sábado, 10 de noviembre de 2018

Silent film




+ [1 de noviembre, difuntos]. Vamos al cementerio. El cementerio no es un cementerio con encanto, pero eso no le resta lírica: las tumbas contienen poesía porque el tema la poesía es este y no otro. Recuerdo hablar con una chica de 17 años y me decía que toda la poesía se reducía a esa constatación de la muerte, eso había sacado en claro de las clases de literatura española, de los comentarios de texto y otros ejercicios escolares. Tenía razón, tiene razón. Se mantiene en el cementerio esa atmósfera. Poco tiempo estamos, el suficiente para dejar una rosas en la tumba de mi madre y esperar mientras mi padre reza, un balbuceo silencioso. Salimos y cogemos el coche, tomamos un café y comentamos noticias del día; ahora mi padre sonríe. El dios del instante nos bendice. No somos dichosos, tampoco infelices, una estática calma inunda el día de difuntos.

+ [2 de noviembre, día de vacaciones]. Estudio, leo, anoto. Son casi las diez de la mañana, me siento enclaustrado en una nave espacial [me gusta pensar], en una cámara estanca a donde llega amortiguado el sonido del tráfico, algún claxon, el murmullo de lejanas radios: noticias, pianos, lenvantisca música de baile. Regreso a la lectura, me adentro en la mitad del siglo xix, presiento el silencio, admito mis carencias, me vacío: la lectura es un otro yo, en ese yo pongo mis sospechas. Acierto porque retraso el juicio.

+ Días atrás, mientras tomaba un café, vi a un hombre temblar. El camarero le sirvió una larga copa de coñac, el hombre la tomó con dificultad y la apuró hasta las heces. Su rostro era tristeza y cansancio, un bigote quemado por el tabaco, la piel acartonada, los ojos: vidrio y lejanía, cubiertos de una niebla como una gasa sucia bajo la cual un azul verdoso se licuaba sin agitarse. Nos miramos y mi mirada era severa, injustamente severa, él lo percibió y bajo sus ojos con vergüenza. Me sentí mal. Era un bar cercano al puerto: maderas quemadas por mil cocinas de caldos y carnes inmortales, luz amarillas y un continúo sonido de tragaperras y conversaciones enfundadas en vino agrio y sentencias sin fundamento. No me gustaba el bar, no me gustaba el dueño [tan entrometido, tan charlatán], no me gustaba la clientela, pero finalmente no pude menos que sentir piedad por aquel hombre: la esclavitud era su emblema, pero también el mío y la solidaridad brotó. Salió. Acabé mi café y salí a coger el coche. Estaba sentado en un banco, fumando, como un conejo asustado. Ya no temblaba porque el veneno hacía su trabajo.

+ Organizo la jornada para que en la última hora del día poder leer narrativa: novelas o cuentos. He llegado a la conclusión que sin el aliento artístico la lectura se queda en nada. Al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en aquellos que consideran el abandono de las novelas y los cuentos como un síntoma de madurez. Podría ser, pero prefiero rechazar esas coordenadas. Insisto en mi sistema de canonización, qué mejor que tener unas lecturas sistemáticas: no leo libros, indago en temáticas que he establecido previamente, la sal de la narración resulta indispensable. Hay cuestiones sobre las que no acepto discusión, tampoco las muestro y así permanecen en el secreto de lo diario, sin interrupciones.

+ El hombre que tiembla merece un retrato, más fotográfico que pictórico, más cuentista que novelístico. El hombre permanece definido en mi memoria, continúa temblando. Silent film.

+ Cuentos de los bosques de Viena. El título del vals me lleva a un escenario propicio para la narración: el bosque. Suena la música y se encienden las posibilidades que sugiere el tres por cuatro: como si los viese bailar en un claro del bosque, pero percibo cierto dolor, algo que se ancla en mi tendencia a la tristeza. La música fluye sin obstáculos y pienso en la alegría y la otra cara de la moneda. Finalmente, escucho el Lied interpretado por Elisabeth Schwarzkopf: los arroyos, las montañas, los violines, el amor, el baile, la juventud.

+ Bosques: me intrigan los bosques. La profundidad y la oscura materia que esconden. Me pregunto por el silencio o por el zumbido: el viento mueve los árboles y las hojas entrechocan, fluye una corriente de agua y grazna el cuervo. Los cuervos son animales sagrados, le digo y a mi hermano mientras pienso en los cuervos que he visto tantas veces en las cercanías de la ría. La luz desciende matizada, como cuerdas tensas, la luz llega hasta la tierra oscura y grasa. Inspiro y el frío de la mañana me reconforta: no me disgusta el frío. El vaho sale mi boca y en el aliento se dibuja mi alma y el calor es otra transformación. Mi cuerpo en el bosque es mínimo: unas pisadas, alguna rama rota, un chasquido imperceptible. Vuela el cuervo y se dirige hacia el otro lado de la montaña. Los Cuentos de los bosques de Viena regresan a mi memoria, la música del vals, sus meandros y sus cotas. El territorio se refleja en el mapa, pero el mapa sólo es un herramienta para fines muy determinados, no se llega a capturar la intensa verdad que yo tampoco alcanzo a entrever. Mi madre murió hace ocho años. El bosque me anuncia la proximidad del aniversario. Yo soy el que la palabra pone en los perfiles del bosque. El coche avanza y yo guardo silencio.

+ Como ejercicio de estilo me propongo esmerar mi caligrafía, pero desisto. Luego veo una noticia en un periódico electrónico local que habla de la Livraria Lello.  Una presentación de libros, tal vez, y con nostalgia recuerdo haber ido allí cuando allí no iba nadie, recuerdo haber bebido allí oporto barato y aspirar el polvo fino de los libros que no se vendía. Hoy es un atracción turística. Hay un cierto desgaste a pesar de que la librería luce como nunca. Nos gusta lo particularmente recóndito y oscuro, la soledad de los barcos naufragados, que es lo que era en aquellos día Lello. Ay, los ejercicios de caligrafía.

+ Imagen: después de pasear por una playa, en Portugal, aparece la construcción que fotografío y ahora cuelgo. Como si existiese un nexo entre el momento y el diseño espontáneo, el hilo de la creatividad, el rechazo al espíritu de la pesadez: un explosión de alegría sin fundamento, alocada y efímera. Al tiempo, algo de sepulcro veo en la fachada, pero esto en lugar de no ser un mérito instaura una posibilidad. Muere del día.