sábado, 8 de diciembre de 2018

Madrid, otoño 2018 (y 3)



+ [Unos días días antes del tercer viaja a Madrid de este año, el segundo en otoño, leo unas palabras de Mme. de Stäel sobre el entusiasmo, que se resumen en la idea que sólo el entusiasmo nos hará soportable la condición humana. Vuelvo a leer lo leído y me cercioro de su procedencia; asiento y me reconozco en estas palabras: encariñarse con una tarea y cuidarla diariamente, dirigir nuestros esfuerzos a su consecución, trabajar con disciplina y método, todo esto y una pizca de talento, otorgan una serena y no comunicable felicidad. Faltan cinco días para volver a Madrid, pienso en la ciudad y en su planta, el lugar a dónde iremos a comer, las posibilidades de un largo paseo. Faltan cinco días para volver a Madrid, y el entusiasmo gravita sobre el mundo abierto que es un día en Madrid, 12 horas en Madrid.]

+ [Tres días antes del vuelo]. C. y yo regresamos de Vigo por la carretera, evitamos la autopista sin una razón clara. Hablamos de una antigua conocida mía que ha triunfado en el campo de las humanidades, pero se ha decantado, finalmente, por la política. Inteligencia, voluntad y ambición. Es entonces cuando yo me proclamo determinista. ¿Determinista? Sí; un determinismo débil que oscila entre lo genético y lo ambiental, sin precisar qué tiene más peso porque cada caso y cada ejemplar difieren en gran medida del anterior y del siguiente. La cuestión es, verbi gratia, la inteligencia y la belleza. Ambas, la inteligencia y la belleza, son dones, no hay mérito en su posesión, luego están la capacidades para su desarrollo, pero en esto el ambiente, el contexto también tienen un peso decisivo. Con todo, ¿qué libertad de elección le queda al individuo? ¿Es la voluntad otro don, como lo son la inteligencia y la belleza? ¿Y la capacidad de entusiasmo con la tarea, también es otro don? Sé que responder afirmativamente a las preguntas planteadas implica una descarga de responsabilidades del individuo; la parte negativa también se descargada: ausencia de belleza, de inteligencia, de voluntad, ¿y el asesino? Guardé silencio, sonó un paisaje de un disco de pizarra y el mundo era un nocturno deslizarse por el carril lento, nos adelantó en un suspiro un potente automóvil.

+ [Dos días antes del vuelo]. En lo anterior hay un poso totalitario, xenófobo, una extensión eugenésica. Mi idea de la determinación genética es débil, pero es. El talento para la música se me ha negado: carezco de ritmo, soy incapaz de distinguir las notas, no puedo medir las duraciones; lo he intentado y no he desistido, pero soy incapaz de llegar a lo mínimo exigible. Supongo que hay un momento en que lo que falta se ve compensado por otras virtudes y al mismo tiempo creo con firmeza que en un última instancia ante una decisión moral podemos decir sí o decir no, y aquí es donde somos auténticamente humanos. No dejo de pensar en la atrocidades del Holocausto [también en muchísimas otras] y me da la impresión que si algo así se produce no es debido a la herencia genética, sino a la estupidez, a no pararse y pensar, a no decir no cuando es necesario,

+ [El día anterior]. Transitamos dos bares hasta las diez de la noche. Hablamos y nos reímos. La posibilidad de un solo día en Madrid era prometedora. Una excentricidad propiciada por los vuelos baratos. Un descubrimiento, las alternativas y las difusas expectativas. La ausencia de planes, el trenzado de una narración: llegar, pasear, comprar lotería, comer las deliciosas croquetas de Casa Julio en la Calle de la Madera y regresar. No había nada más programado. Lo hablamos y nos gustó, porque son estos los proyectos que hacen sólido el deseo, el amor, una relación: la actuación en común sobre una realidad compartida.

+ [La luz]. Salimos del avión por un finger (realmente curioso si traducimos la palabra: salimos del avión por un dedo, que, la verdad, aspecto de dedo tiene ese pasillo elevado, transparente, rectilíneo y articulado), caminamos por el aeropuerto, entramos en el metro y viajamos hasta Tribunal. Salimos a la calle y, tras ese tránsito artificial de aeropuerto y metro, vimos la luz excelsa de un Madrid divino. Se contenía en la región del aire toda una hermosa propuesta de felicidad. ¿La felicidad limitada a un día?; no era momento de hablar de límites, sino de intensidad y de presente sostenido: la abolición de la temporalidad. Caminamos, como nos habíamos propuesto, sin rumbo. Así llegamos a la Gran Vía. Así decidimos desayunar en un Museo del Jamón. La mañana limpia, las barritas con tomate, el café puro. A nuestro lado, unos operarios y porteros de fincas hacían lo propio; hemos elegido bien, me dije y saboreé el café. Debíamos comprar lotería: una locura de 280 euros de lotería: encargos. Tras realizar el encargo, todo fue luego un largo pasear y ver gente, escaparates, calles, bicicletas, algún libro, algún jersey, doradores de metal o filatélicos, puestos de navidad que nos recordaron a Nápoles y sus belenes, volver a pasear, niños que saludan, que entran gloriosos e ilusionados en los museos, los villancicos, la levedad de un reflejo, las piedras iluminadas que son más que el mármol, la mano amada, el intenso fulgor de la ilusión. Hablamos, guardamos silencio, reímos.

+  Imagen: la última imagen del día. Poco antes de volver al subsuelo. El metro, el aeropuerto, el avión. Pronto, en dos meses regresaré.