sábado, 1 de diciembre de 2018

Madrid, otoño 2018 (2)




+ Estaba sentado a mi lado. Una eminencia, la literatura medieval española. No puede evitar el espiar su letra, y me gustó aquel trazo seguro, con picos, un trazo profundo. Me gusta la letra con un carácter firme y denso, que marca el papel como un punzón. No sé nada de lo que puede poner de manifiesto la caligrafía de una persona y me importa poco, me centro en cuestiones de trazo y desarrollo. Utilizaba pluma y la manejaba con seguridad. Sé que ha pasado de los setenta, porque su condición académica es la emérito; pero la letra tiene maneras muy actuales. Desvío la vista de su cuaderno y me centro en la ponencia. Por un momento mi cabeza viaja a las tardes escolares de ejercicios de caligrafía; ese mundo se contiene en lo que hoy escribo manualmente, al igual que se contiene en la letra del medievalista toda su biografía, o sólo un reflejo, un reflejo sin traducción, porque no hay una traducción posible, sólo hay trazo y la imposibilidad de leer lo escribo.

+ Los aeropuertos son un no-lugar por excelencia. Su arquitectura, los uniformes, los alimentos y bebidas (tan caros). La sobredimensionada escala muestra el tamaño variable de las mujeres y los hombres. No somos nada, me dijo alguien en una cola de embarque, sonreí y sonrió con un leve cinismo. Entramos en el aeropuerto y pasamos a ser una extraña mercancía que conoce bien los pasos que debe seguir. Esto pensaba yo allí, sentado en el metro, que era una estabulación más. Lo antinatural de las formas de vida en la vida moderna reconstruyen una maldición. No identifico adecuadamente la querella, pero me resulta vagamente familiar. Es el leguaje y todo lo que permite, la elaboración de planes, de estrategias, negocios, ganancias y pérdidas. El aeropuerto describe con gran precisión nuestra época y recuerdo a una conferenciante que postulaba la necesidad de leer los espacios, pero el aeropuerto o, en su caso, el metro parecen hojas vacías, absolutamente condicionadas y deudoras únicas de la función. ¿No es algo común a toda la arquitectura, la función? La música me dio otra pisa: abandónate en la fuga de Bach y no dejes que tu cabeza tome el control, no pienses. Observé, otra vez, a los jóvenes, a los enamorados, a los viejos; supe del hombre y de la mujer, de sus generaciones y sus afanes, lo supe todo y lo olvidé en un instante. El tren se detuvo en Moncloa y yo bajé, salí a la superficie y caminé hacia el campus universitario. Frío, viento y hojas que vuelan, como un preludio barroco a mi estancia en Madrid. Así lo veo, así lo quiero (lejos del aeropuerto: el no-lugar).

+  Aquella mañana de noviembre, entramos en la exposición de Beckmann, Figuras del exilio, en el Museo Thyssen-Bornemisza. Entramos en la exposición de Beckmann por casualidad, sin haber programado la visita. Habíamos decidido ir al museo en el último momento y no sabíamos de la exposición temporal del pintor alemán de entreguerras; mi única intención era visitar la colección, pues hacía más de diez años que no la veía: no entraba en el Thyssen por causa de esa ensortijada madeja de manías que me asaltan y me paralizan, pero que son constituyentes indiscutibles de mi auténtica mismidad: hace tiempo que aprendí a vivir con ese lastre, y puedo decir que los lastres con la edad se aligeran: esto y no otra cosa es aprender, termino por alcanzar. Después de la breve reflexión sobre lo que me constituye, recordé una idea acera de la comunicación: lo que no está destinado a nosotros no es comunicación: fragmentos de conversaciones en el transporte público, en la mesa contigua a la nuestra en el restaurante, en la habitación de al lado en el hotel; yo no soy el destinatario de esos cuadros, me dije, pero dudé, dudé inmediatamente.¿Por qué no soy yo el destinatario de los cuadros, el destinatario del discurso que se trenza con la secuencia que el comisario planificó? El hilo temático de la exposición se podría resumir en cómo el pintor se convierte en un exiliado, cómo se transforma un pintor y profesor en un hombre que debe huir, escapar, esconderse. La brutalidad y el absurdo. Este proceso que sufre Beckmann se puede ampliar a otros muchos hombres y mujeres, aquí mediante los cuadros asistimos a la transición de un mundo de fiestas, promesas y felicidad a un siniestro y sombrío infierno de intolerancia. En los gruesos trazos negros, en los rostros, en el problema de la identidad que plantea el cambio de estatuto, se contienen las razones y las sinrazones de un mundo en cambio, que no mejora, sino que empeora, que empuja al destierro o la expulsión de lo que antes era agradable, cómodo, ligero. Es el exilio o el horror, el horror que todavía está por ser nombrado, pero existe, se debate, amenaza.  No pude dejar de pensar en lo que el día anterior vi en la exposición sobre Auschwitz en las Salas del Canal, en el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales (…), en el terror indiscriminado, en la violencia lujuriosa, lasciva, pornográfica. Se reflejan en los cuadros los nervios, el miedo, la inseguridad, y la comunicación se establece con los interlocutores que somos, sin posibilidad de responder, estamos contenidos en el estado de ánimo del pintor cuando vemos sus obras, en la sucesión de imágenes. Me fijo en un autorretrato y creo que es a mí, personalmente, a quien mira inquisitivamente. Pero su mirada se dirige a los que hoy habitamos el mundo, ahora a mí, luego al otro, y más allí, incluso a los que no quieren escuchar ese grito en la oscuridad. Uno el óleo sobre lienzo a la visión histórica que poseo, pero también al presente, a lo que oímos en la radio o en la televisión, lo que leemos en papel, en la pantalla: contra los emigrantes, contra el pobre, contra el desamparo. No hay papeles para millones de africanos, dice el joven líder conservador. Ver estos cuadros es abrir preguntas sobre nuestro presente, porque los cuadros de Beckmann transmiten un grito desde el pasado que se hace actual en estos últimos días de noviembre, cuando oigo decir otra vez: No hay papeles para todos. Creo que la comunicación tiene infinitos canales, que ni siquiera los emisores somos conscientes de que estamos utilizando. Debemos ajustar las antenas y prestarle atención a lo que por el momento sólo son zumbidos.

+ Descargo la lista de reproducción musical de la muestra de Beckmann. La música de cabaret asciende y entonces recuerdo con nostalgia Berlín. Un Berlín que yo no vi, que ni siquiera sé si existe. Ahora, mi idea se lanza hacia un Berlín de entreguerras, cabarets, cerveza y el amor. Una construcción más cinematográfica que literaria o histórica. Las narraciones hacen que la historia tome carta de verdad, el cine las viste de una lujuriosa lírica: el ángulo correcto y la verdad incontestable. La historia es una árida narración, el cine tiene esa inmediatez peligrosa. Las canciones nos ponen a nuestro alcance el sentimiento y la sensualidad. La sensualidad que hemos visto en fotos y no hemos reconocido en la ciudad que visitamos a principios de octubre. Creo que es una carencia mía, no he visto el Berlín que debía ver por una extraña ceguera. Pero la lectura y los cuadros suplen mis incapacidades, eso me gusta pensar aunque no me vacune contra un posible error. Nunca es la perfección lo que busco, no sé qué es la perfección y no quiero indagar en razones y posibilidades. Escucho Raus mit den Männern aus dem Reichstag [Fuera los hombres del Reichstag], digamos: una proclama feminista del período de entreguerras que interpreta Ute Lemper en este momento preciso. Dejo de escribir y vuelvo a la lista de reproducción.

+ Misteriosament feliç de Marc Parrot. Una canción sobre la felicidad. Me reconforta.

+  Alguien escribe en un periódico que la realidad es una construcción, ya lo sabíamos, desde hace mucho tiempo: 1987. Más tarde leo en unos papeles que decía Pedro de Medina: los elementos se dividen en dos categoría: los leves (aire y fuego) y los graves (agua y tierras); los primeros tienen tendencia a ascender, los segundo a hundirse. ¿Podemos unir ambas concepciones una sola guía? Sí, estoy seguro; todo hecho discursivo nace de su propia potencia: la unión y los puentes entre conceptos.

+ Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza, última hora de la mañana. El cuadro de Hooper concita interés, se toman notas, se estudia con detenimiento, yo observo a los que observan, yo estudio a los que estudian. Salvo una persona, aquí está la asimetría de las fotos, su gran triunfo. Finalmente, es una buena hora, la paz llega desde otra región y en el cuadro se da la limpia posibilidad de una conversación. En ella descanso, tras la constatación de Auschwitz; una vez más.