vez más. Las botellas de medio litro, un recuerdo nítido. ¿Hay una referencia en ese hábito, tan extendido? Pensé: ahí hay una nota disonante en disciplina extraña y necesaria, una nota que se opone a la perfección de la ciudad. Una regulación explícita que se salta, pues son evidentes los letreros donde se está prohibido beber alcohol en los trenes, pero los bebedores de cerveza son tenaces y yo los observo porque sé lo que supone la ebriedad, la anulación manifiesta que contiene, por leve que sea esta ebriedad: se bebe para sentir ese despojarse, por una cierta desinhibición o por un recogimiento que nos aleja de nuestra mismidad, de la circunstancia, del tiempo que nos comprime. La ciudad es luz y geometría pero un fantasma se desliza siniestro entre nosotros, en el vagón, en las botellas, un genio habita en el vacío y la única respuesta que entrega es el olvido. El olvido flota en los trenes nocturnos, de regreso al hogar desde los rutinarios trabajos, el olvido flota translucido y yo lo he visto.

+ [¿Cabe la posibilidad de que beber cerveza directamente de la botella sea una excepción a la norma que impide beber alcohol en los trenes?, me pregunto hoy, cuando corrijo el texto].

+ Me preguntan por los días en Berlín y no tengo respuesta, porque hablar de decepción es necesariamente injusto y mostrar entusiasmo es la otra cara de la misma mentira. Por un lado sé que hay un punto siniestro dentro de mi visión, que alcanza a Berlín, a Alemania, que encaja con un algo construido desde la infancia: recuerdo la primera vez que vi el rostro de Hitler, lo recuerdo muy bien. Recuerdo preguntarle a mi padre quién era aquél hombre, y recuerdo que me explicó algo, no demasiado, y aunque me resulta imposible reconstruir aquellas palabras, sí me puedo volver a ver la portada de la revista, los ojos fríos y penetrantes. Una semilla germinó: un presentimiento sobre la maldad: la unión de aquel rostro y lo que mi padre me dijo sobre la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y el dolor. Pienso, ahora, en la maldad, en una violencia cruel y reiterada; me percute, me hago cargo de una paradójica naturaleza, que se resiste a ser atrapada, pero lanza un zarpazo inesperado y frío, certero. Sí. Cuando vi la primera placa en el pavimento en memoria de los que llevaron de su domicilio al campo de concentración o de exterminio me asaltó esa misma perturbación que cuando vi el rostro de Hitler y escuché lo que mi padre me explicó: han pasado más de cuarenta años.

+ Ahora íbamos en un ultramoderno tren hacia Sachsenhausen, el campo de concentración: 37 kilómetros lo separan de Berlín. Me pregunté, entonces, por el núcleo de lo humano y me vi incapaz de dibujar un trazo limpio que fuese de un punto a otro: era imposible, permanecí en silencio y observé los bosques que orlan las vías del tren. A C. y a mí nos llamó la atención la ausencia de relieve, no había ni siquiera una colina (es un detalle sin importancia pero yo pensaba en aquellos que iban hacia el campo de concentración sin saber a dónde iban, qué les esperaba; pero ellos veían el mismo paisaje de bosques inmensos, apeaderos, algún almacén). Las estaciones se suceden y el tren no para, el vagón está vacío, salvo nosotros y una anciana de gafas doradas, espeso pelo blanco y un bastón negro, brillante, esbelto. La agitación que me perturba se manifiesta en toda su magnitud: la misma que sufrí aquella mañana en casa de mi abuela, cuando someramente mi padre me explicó algo sobre aquél hombre, unas palabras flotaban sobre la portada de la revista y yo estudiaba su mirada, nada más: el mal. Llegamos a la estación de Oranienburg y había una multitud en la parada de autobús, me recordó a las colas que vimos en Lisboa para tomar un tranvía [en qué medida el turismo es intercambiable, sin importar lo que se visita: la pastelería donde se venden os pastéis de Belem o el campo de concentración; sentí pena: yo estaba allí y yo era parte de eso mismo].

+ El autobús 804 iba atestado de gente, con sus cámaras, su ropa de trecking, las mochilas, y los teléfonos no cesaban de consultarse: fotos, vídeos, canciones, respuestas […]. Oía con claridad las risas brillantes de unas chicas francesas: su lozana presencia, el palpitar de su alegría, la verdad incontestable de su juventud. El contraste era doloroso: veía casas, árboles, urbanizaciones; hombres que trabajaban en un huerto, mujeres con una bolsa de la compra, un operario que repara una avería en un poste telefónico. La vida sigue en una sucesión de tareas, gestos y obligaciones que son incapaces de acallar el pasado. Una áspera presencia inmaterial me asaltaba, un déjà vu, una sensación hipnótica que comenzó con el aterrizaje en Berlín. Una vibración agitó un algo sin nombre que habita en el aire.

+ El campo de concentración me conmovió: una punzada. El espesor del pasado se trasladaba al presente, y esa transición constataba certezas sobre el hombre que no se pueden obviar: la crueldad extrema. Los objetos de los prisioneros, la palabra asesinato, la juventud de los asesinos y sus prácticas (…): la acumulación de pruebas que atestiguan los crímenes,  pero, entonces, me inquietó con mayor intensidad el bosque, los árboles, su elegante perfil: testigos mudos, silenciosos, con el silencio eterno de la muerte. Ese silencio.

+ [Arquitecturas del mal]: funcionalismo, los azulejos de las cocinas, la enfermería, la contundencia de las formas, la geometría y la exactitud de la disposición en triángulo que el campo tiene; el color verde de los muros, la biblioteca del comandante, la visión del campo que se tiene desde la ventana en la que se situaba una potente ametralladora. Recordé a Foucault, recordé que las arquitectura son un texto que se debe leer como el texto que es. Recordé colegios, cuarteles, hospitales. Las arquitecturas disciplinarias por donde yo había transitado. Recuerdo bajar por las escaleras, recuerdo su pasamanos, recuerdo el brillo de los barnices. Recuerdo la biblioteca del comandante del campo y recuerdo el sillón donde leía. El silencio. La arquitectura traza un texto que como todo texto reclama interpretación y sentido, pero tanto la interpretación como el sentido parte de nosotros, más allá del texto. Recuerdo ver en un panel la foto de uno de los crueles vigilantes del campo: apenas tenía diecinueve años.

+ En una ocasión alguien me dijo: «Cómo mi abuelo iba a recorrer España matando rojos si tenía sólo 19 años», nada dije y pensé: «Precisamente por eso, porque tenía 19 años».

+ No se debe hablar mucho de la visita. La evidencia se reflejaba en las personas: unos lloraban y otros permanecíamos en silencio y turbados. El relato del horror que trenzaba la audioguía, el plomizo cielo y, otra vez, los arboles que arropan las torres de vigilancia, que se asoman tras el muro, en torno a la terrorífica vivienda del comandante. Silencio, paz, horror. Salíamos del sueño pesado, de la certeza de una pesadilla, pero un terror era más punzante por su conexión con la realidad y lo banal: no desapareció con la vigilia.

+ Tomamos otra vez el 804. El silencio, los cuerpos, el zumbido. Los árboles, las casas, la estación que aparece otra vez ante nosotros. Descendemos y el guía de una excursión se despide, alguien le dice algo en español: esas preguntas sobre el mal y pienso que bastaría la instauración de una impugnidad para que surgiese otra vez. El cielo ofrecía su plomo sucio, había charcos en la explanada de jabre pisado, el zumbido se rompe cuando se oye la llegada del tren. Regresamos a Berlín.

+ Ahora que el recuerdo comienza a sedimentarse veo la ciudad desde otros ángulos, al calor de una otra poética en la que colabora una foto de Nan Goldin, fuera de la crueldad entrevista: paisajes que emergen en los sueños y no nos anuncian nada, salvo la contemplación a la que nos remitimos. Berlín ahora es un escenario propicio para narraciones, como las que se contienen en la foto de Nan.  Busqué el pequeño libro de fotos de Nan Godin. Lo abrí y llegué hasta la mujer que se mete en el baño, una foto tomada en Berlin: «Käthe en la bañera, Berlin, Alemania, 1984». Espejos, un monocromo escenario, el cuerpo desnudo como realidad inconstable, la honestidad evidente, la evidencia de lo finito. Un acento sobre aquellos días llegó del pasado con esta foto, la certeza del mal, pero también una certeza de su contrario: la generosidad, el silencio, la posibilidad del amor. Así quiero recordar Berlín, mediante esta foto, sin olvidar mis tribulaciones.

+ Nos despedimos de M.B. y de su familia. Aquella última media hora antes de tomar el S-Bahn hacia el aeropuerto me aproximaron a la ciudad, a la belleza de aquella última hora de la tarde que se reflejaba en los rostos que viajaban con nosotros en en S-Bahn. Alguien irguió la botella de medio litro y bebió. Yo comencé a despertar. La noche caía implacable.


+ [Hubo muchas otras cosas: comidas agradables, el hermoso concierto de la Filarmónica de Berlín (Sibelius y Grieg), paseos, fotos, risas, cervezas, atractivas mujeres y atractivos hombres, esbeltas bicicletas, parques, niños felices, Nefertiti, algún cuadro, alguna foto, unas postales, una carta, besos, abrazos (...), pero yo dormía, dormía desde que llegué a Berlín y en ese estado me desplacé y sentí el peso de la ciudad, un gran peso que no he conseguido liberar. En el Museo del Cine Alemán vi una foto de Cesare, el sonámbulo de Das Cabinet des Dr. Caligari, vi a Cesare y en él me vi reflejado: ¿era yo también un durmiente, todavía lo soy?].

+ Imágenes: el S-Banh llega a la estación: llueve, los árboles, la nostalgia de la adolescencia decrece y el presente se ensancha. Un portal en Belín Este, la noche nos arropa y la avenida es muy amplia: las sombras, el silencio, el perfil de la masa de árboles. El número 3 es mágico: enumeraciones de tres elementos. Un fragmento de alguna arquitectura mínima: la evocación, la geometría, lo que se puede abstraer en el disparo de la cámara. Las placas en el suelo que recuerdan a los que se llevaron y nunca volvieron: es también nuestro presente, podemos vernos reflejados en un pasado que no hemos vivido, donde palpita el infierno; un sonido sordo y constante, un zumbido que tres semanas después persiste, las dos placas constatan la tentación siempre presente: la maldad [no se puede obviar].  Por último, coloco en el atril que utilizo para el estudio el pequeño libro de Nan Goldin, busco la foto de Käthe en Berlín y disparo: queda reflejado el reencuentro. ¿Volveremos a Berlín?

sábado, 20 de octubre de 2018

El regreso




+ Bosques entrevistos desde el coche. Los veo en invierno, en otoño, en verano, en primavera. Los veo, los observo, los estudio. No es mi trabajo, pero mi trabajo diario me lleva por sus orillas, desde la carretera los veo mientras me desplazo a mis diarios objetivos laborales. Así, he adquirido la capacidad de leer en sus líneas de fuerza: el liquen asciende por los troncos en el final del invierno: tan visible, esa simbiosis, veo los caminos perfilados por los intersticios que se forman entre los árboles, las rocas, el fin del bosque y el comienzo de la montaña desnuda, donde asoman piedras, lacerados páramos, casas salpicadas y en la cumbre un repetidor de televisión: antena y caseta cercada. Observo desde lejos la caseta: la arquitectura requiere otra lectura, la arquitectura es un texto y me pregunto por el texto que conforma la caseta y la antena. ¿El bosque es un texto? Hay una radiación que imposibilita lo absolutamente natural porque ya no es tampoco una realidad a imitar [me digo y dudo, como siempre dudo]. La música atesora preguntas por explorar, esa abstracción me transporta a indicios difusos, que no desean la concreción y en ellos me detengo. Me dejo llevar y me centro en la conducción porque esa es la tarea.

+ Soy incapaz de descifrar el rostro que asoma en el ordenador. Es un retrato de Goethe. Estudio su mirada. Lo dejo y pienso en el pequeño tomo que compré en Capodimonti. Goethe en italiano. Nápoles. No me he esforzado mucho en la tarea de llegar a la traducción del rostro del escritor alemán, ni siquiera tengo ganas de aventurarme, así son estos días de otoño, este otoño cálido, de agradables brisas y provechosas lecturas. Sólo escribir, sólo leer, y observar cómo la calle tiene vida propia. Pero el rostro sigue ahí: la severidad, la autoriadad, el respeto; tal vez. Sé que me falta algo, que nunca llegaré a tener la clave que ilumina la verdad del retrato, pero verlo me retrotrae a tiempos ya lejanos donde el retrato me interesaba muchísimo. ¿Todavía me interesa? Oigo murmullos que ascienden desde la calle y me parece que habito en una torre. Las 17:34. Hombres que trabajan, niños que corren, el día es amplio y su dimensión me abruma: ¿duran todos los días lo mismo? Conocemos la respuesta: no, pero la pregunta es pertinente. Goethe me deslumbra, por su figura, por la veneración profesada. Ay, en otro momento comenzaré con el retrato de Hegel. Otro día, otra semana.

+ Recupero el libro de fotografías de Charles Bukowski y el libro de letras de Jarvis Cocker. Los coloco juntos, en un primer momento. No sé si constituyen una unidad, pero interesa pensar en la posibilidad. Las extrañas alianzas llevan a descubrir una parte de nosotros, quizá no se trate tanto de descubrir y sí de construir. En cualquier caso, el libro de Bukowski es para descomprimir cierto nerviosismo previo al viaje, el libro de Jarvis es para el viaje mismo. En realidad el enlace está en el viaje, pero la verdad del enlace está en ese mi deliberado fetichismo. El estilo, la posibilidad de la paradoja, la escritura, la lectura, una inclinación hacia lo libresco y a la constitución de percepciones a partir de la actividad lectora. (Voces que llegan desde otros pisos me recuerdan que soy mortal, y cuánto bien me hacen). Veo el equipaje a medio terminar y yo me reflejo en su materialidad, aquí utilizo la herramienta marxista del reflejo: toda obra de arte refleja la sociedad donde se ha producido [Georg Lukács], así mi equipaje refleja mi mismidad [etc]. Los libros y los lectores concretan una alianza duradera, pero efímera, yo soy en ellos, pero ellos son porque yo soy. Bukowski y Jarvis, hoy.

+ Recupero el libro Historia poética de Nueva York en la España Contemporánea, de Julio Neira.

+ La lectura se detendrá por unos días. Es bueno dejar la rutina a un lado, para volver con más ganas. Mientras tanto, debo reflexionar en cómo Nueva York se ha constituido en un tema, del que no sé el recorrido que tendrá. ¿Leeré poemas, tendré noticias más o menos curiosas, fotos, vídeos? Todo está al alcance de mi mano, incluso visitar la ciudad. La lectura no descansará totalmente porque llevo una introducción a la teoría literaria y el libro de Jarvis del que antes hablé. «Nulla dies sine linea».

+ Devuelvo el libro sobre la poesía española en Nueva York al estante, no es el momento, pero llegará. Los libros establecen su momento, por encima de nuestros deseos. Creo que es ahí  donde el autor se diluye.

+ Se muere la diva operística y con muy mal gusto publican una antigua entrevista donde ella sale muy mal parada. Hay cosas que se deberían penar. La mañana comienza con ese recuerdo y no deseo que sea un desagradable acento, al contrario: para reflexionar sobre la fugacidad y la imposibilidad de enfrentarse a la certeza inapelable.  Más tarde escuché la voz de la diva, que inundó el coche, que tiñó la mañana. Sólo escucho música clásica, a no ser que los locutores hablen demasiado: entonces busco alguna emisora pop, donde sepa que no hablan, que como mucho presentan las canciones. Ay, la muerte y la maledicencia.

+ [Nota: durante el viaje y la estancia en Berlín nada leí del libro de Jarvis. Podría haber tenido la intuición, pero confié, una vez más, en mi capacidad para leer en los viajes, una capacidad nula]

+ Imagen: deliberadamente la foto ha sido maltratada, hasta perder el foco, los colores, el sentido. ¿Ha perdido su sentido o adquirido otro, un reflejo de la intención del momento? La lectura se abre como esas flores de té japonesas: inunda la transparente tetera. [Me parecen tan actuales las dos mujeres, operando con las pequeñas pantallas de sus teléfonos inteligentes, sus ropajes negros, el escenario que Arco2018 supone: y un etcétera de ítems]