+ Estoy en el aeropuerto y observo. Siempre observo. La música de Bach en el reproductor de Mp3, la botellita de agua, los otros pasajeros. Sentado, observo. Por un lado está el cómico célebre y sus excelentes extensiones electrónicas (teléfono, reloj y tableta con teclado), los integrantes de la selección nacional de taekwondo (tan jóvenes), y, finalmente, el hombre enfadado. El hombre enfadado tiene su pelo delineado con gomina y peine firme, traje, corbata verde y zapatos brillantes; sus gestos son contundentes y seguros, sin nervios, pero con energía: nadie le rebate y le dicen que por favor, señor, no se enfade, esto último se cuela entre el desarrollo de las Variaciones Goldberg. Yo no me quito la música y entiendo que es algo que tiene que ver con los equipajes. Su traje y sus zapatos son una unidad, su rostro tiene un enfado fosilizado. El hombre enfadado refleja muy bien la sentencia: usted no sabe con quién está hablando. Airado entra en el avión, coloca su equipaje y se sienta. No sé, ¿merece la pena? El enfado es una condena que se debe evitar, aislar. El hombre enfadado representa una clase que me incomoda; a la azafata de tierra le hace escuchar sus razones y al entrar en el avión protesta, otra vez; quizá tenga razón, pero su agria tempestad lo invalida.
+ [En el avión]. La azafata es amable. Me indica el asiento. Es joven, muy joven. A través de ella veo el pasado, que siempre es el mismo. La sucesión de las edades nunca aporta novedad, tal vez algún matiz, pero poco más. En ella puedo adivinar la mujer madura que será y en la mujer madura anticipo la anciana, y en la anciana veo a la niña que fue. Un nexo de unión. Junto a mí se sientan una pareja muy muy joven, ella le dice a él: llevo la piedra que me dio mi madre, porque me cuida. El tiempo del desplazamiento y el tiempo de espera siempre es un tiempo de observación. Yo soy un observador, soy un espectador, nunca un interprete; en silencio y en la semioscuridad. Oigo conversaciones sincopadas, veo rostros y gestos, intuyo enfados y presiento el amor. No participo.
+ Todo lo que observo está condicionado por una intuición sobre el mal, una capa que permanece debajo de la realidad, cubierta por otra capa. El mal existe. No puedo dejar de pensar en Sandhausen. Todo resulta muy quebradizo, muy frágil. Esa idea de fragilidad no me abandona. Como un zumbido. Me canso y sé que el regreso de los fantasmas del pasado no es un episodio pasajero, soy yo mismo. El que está aquí y ahora, el que debe convivir con el que fui. El mal existe, me digo otra vez y estudio la felicidad sencilla de las personas en el metro: enamorados, niños, estudiantes. Personas mayores que parecen satisfechas consigo mismas. Y lo vuelvo a pensar: qué frágil resulta la vida, basta con un instante de violencia. Rechazo la visión y me quedo en paz. He llegado a la estación de Atocha, por fin. Camino hasta las consignas y hay una considerable cola: algo no funciona en el escáner. Busco acomodo en una cafetería. Una cerveza sin alcohol y unos fingers de pollo (no es pollo, sino una pasta recubierta de rebozado: resulta una golosina sabrosa). Leo, subrayo, anoto. Los libros me acompañan. Observo, otra vez observo la rutina, la agradable rutina de los viajeros y sus costumbres: la cerveza, la tapa, la conversación, risas y sorpresas. Una familia compuesta por los padres y las hijas, hijas que ya son mayores, que han rebasado los cincuenta. Tres jóvenes con sus rutilantes teléfonos. La señora con su copa de vino blanco y unas croquetas. El ronroneo de la estación me tranquiliza. Este año he tenido un crisis de estrés, la superé y ahora me cuido más. Hablaré de ello y no seré escuchado. Momentos transparentes en donde ya no doy demasiada importancia a mis experiencias. Me retrato en mis silencios, he aprendido a callar y a no darme demasiada importancia. No sé si es una virtud o un defecto. Pasa media hora, tal vez tres cuartos de hora. Me levanto y regreso a la zona de las consignas; ahora es posible dejar la maleta. Así lo hago. Salgo al exterior y asciendo por la calle Atocha casi hasta su final; deshago el camino y estoy otra vez en la estación. Ha pasado otra media hora, tal vez un cuarto de hora. Me dirijo a las llegadas y espero. Veo llegar a K. y nos damos un abrazo. Un año más hemos conseguido quedar en Madrid, para charlar, para pasear, para estar en silencio en un parque; una vez rebasados los cincuenta años, somos mayores, lo sé y no me preocupa: estoy en calma y soy feliz, una felicidad sin importancia, en la zona de sombra que es mi puesto de observación.
+ Leo fragmentos de la Eneida durante las esperas. Me llama la atención cómo nos conecta la lectura con el pasado, cómo se oyen las voces que llegan hasta el presente. Una iluminación, una palabra, el gesto de sostener el libro. Se refleja aquel momento y éste, pero el libro es otro porque yo le doy el sentido que más me conviene. Qué ajena parece la estación de tren a todo lo que el libro ofrece; trato de establecer un puente y no soy capaz. La gente camina, la gente está atareada, la gente. Yo veo ese fluir de la manera humana y no tengo una explicación, a pesar de haber leído sobre tema, de las conversaciones, de la evidencia manifiesta: el trabajo, las tareas, la ocupación. La lectura es una urna de cristal, puedo aislarme y leer en medio del ruido, la música estridente o el tráfago diario de la gran ciudad. Aquí estoy yo, en mi torre de marfil, tan impenetrable como barata. Qué aprendizaje saber combatir el aburrimiento.
+ Podría entretenerme sólo con el recuerdo de libros que me resultaron especialmente gratos. Rememorarlos, reconstruirlos, valorarlos en la distancia. Mi vacuna contra el aburrimiento.
+ [En Madrid]. No podía dejar a un lado la muestra sobre Auschwitz, que se visitar en las salas de exposiciones del Canal. Vi el cartel que anuncia la exposición, pregunté y la respuesta fue afirmativa: vamos a verla, no será agradable, pero es necesario. Así fue. Era un martes cualquiera de noviembre, subimos al metro y llegamos a Plaza de Castilla, ese desolado paisaje urbano de edificios feos y escultura feas, un lugar sin personalidad donde se alza como un emblema en depósito agua, elevado sobre sus pilares es un recuerdo de otro tiempo, de otro mundo, pero que no ha desaparecido porque está ahí. Observé el tráfico, observé a los peatones a la espera del verde del semáforo y , como me sucede últimamente, vi a las personas y no dejé de reflexionar sobre lo frágil que resulta la vida, la de los otros, la mía en particular. La vida, algo que cuidar y proteger, algo que valorar por encima de las circunstancias. Llovía. Una lluvia fina transformaba ese nudo en una foto en blanco y negro añeja, un nudo no tiene belleza y eso era bueno para el momento: la belleza nubla y rebaja ciertas emociones. No era deseable. El depósito elevado era una baliza. Caminamos hasta la entrada de la sala de exposiciones. Allí estaba la vagoneta que transportó en torno a 150 0 200 personas al campo de concentración, algo que nos pareció imposible, en el interior de las salar estaba la explicación. El absurdo y el horror son hermanos gemelos. Los horrores de la vagoneta son un presentimiento que ha de cobrar vida en el interior, el absurdo preside cualquier intuición. En fin, muchas cosas se pueden decir, recordar, narrar, pero sobre ellas me llamó especialmente un juego de mesa que se titulaba: cazar al judío [Juden Raus]; no era un producto de la propaganda nazi; al contrario, se vendía en los grandes almacenes con una leyenda: «juego para toda la familia extraordinariamente divertido y muy actual». Se trataba de expulsar a los judíos de la ciudad: allí estaba otra prueba que la intolerancia no nació de la nada, no nació por generación espontánea. Se pueden dar razones económicas, añadir la humillación que devino del Tratado de Versalles, sumar otras posibilidades, pero el antisemitismo estaba allí, antes que los nazis llegasen, ellos tomaron ese odio y lo llevaron hasta sus propósitos, con las conclusiones que todos conocemos, que todos creemos conocer (esa maldad se extiende has el día de hoy). No puede uno menos que entristecerse: esos que se podían considerar buenas personas jugaban con sus hijos en sus honrados hogares; no lo desarrollaron los nazis, insisto, sino una exitosa compañía de juegos de mesa: Günther and Co. ¿Dónde habita la intolerancia, el odio, la maldad? ¿Está en los exaltados que gritan en las calles o se oculta en los honrados hogares, esa mayoría que permite que asciendan los exaltados y alcancen sus propósitos? Debemos pensar sobre nuestro papel en la sociedad porque finalmente todos tenemos responsabilidad, podemos jugar a cazar al judío, hacer chistes sobre gitanos, homosexuales o mujeres, también, podemos mirar para otro lado; pero el sufrimiento se hace solido con cada gesto, con nuestra complicidad, cada vez que miramos hacia otro lado.
+ La casualidad me llevó a la exposición de Max Beckmann, a donde no tenía pensado ir. Todos los vectores se concentran en un solo punto y nos damos cuenta más por intuición que por otras razones de cómo estamos dirigidos hacia una idea. La idea es el dolor, el sufrimiento, la crueldad gratuita. En la pintura Beckmann encontré la emoción que buscaba, las ganas de vivir, el contraste entre lo sublime y lo brutal; las salas oscuras, la intensidad de la pintura, el silencio o el rumor leve de los visitantes me retrotraía a los horrores de la época de entreguerras, pero con una posible felicidad, que se anulaba, pero que latía bajo las pinceladas gruesas y oscuras. No me gustaría describir los cuadros, ni caer en una crítica impresionista dirigida a los sentimientos y las buenas intenciones, porque prefiero la vida, con sus escollos, con sus oasis. El dolor, el placer y el amor. La abundancia y la generosidad. Ahí, en esa naturaleza contradictoria, reside lo humano y lo humano se reflejó en la pintura de Beckmann, lo más próximo a mi manera de entender la vida.
+ Imagen: son dos imágenes que parecen solaparse: el disparo y el zoom sobre el mismo motivo. El motivo es la vida cotidiana, sus rutinas, la reiteración de lo esperado; aquello que se rompió en el período de entreguerras en Alemania, que tantas otras veces se rompió o se rompe: en este momento de la lectura. Qué cuidados necesita este equilibrio. [Me fijo en el hombre y la mujer que hablan en la la cocina: parecen tranquilos, es la primera hora de un día de semana, el cielo tiene una pureza velazqueña; Madrid o cualquier otro lugar, pero es Madrid]

