sábado, 27 de octubre de 2018

Fragmento de Berlín







+ Llegamos a Berlín de noche y de noche nos fuimos de Berlín. Aviones, trenes, estacionamientos, metros en superficie, metros bajo tierra, la luz difusa y nocturna que embosca la geometría de la ciudad,  la geometría se pliega. Los trenes nocturnos poseen una lírica particular. Berlín eran trenes nocturnos y pasajeros con su botella de cerveza (1/2 litro): ese hipnotismo nervioso. El cine expresionista entrevisto en la adolescencia. Entonces pensé en los Lieds de R. Strauss cantados por Elisabeth Schwarzkopf: me gusta la profundidad que aparece en ciertas consonantes, me trasladan a valles profundos y bosques infinitos, los pilotos rojos de los coches que comienzan a dibujarse en el declinar de la tarde y en el inicio de la noche, coches que surcan perfectísimas carreteras orladas de coníferas, montañas que apuntan más allá de lo que la vista alcanza.

+ El tren atravesaba la noche velozmente, luces lejanas, silbidos, árboles, tejados, la lechosa claridad de una estación donde el tren no se detenía. Nos mirábamos y sonreíamos, ya que el viaje es una parte de la construcción del amor, del amor y sus proyecciones, territorios y tiempos.

+ [Nuestra casa en Berlín] M.B. nos esperaba: camisa vaquera, pantalón vaquero, y unas chancletas que acogían sus muy cuidados y hermosos pies: uñas rosa pálido, como porcelana, tal vez. La mezcla de acentos que emergía en su correcto inglés transformaba la estancia en música alzada. Era el portugués de Brasil el que triunfaba sobre las otras lenguas. Luego esbozaba con gracia frases en español o en italiano, en una indistinta continuidad. La casa se asomaba a un parque, los árboles comenzaban a perder sus hojas, la imposición del otoño; esa melancolía agradable, nos dijo. Lejos de la paradoja, los árboles siempre tienen una humilde dignidad que me reconforta. Silencio. Como el frotarse los élitros, el sonido de los electrodomésticos recubría la música proveniente de un pequeño altavoz. Una capa de intensidad. Me fijo en estas cosas y las recuerdo con precisión, me planteo las posibles relaciones entre ellas y edifico un mundo: soy improvisación y dispersión, no siempre. Mi tendencia al barroco y a la fantasía, de niño era así y en ello me reconozco: ahora lo veo veo con claridad, antes no. Nos despedimos de M.B. y nos fuimos a la cama tomados por el cansancio. Caí en un sueño profundo: el discurrir del relato se estructuraba en torno a actividades cotidianas, sus derivaciones y la posibilidad de un ascenso. No tenía esperanza de que fuese un presagio, pero me hizo gracia. El día llegó y la previsión era cielo despejado: erraba. Las nubes volaban suaves, tranquilas, marmóreas en el cielo de Berlín, pero oscuras, profundas, románticas. Así entiendo yo la expansión del romanticismo: un paisaje que alcanza nuestro presente, tan deudores somos de su presencia. Un anuncio de lluvia en cada voluta, en cada circunvolución.

+ No puedo construir un relato ordenado sobre Berlín. La emoción y la indiferencia. La lluvia, el cielo gris, las calles.

+ [La botella de cerveza, medio litro de cerveza]. En muchas ocasiones lo que nos da el tono de una ciudad son detalles y no las indiscutibles landmarks. Así, nosotros, cuando viajamos en el el S-Bahn no podíamos dejar de fijarnos en los viajeros que bebían cerveza de sus botellas de medio litro: metódicos, impasibles, concentrados en el trago lento y substancioso. Miradas al frente, perdidas en el traqueteo del tren, en la nada, sin deseo. Una atenuada sensación de finitud: en cada trago parece desvanecerse la anomia, me digo una vez más. Las botellas de medio litro, un recuerdo nítido. ¿Hay una referencia en ese hábito, tan extendido? Pensé: ahí hay una nota disonante en disciplina extraña y necesaria, una nota que se opone a la perfección de la ciudad. Una regulación explícita que se salta, pues son evidentes los letreros donde se está prohibido beber alcohol en los trenes, pero los bebedores de cerveza son tenaces y yo los observo porque sé lo que supone la ebriedad, la anulación manifiesta que contiene, por leve que sea esta ebriedad: se bebe para sentir ese despojarse, por una cierta desinhibición o por un recogimiento que nos aleja de nuestra mismidad, de la circunstancia, del tiempo que nos comprime. La ciudad es luz y geometría pero un fantasma se desliza siniestro entre nosotros, en el vagón, en las botellas, un genio habita en el vacío y la única respuesta que entrega es el olvido. El olvido flota en los trenes nocturnos, de regreso al hogar desde los rutinarios trabajos, el olvido flota translucido y yo lo he visto.

+ [¿Cabe la posibilidad de que beber cerveza directamente de la botella sea una excepción a la norma que impide beber alcohol en los trenes?, me pregunto hoy, cuando corrijo el texto].

+ Me preguntan por los días en Berlín y no tengo respuesta, porque hablar de decepción es necesariamente injusto y mostrar entusiasmo es la otra cara de la misma mentira. Por un lado sé que hay un punto siniestro dentro de mi visión, que alcanza a Berlín, a Alemania, que encaja con un algo construido desde la infancia: recuerdo la primera vez que vi el rostro de Hitler, lo recuerdo muy bien. Recuerdo preguntarle a mi padre quién era aquél hombre, y recuerdo que me explicó algo, no demasiado, y aunque me resulta imposible reconstruir aquellas palabras, sí me puedo volver a ver la portada de la revista, los ojos fríos y penetrantes. Una semilla germinó: un presentimiento sobre la maldad: la unión de aquel rostro y lo que mi padre me dijo sobre la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y el dolor. Pienso, ahora, en la maldad, en una violencia cruel y reiterada; me percute, me hago cargo de una paradójica naturaleza, que se resiste a ser atrapada, pero lanza un zarpazo inesperado y frío, certero. Sí. Cuando vi la primera placa en el pavimento en memoria de los que llevaron de su domicilio al campo de concentración o de exterminio me asaltó esa misma perturbación que cuando vi el rostro de Hitler y escuché lo que mi padre me explicó: han pasado más de cuarenta años.

+ Ahora íbamos en un ultramoderno tren hacia Sachsenhausen, el campo de concentración: 37 kilómetros lo separan de Berlín. Me pregunté, entonces, por el núcleo de lo humano y me vi incapaz de dibujar un trazo limpio que fuese de un punto a otro: era imposible, permanecí en silencio y observé los bosques que orlan las vías del tren. A C. y a mí nos llamó la atención la ausencia de relieve, no había ni siquiera una colina (es un detalle sin importancia pero yo pensaba en aquellos que iban hacia el campo de concentración sin saber a dónde iban, qué les esperaba; pero ellos veían el mismo paisaje de bosques inmensos, apeaderos, algún almacén). Las estaciones se suceden y el tren no para, el vagón está vacío, salvo nosotros y una anciana de gafas doradas, espeso pelo blanco y un bastón negro, brillante, esbelto. La agitación que me perturba se manifiesta en toda su magnitud: la misma que sufrí aquella mañana en casa de mi abuela, cuando someramente mi padre me explicó algo sobre aquél hombre, unas palabras flotaban sobre la portada de la revista y yo estudiaba su mirada, nada más: el mal. Llegamos a la estación de Oranienburg y había una multitud en la parada de autobús, me recordó a las colas que vimos en Lisboa para tomar un tranvía [en qué medida el turismo es intercambiable, sin importar lo que se visita: la pastelería donde se venden os pastéis de Belem o el campo de concentración; sentí pena: yo estaba allí y yo era parte de eso mismo].

+ El autobús 804 iba atestado de gente, con sus cámaras, su ropa de trecking, las mochilas, y los teléfonos no cesaban de consultarse: fotos, vídeos, canciones, respuestas […]. Oía con claridad las risas brillantes de unas chicas francesas: su lozana presencia, el palpitar de su alegría, la verdad incontestable de su juventud. El contraste era doloroso: veía casas, árboles, urbanizaciones; hombres que trabajaban en un huerto, mujeres con una bolsa de la compra, un operario que repara una avería en un poste telefónico. La vida sigue en una sucesión de tareas, gestos y obligaciones que son incapaces de acallar el pasado. Una áspera presencia inmaterial me asaltaba, un déjà vu, una sensación hipnótica que comenzó con el aterrizaje en Berlín. Una vibración agitó un algo sin nombre que habita en el aire.

+ El campo de concentración me conmovió: una punzada. El espesor del pasado se trasladaba al presente, y esa transición constataba certezas sobre el hombre que no se pueden obviar: la crueldad extrema. Los objetos de los prisioneros, la palabra asesinato, la juventud de los asesinos y sus prácticas (…): la acumulación de pruebas que atestiguan los crímenes,  pero, entonces, me inquietó con mayor intensidad el bosque, los árboles, su elegante perfil: testigos mudos, silenciosos, con el silencio eterno de la muerte. Ese silencio.

+ [Arquitecturas del mal]: funcionalismo, los azulejos de las cocinas, la enfermería, la contundencia de las formas, la geometría y la exactitud de la disposición en triángulo que el campo tiene; el color verde de los muros, la biblioteca del comandante, la visión del campo que se tiene desde la ventana en la que se situaba una potente ametralladora. Recordé a Foucault, recordé que las arquitectura son un texto que se debe leer como el texto que es. Recordé colegios, cuarteles, hospitales. Las arquitecturas disciplinarias por donde yo había transitado. Recuerdo bajar por las escaleras, recuerdo su pasamanos, recuerdo el brillo de los barnices. Recuerdo la biblioteca del comandante del campo y recuerdo el sillón donde leía. El silencio. La arquitectura traza un texto que como todo texto reclama interpretación y sentido, pero tanto la interpretación como el sentido parte de nosotros, más allá del texto. Recuerdo ver en un panel la foto de uno de los crueles vigilantes del campo: apenas tenía diecinueve años.

+ En una ocasión alguien me dijo: «Cómo mi abuelo iba a recorrer España matando rojos si tenía sólo 19 años», nada dije y pensé: «Precisamente por eso, porque tenía 19 años».

+ No se debe hablar mucho de la visita. La evidencia se reflejaba en las personas: unos lloraban y otros permanecíamos en silencio y turbados. El relato del horror que trenzaba la audioguía, el plomizo cielo y, otra vez, los arboles que arropan las torres de vigilancia, que se asoman tras el muro, en torno a la terrorífica vivienda del comandante. Silencio, paz, horror. Salíamos del sueño pesado, de la certeza de una pesadilla, pero un terror era más punzante por su conexión con la realidad y lo banal: no desapareció con la vigilia.

+ Tomamos otra vez el 804. El silencio, los cuerpos, el zumbido. Los árboles, las casas, la estación que aparece otra vez ante nosotros. Descendemos y el guía de una excursión se despide, alguien le dice algo en español: esas preguntas sobre el mal y pienso que bastaría la instauración de una impugnidad para que surgiese otra vez. El cielo ofrecía su plomo sucio, había charcos en la explanada de jabre pisado, el zumbido se rompe cuando se oye la llegada del tren. Regresamos a Berlín.

+ Ahora que el recuerdo comienza a sedimentarse veo la ciudad desde otros ángulos, al calor de una otra poética en la que colabora una foto de Nan Goldin, fuera de la crueldad entrevista: paisajes que emergen en los sueños y no nos anuncian nada, salvo la contemplación a la que nos remitimos. Berlín ahora es un escenario propicio para narraciones, como las que se contienen en la foto de Nan.  Busqué el pequeño libro de fotos de Nan Godin. Lo abrí y llegué hasta la mujer que se mete en el baño, una foto tomada en Berlin: «Käthe en la bañera, Berlin, Alemania, 1984». Espejos, un monocromo escenario, el cuerpo desnudo como realidad inconstable, la honestidad evidente, la evidencia de lo finito. Un acento sobre aquellos días llegó del pasado con esta foto, la certeza del mal, pero también una certeza de su contrario: la generosidad, el silencio, la posibilidad del amor. Así quiero recordar Berlín, mediante esta foto, sin olvidar mis tribulaciones.

+ Nos despedimos de M.B. y de su familia. Aquella última media hora antes de tomar el S-Bahn hacia el aeropuerto me aproximaron a la ciudad, a la belleza de aquella última hora de la tarde que se reflejaba en los rostos que viajaban con nosotros en en S-Bahn. Alguien irguió la botella de medio litro y bebió. Yo comencé a despertar. La noche caía implacable.


+ [Hubo muchas otras cosas: comidas agradables, el hermoso concierto de la Filarmónica de Berlín (Sibelius y Grieg), paseos, fotos, risas, cervezas, atractivas mujeres y atractivos hombres, esbeltas bicicletas, parques, niños felices, Nefertiti, algún cuadro, alguna foto, unas postales, una carta, besos, abrazos (...), pero yo dormía, dormía desde que llegué a Berlín y en ese estado me desplacé y sentí el peso de la ciudad, un gran peso que no he conseguido liberar. En el Museo del Cine Alemán vi una foto de Cesare, el sonámbulo de Das Cabinet des Dr. Caligari, vi a Cesare y en él me vi reflejado: ¿era yo también un durmiente, todavía lo soy?].

+ Imágenes: el S-Banh llega a la estación: llueve, los árboles, la nostalgia de la adolescencia decrece y el presente se ensancha. Un portal en Belín Este, la noche nos arropa y la avenida es muy amplia: las sombras, el silencio, el perfil de la masa de árboles. El número 3 es mágico: enumeraciones de tres elementos. Un fragmento de alguna arquitectura mínima: la evocación, la geometría, lo que se puede abstraer en el disparo de la cámara. Las placas en el suelo que recuerdan a los que se llevaron y nunca volvieron: es también nuestro presente, podemos vernos reflejados en un pasado que no hemos vivido, donde palpita el infierno; un sonido sordo y constante, un zumbido que tres semanas después persiste, las dos placas constatan la tentación siempre presente: la maldad [no se puede obviar].  Por último, coloco en el atril que utilizo para el estudio el pequeño libro de Nan Goldin, busco la foto de Käthe en Berlín y disparo: queda reflejado el reencuentro. ¿Volveremos a Berlín?