+ Observo que un aire de pesimismo se ha instalado en mi entorno, quizá rebase este mi ámbito y se trate de una alog más generalizado, un algo que se relaciona con el espíritu de nuestro tiempo. La subida de los precios, el decalage entre ingresos y gastos, la inflación, el cuestionamiento del sistema de pensiones, la pandemia y sus consecuencias, la crisis y la deuda soberana. Estos puntos y muchos otros convergen en el ánimo de los que me rodean, de una manera consciente o inconsciente, pero con una presencia indiscutible. Vuelvo yo a Marco Aurelio y el remedio es eficaz pero la última lanza se ha roto. Si se ha roto otra habrá que fabricar, me digo. Fundamentalmente, como sostén de la vida, el problema es económico. La resignación quizá no sea una virtud, me lleva a pensar en la exposición que una persona de veinticinco años hace, donde todo el peso del esfuerzo recae sobre el trabajador, el pensionista , el funcionario o el parado. Se centra su argumentación en que el dinero no llega, pero al mismo tiempo percibo con claridad las calas que el mismo tiene, la falta de apoyo en la realidad y la manipulación que se percibe. El discurso ha calado y la resignación se instala, pero todo tiene un límite, me digo, la tensión se puede mantener hasta un punto y a partir de este el pronóstico carece ya de sentido. Le digo que sí y se ríe al tiempo que trata de lanzar un mensaje de esperanza, pero en él, sin duda, el pesimismo lo ha empapado.
+ Acertada me parece la etiqueta "terror o miedo ontológico."
+ Hoy un podcast me he llevado a un poeta muy joven (17 años, ganó su primer premio con 14 y comenzó a escribir con 7 años). Se llama Mario Obrero y sus poemas me han deslumbrado. Hay un aliento divino, pero no es mérito sino nacimiento, una conjunción de genes y posición. La vida admite posibilidades varias, pero se traduce en una única existencia. Llega el sábado y leo en una librería el poemario que ganó el prestigioso premio Loewe. Me quedo en blanco porque no soy capaz de enjuiciarlo o no deseo hacerlo porque me invade la abulia, una desazón instalada en mi interior desde hace casi un año. Mario Obrero se aleja de horizonte. Hay una distancia generacional importante y he aprendido a leer fuera de mí mismo, lo que no implica que el criterio no esté condicionado por la época, lo social y lo político, la economía o los puntos de vista del momento, este momento de tanta profundidad y desazón. Debo decir que mi ración diaria de poesía está integrada por tres poetas: Joan Margarit, Ángel González y Francisco Brines. ¿Es desde ahí desde donde leo? La pregunta no se responde y vuelvo sobre el pequeño tomo. Hay algo que me gusta y que se conecta con lo cotidiano, con la verdad de las pequeñas cosas que dicen más de lo que se espera de ellas, si se las sabe escuchar. Y de escuchar se trata y en ello me quedo, con el juicio en suspenso. Volveré sobre el poemario, en la librería, un sábado cualquiera, cualquier sábado.
+ La certeza de la mortalidad se traduce en una tristeza que debe ser vencida. Llegar a un estado de plena calma es la meta, una oculta meta que, sin duda, llegará. La certeza de la muerte es una herramienta para enfrentarse a las dificultades, pues en ella todo tiende a la nada, lo bueno y lo malo.
+ No puedo menos que pensar en el Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez. Y ese pensar me lleva a la consideración que el estallido meritorio de la poesía más nuclear se da en esas edades en las que, para la mayoría, hay un debate entre la edad adulta y la niñez, o esa prolongación que resulta ser la adolescencia. El que tiene una visión y la capacidad para trasladarla está próximo a la divinidad, pero ese don no es para todos ni todos lo pueden soportar. Cómo no pensar en Rimbaud. Y así, la mañana avanza, con el rescoldo del sueño, con la enfermedad del pasado y sus venenos. Soy yo el que se daña y la poesía no me cura, pero tampoco la evito. “Siempre la claridad viene del cielo”. “Es un don”, me digo y no vuelvo sobre las razones biográficas que arrastran el torrente de la vida.
+ Los días pasan y el verano se desvanece, poco a poco, imperceptible y paulatino se hunde en el abismo del olvido. Veo niños felices, jóvenes que no esperan nada salvo el anochecer, gatos y perros despreocupados. Siento la nostalgia de lo que no se vivió y me duele su embate, lo resisto pero no alcanzo la ataraxia, la deseada ataraxia. Busco ese instante de eternidad y no aparece. Un poema, tal vez, un poema que me dé una clave para abrir la puerta de la calma. Sólo es un momento y todo regresa al punto de partida. La biografía que estudio todos los días me da razones y me quita certezas. Llego, una vez más, a ese condicionante que es el carácter. Estudio y los días pasan. No tengo otra cosa que una voluntad de hacer, de reconstruir lo que no se ha derrumbado. Lo atisbo. Conduzco con la leve compañía de la música y el aire acondicionado, no son vicios. ¿Vicios? ¿Por qué depositar en todo una razón moral que nos condicione? Trato de dejar la culpa y el pecado en un apartado olvido. Lo intento, una vez más.
+ Tras la espesura de la noche, llega el día con noticias preocupantes sobre la salud de un conocido. ¿Es un aviso? El peso del párrafo anterior se ha disuelto en el pleno y soleado jueves. El ruido percutor de una maquina que tritura piedras, el maullido de la gata, la pauta que marca el reloj de pared. ¿Tan costosa es la calma? ¿Y, si es costosa, es calma? Avanzo en una oscuridad con la convicción del sentido del trabajo bien hecho, poco más.
+ Imagen: Oporto, hace unos años.
