sábado, 6 de octubre de 2018
Las supersticiones y los rituales
+ Leo a últimas horas una novela. Creo que la novela tiene una capacidad de agrupamiento que resulta ajena a cualquier otro texto. Cada texto tiene su textura. Al final del día, después de una intensa tarde de lectura, estudio y notas, encuentro en la novela un aproximación a un cierto sentido de mi actividad, tal que me recordase quién soy. No es algo que se pueda llevar al laboratorio y extraer consecuencias válidas para una generalidad de lectores, porque es algo íntimo y responde a una construcción. Así, un día leo: la novela ocupa la centralidad del canon, y esto se opone a una afirmación absurda: yo ya no leo novelas, y respondo con falsa ingenuidad: ¿por qué? No hay respuesta. Las dos puntas de la horquilla constituyen una brújula para indagar en el asunto de la lectura, ese tema. No hay solución y me abandono a la lectura sin esperar demasiado, salvo ese bálsamo de última hora, esa conjunción que hace que me deslice hacia el sueño, el reparador sueño. ¿Una superstición? No me gusta la palabra, pero sí hay ciertas concomitancias.
+ En lugar de superstición prefiero ritual.Corrijo.
+ [Ansiedad]. Los altos directivos del hipermercado veraneaban cerca del centro comercial. Cuando se aburrían iban allí a realizar inspecciones sorpresa. Disfrutaban con la expectación que generaban y con el nerviosismo que flotaba en la plantilla, desde el director [un hombre obeso, calvo y mal humorado] hasta los limpiadores [intercambiables en el anonimato de sus uniformes: pantalón azul, chaqueta y camisa amarilla y gorra otra vez azul]. Eran dos hombres de mediana edad, altos, bronceados y con un aspecto jovial y robótico. Su atuendo veraniego respondía a un código donde también se encuadraban tanto trajes, corbatas y zapatos. Gafas de sol, deportivas, colores intensos, ácidos, ropa que revelaba un precio elevado, una frontera entre ellos y los uniformes, esa mezcla entre lo provisional del verano y su autoridad indiscutible. Eran el resultado de una evolución en las clases dirigentes, lo sabían. No eran originales, pero sí perversos. Paseaban con interés entre los lineales y se hacían confidencias. Reían, se mostraban curiosos y displicentes, se marchaban en el potente BMW X6 y tras ellos quedaba una estela de inseguridad. [Así podría comenzar, pero no será el caso].
+ Sábado noche, en un bar de tapas. Ruido, olor a fritanga, olor a vino, olor a humedad. Es un lugar no muy cómodo, pero la comida resulta aceptable. Los camareros son amables, la dueña también. El ambiente es bueno, salvo por los comensales que están detrás de mí. Son dos parejas que parecen no llegar a los treinta: sólo ellos hablan, ellas se ríen satisfechas: con estruendo. Parecen mandos intermedios de una fábrica de algo, donde se dan cita hojas excel, pedidos, notas de desplazamiento, el departamento financiero, becarios y peripecias, reprimendas, organización y desarrollo de proyectos (…) Relaciones laborales que van más allá del trabajo y se extiende al fin de semana. Sólo hablan de trabajo y lo hacen con mucha pasión. La vehemencia imprime volumen y celeridad. Me fijo otra vez en que las mujeres no intervengan pero sí asientan con sus risas nerviosas, con estruendo y sin disimulo, cada vez más desinhibidas. No me interesa su conversación, pero no queda más remedio que escucharlos. Flota insistentemente la palabra proyecto y el sintagma desarrollo de proyectos. No puedo verlos, pues yo estoy de espaldas y la curiosidad me mata. Es una cuestión taxonómica. Uno se levanta y lo veo: unos vaqueros sucios, una camiseta azul que le marca los michelines, camina como John Wayne: se escora hacia la derecha. Regresa y veo un rostro ovino, la mirada vidriosa que ha cristalizado el vino, un braceo arrítmico. Se sienta y dice: ya está. Las dos mujeres se ríen. Trato de volver a nuestra conversación, pero la de los vecinos me lo impide. No quiero escuchar más el resumen de sus últimas semanas en la factoría, ese subrayado que realizan sobre los términos recién adquiridos. Y dice: «le llamé la atención: no me vuelvas a presentar un documento ileíble». Algo se desmorona. Salimos y no puedo dejar de estudiar el atuendo del segundo: su camisa blanca con ribetes azules en el cuello y en los puños, el colgante celta que lleva al cuello [con la cinta de cuero muy ceñida], su peinado, el gesto desmayado, el moreno extremo, la colección de anillos, el reloj tan pesado. No saco conclusiones, me queda el ruido, la molestia y la certeza de que en España gritamos mucho y mejor sería no haber escuchado esa conversación. Su circunstancia, me guste o no, ha interferido en la agradable conversacione que se desarrollaba en nuestra mesa, la agradable conversación en voz baja.
+ [Antes de Berlin]. Pronto estaremos en Berlin, me dije, y no puedo dejar de pensar en algunas películas que vi hace tiempo. Un hombre con sombrero, gabardina y paraguas, que camina con indolencia. Espías, traficantes, estraperlistas. Un muro que parte la ciudad. El blanco y negro que se hacía materia en los pesados televisores de la post-adolecencia. El aparto para reproducir cintas de vídeo, el vapor de la tarde, aquella habitación de humo, whisky y pedanterías. La cocaína no había aparecido, pero se presagiaba. Hachís, libros, cine. Se asomaba la habitación a una de las calles principales de la ciudad. La cinta corría y en la calle la vida era vida, no un reflejo, no un simulacro. Pero yo sentía Berlin como un destino necesario porque se mezclaban escritores, músicos y pintores. Una apuesta por el arte y por lo sublime del arte. Hoy veo todo aquello como un refugio, una manera de camuflar ciertas incapacidades sociales, laborales y políticas. Demasiada esencia de mediocre aristocracia de la provincia. ¿Era Berlín el trasunto de un ensueño de drogas y alcohol, tabaco y deseo? ¿La literatura como religión, como destrucción? Los recuerdos son elaboraciones inconscientes y este construir se hace solido en el tiempo en que escribo. La escritura alza aquél Berlin, que no se corresponde con este que visitaremos; un punto intermedio es necesario: otra vez la escritura, una vez más el olvido.
+ [Después de Berlin]. Me dijo: crème caramel, es decir: flan, pero suena mejor en francés, como todo (?). El televisor dejó de funcionar, aquel gato negro nunca volvió, sus libros componían una errática biblioteca y la lectura era su única actividad. [Fragmentos del sueño que me asaltó en el avión].
+ Imagen: la bola de espejo que floja en una improvisada discoteca exterior, el verano se había terminado.
