+ Me pierdo en la contemplación de retratos fotográficos. Están todos ellos disparados por el mismo fotógrafo. No se trata de gustos, sino de inquietud. Me trasladan a una parcela donde se desvanece lo humano, donde lo humano no suma, resta, ha desaparecido y los rostros son un perfil de su propia finitud. La materia plástica de un evanescente vivir. Grandes ciudades, pero el fondo es negro y emergen los colores de la piel, el pelo y los ojos. Inconcebibles ciudades, pero los modelos sonríen en una suerte de ausencia, más una mueca que una sincera expresión de alegría, leve alegría. No hay otra opción, la muerte los une en un solo latido, en un solo ritmo. Las fotos están más allá de su propia expresión y me comunican la hora de mi muerte, no consigo recordar ese susurro. Sólo es zumbido, sordo, aminorado, constante.
+ He vuelto a leer el poema de Miguel Ángel Velasco “La tregua” (Miel salvaje, 2003: 15 y 16) Me reflejo en ese momento de la compra de la heroína, recuerdo adquisiciones similares, el trato con aquella suerte de zombies. Yo era un zombi. Soy un reflejo y un recuerdo. Y pensar en una auténtica poesía, en el trazo seguro y firme que una voz hace sobre lo real, sobre su intransferible realidad. Vi aquellas luces de la calle principal con ese grano negro de tregua y el poema dice: “Te miran unos ojos / al pasar, y no saben / que en tu puño apretado va una tregua / de sombra con la vida” (16)
+ Soy puntilloso con la forma, y es una cala, una falta, una luna negra que habita en mi espacio. ¿Qué es aquello que me falta y no puedo nombrar?
+ Una cosa lleva a la otra y termino viendo fotos de actrices y modelos, fotos que aparecen en la agencias de Londres. Todo me parece muy viejo y eso solo es una percepción, mi percepción, el cristal que todo lo deforma.
+ No aguanto bien el ruido. La música que no me gusta me molesta en exceso, reconozco esta cala y la admito sin arrepentimiento. No se trata de sinceridad sino de rechazo. El rechazo a una perturbación que percute sobre mi concentración: quiero pensar y no puedo. Quiero pensar en aquello que me aguarda, lo que deberé hacer, una suerte de repaso de una agenda que habita en mi memoria. Lo que resta, lo que se alcanza, nada se debe eludir. Pienso en esa doble faceta: lo deontológico y lo teleológico, ese equilibrio que no alcanzo. He rescatado unos relatos autobiográficos de Thomas Bernhard. Emprendo la lectura y llegan bases de bombo y bajo, una música que detesto. Me desconcentra, no soy capaz de fijar mi pensamiento en lo que yo deseo, una suerte de ritmo interno. No deseo otra cosa que el silencio espeso de las últimas horas de la mañana del sábado de septiembre, los últimos días de septiembre. Se trata de una competición deportiva que lanza sus proclamas con una violencia y una energía precisa, destinada a levantar los ánimos e inspirar alegría. Yo prefiero una inerte apatía, que apoye la concentración precisa para la lectura.
+ Por casualidad, mientras buscaba otro libro, me encontré con Las cosas de Georges Perec. Se trata de una vieja edición, quizá la primera en castellano, una edición de 1967. El libro en su materialidad en descubrimiento, ya que tiene el sabor de época que se relaciona muy bien con el contenido; dudo que una edición actual tuviese el mismo tacto, la misma relación con lo que se detalla en la novela y que tan próximo, en este presente, me resulta. El gusto por el confort y su reflejo social y sociológico me interesa hasta el punto de transformar la visión del día, ese punto de ebullición que algunas novelas consiguen en una primera lectura que ya nunca se ha de repetir. Casi un narcótico. Junto a lo de Thomas Bernhard lo de Perec ultima una suerte de explicación de hechos que se han sucedido en los dos últimos años, cuya órbita no es otra que el capital simbólico del trabajo, el capital cultural de la posición en la sociedad y los emblemas de la misma. He leído con precisión estos indicios, que me han llevado a determinar las explicaciones a comportamientos que a otros se le escapaban. Algo espontáneo, que ambas novelas me confirman. La novela es necesariamente un poliedro, entre sus caras esta el uso que se le puede otorgar a la hora de explicar, de indagar en las personas y sus modos. Es el caso de la suma de estas lecturas. La casualidad se conjura en mi beneficio. Vale.
+ Poco tiempo me ha llevado terminar Las cosas de Georges Perec. Ha estado bien la lectura, una suerte de paréntesis, una acotación entre dos tareas. Me ha gustado mucho una suerte de destreza estructural y la acusada capacidad para capturar el detalle sociológico, unas apreciaciones que dan cuenta del espíritu de una época, los años sesenta, el inicio de los treinta gloriosos. La vida y sus complementos, los accesorios necesarios para el confort y la sutileza de sus aristas, que rasgan lo sentimental y la amistad. La felicidad que ofrece el presente venturoso y el futuro prometedor, el sueño de bienestar y la promesa de la burguesía modesta pero con aspiraciones. Lo pequeño burgués y lo literario, el cine y la música, la decoración y la gastronomía, el amor y las afiladas puntas que se ofrecen en la discusión ante una suerte de ruina, no miseria pero sí decepción. En tres partes bien diferenciadas se articula la breve y primera novela de G.P.; así, tiene una construcción musical: el largo preludio en París, la más corta transición en Argel y el epílogo de camino a Burdeos, tan certero, en el inicio una cita de Malcolm Lowry y una cita final de Marx. El puente entre ambas citas es la novela, como la resolución de una ecuación: de los incalculables beneficios de la civilización en aras de la felicidad hasta llegar a ese “es preciso que la búsqueda de la verdad sea también verdadera” (144) Así, entre dos mundos se define el fin de semana: este recién terminado (Perec) y el que espera a continuar en la tarde domingo (Bernhard)
+ Vimos a S. en silla de ruedas. Tiene esclerosis múltiple y todo apunta a un proceso que paulatinamente la postrará en una cama, hasta llegar al punto de no poder respirar, a no ser con la ayuda de una máquina. La recordé en otro tiempo, cuando ella tenía poco más de veinticuatro años. Fue hace mucho. Su rostro, dolorido pero con una chispa de alegría en los ojos, conserva algo de aquello: el perfil del óvalo de la cara, sus ojos negros y grandes, la boca y unas palabras agradables, su voz. No se pueden reclamar explicaciones porque a nadie hay a quién reclamárselas, punto y seguido. Por la tarde en Vigo, vi a una vieja conocida que saludé y no me reconoció, yo tampoco me di a conocer y ella se alejó. ¿Fantasmas del pasado? Quizá sea este un momento de saturación lectora.
+ “La elaboración biográfica con fines informativos desde las embajadas venecianas alcanzó los máximos resultados.” (Del Olmo Ibáñez, Teoría de la Biografía, 2015: 46) Qué propuestas se abren con esta cita, me digo mientras leo, mientras copio la cita en una suerte de cuaderno digital que sobre la materia biográfica he abierto. Me imagino a una joven novelista que a la que la cita le sugiere el arranque necesario de un relato sobre ese mundo veneciano anterior a la ilustración, tal vez, anclado en una época entre la Edad Media y el Renacimiento. Cierto. Pero me interesa, sobre todo, el momento, el escenario, el perfil de la escritora en su escritorio, con la última luz de los días finales de septiembre. Más un lienzo que un relato, el influjo de David Hockney y la posibilidad de un gran lienzo en un perdido museo en Londres. Sólo es un ensueño propio de la edad.
+ Imagen: gravitan los recuerdos en la tarde de otoño, su materia no es otra que la sucesión de tres fotografías, un viaje a Ponferrada, una parada en el camino, la estela del paisaje, el tiempo que ha transcurrido y que no se hace piedra, que no se fosiliza.