+ Soberbias colinas sobre las que se alza la orgullosa ciudad, leo el soneto y traduzco su espíritu a la senda diaria: levantarse, desayunar, el ejercicio físico (la bicicleta estática), estudiar, comer, descansar, trabajar, cenar y dormir. El camino y sus trabajos se comprimen en la agenda, en el programa estipulado previamente, es esa la medicina. Lo rutinario es deseable y su ruptura (por un momento, solo por un momento), un regalo. Estos regalos tienen su dosificación. Me define este gusto que se eleva sobre la molicie, esa inclinación a la lista de tareas; programar, escribir y tachar. Un desafío, o ni siquiera eso.
+ Me llega una diatriba. ¿La evolución y el avance de la sociedad se debe a una razón de ambición o las razones que propicia la cooperación? No es un asunto fácil de dirimir, quizá porque no haya nada que dirimir. Sin ambición no es posible alcanzar una meta, sea de la magnitud que esta sea, pero, socialmente, la cooperación juega un destacado papel en los pasos que se van dando en pos de esa meta: el progreso. Creo que aunque no son rasgos de la personalidad alejados entre sí, no están el mismo plano. La ambición es netamente humana, la cooperación es una característica de diversos animales, desde las hormigas hasta los elefantes [por poner casos extremos]. Vaya, la cooperación se ve subordinada a la ambición. El tema da que pensar y enlaza, cómo no, con la cuestión de la determinación. Todo suma, nada resta, en el camino de la duda.
+ Recuerdo Caminha en noviembre, en el 2020. Recuerdo los paseos que dimos C. y yo. Qué lejano resulta hoy, en la senda del examen, en este preciso momento y en ningún otro. Falta menos de un mes para la prueba, en Madrid, a las diez de la mañana, un sábado. Poco más. Qué certeza, el paso del tiempo y su tiránica verdad.
+ Descompresión: tomo una larga colección de poesía, una antología del catálogo de una editorial [Cátedra] y llego, ¿sin saber por qué?, hasta Garcilaso de la Vega. Ahí me encuentro con mi viejo amigo, el Soneto XXIII. Ahí está, ahí ha estado siempre. “Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera, / por no hacer mudanza en su costumbre.” Y al copiar este el último terceto recuerdo a las jóvenes que he visto felices en su atuendo de adolescencia y fin de semana, la alegría del momento, la imposibilidad de pensar en nada que no sea eterno. “La vena / del oro” y “rosa y azucena” vuelan entre esos corros de las siete de la tarde, con previsiones etílicas, con sabores de sexo temprano, tersas mejillas, azulados párpados y tímidas aspiraciones vitales. Ay, la descompresión salió cara porque el paso del tiempo es la más firme certeza que tenemos, a la que sucede la muerte: tema de toda poesía que quiera para sí esa etiqueta.
+ Cuando nos asomamos a las representaciones prehistóricas lo hacemos con la extrañeza de encontrarnos ante un algo artístico que admite explicaciones e interpretaciones hasta un cierto punto, lo que hoy creemos entender llegará un momento que alcanzará esa enigmática posición. Veo un aplicación informática que instalada en un teléfono realiza un escáner de puntos que, luego, reproduce el objeto o la escena con una inquietante exactitud. Pero, aunque por un momento el temor me asalte, me doy cuenta que toda obra humana tiende hacia esa extraña sedimentación a la que me refería al inicio de este párrafo. Nada cambia, nada permanece.
+ Entradas cortas, entradas extensas, ¿dónde está la diferencia, soy yo o es otro?
+ Compro Anéantir, la última novela de Houellebecq. Será la lectura en mi viaje a Madrid, a la ida y a la vuelta, en el intermedio, tras el examen, en la prolongación de la espera.
+ Imagen: Aveiro - Portugal.