+ “Al final todos fracasamos”, escucho a Juan Marsé en el programa Documentos de RNE. El programa me interesa mucho, lo sigo hasta el final y queda, cómo no, un regusto amargo. Su vida es una vida especial pero en los rasgos principales se equipara con todas. Ese punto de unión me devuelve la otra cara de la moneda, la voluntad de un estilo, la consecución de una prosa fruto de una intuitiva inteligencia. Rescato algún libro suyo y leo párrafos al azar. Percibo la música y la afinada perfección estructural, quizá sea suficiente y no creo que deba adentrarme en razones sociológicas que expliquen el éxito de sus libros, la traducción de los mismo a la gran pantalla y el alcance de los premios más prestigios del país. En fin, quedan los libros y, de alguna manera, las biografías se deben dejar a un lado si lo que se quiere es llegar a eso que podría ser un núcleo, como si se fuese posible apartar diferentes capas que componen el hecho literario y escoger lo que nos viene bien en cada momento. Me quedo con la frase, con esa constatación del fracaso, porque así es: todos hemos de morir, lo que cierra toda biografía al tiempo que le da sentido, una explicación a todo el recorrido y a toda la trayectoria vital del escritor y del ciudadano común. Nosotros.
+ Recuerdo haber olvidado, intencionadamente, un libro de poemas en un aeropuerto. Me molestó su lectura, quizá el tono grandilocuente, la vacuidad y lo prescindible de su escritura. Los poemas aludían, cómo no, a la caducidad y al paso del tiempo. La estela que trazó sobre un viaje que hice, hace más de veinte años, a Andalucía contaminó el regreso, con el sabor del tabaco y un whisky todavía palpitante en el paladar. Recuerdo la portada, me he olvidado del título (no es cierto). El otro día, en el camino de regreso, en la radio surgió la voz del poeta y sus declaraciones me parecieron ingenuas pero no vanidosas, como yo presumí en un principio. Hablaba de sus años escolares, de las lecturas y de su afición al futbol. Resumí la entrevista mentalmente y, cuanto terminé, me dije que debería volver al libro que abandoné en el aeropuerto. Bien sé yo que no lo haré porque la tasación de las lecturas a día de hoy es otra y ese elemento no entra en este mi canon. Pero me pareció bien, me gustó esa reconciliación con un autor que quizá no se merecía aquel desprecio. ¿Soy otro? Nunca soy el mismo y, por lo tanto, lo leído varía como varía la persona. Hoy trataré de no verme reflejado en ningún espejo.
+ No conseguí evitar mi reflejo. Allí estaba yo y no era yo. Es mejor no pensar mucho, decía un compañero de trabajo, y, al tiempo, otro apostillaba: mejor no pensar nada. No pienso nada. Abro el teléfono y le doy al enlace. No pienso nada. Lo intento. Mi rostro en el espejo es la certeza de la vida. Veo mis libro y carezco de palabras para emboscarme.
+ Escribe una referencia en el buscador y casi instantáneamente tiene el documento. Parece un milagro y no lo es. La técnica pone en nuestras manos lo que antes era un trabajo arduo y con unos desplazamientos implícitos. No sé si me desagrada, no sé si estoy conforme, pero sí perplejo porque no encuentro una rendija para automatizar estas rutinas y eso equivale a una cierta dosis de ansiedad, pues la textura de la vida es en estas situaciones cuando se revela. El aburrimiento, la angustia, la percepción del paso del tiempo forman una triada que eleva la descripción y la constituye como explicativa realidad. Desisto y no busco más. Al tiempo, recuerdo ver, hace un momento, un artículo sobre el origen de un insigne escritor y estuve tentado a abrirlo y leer, pero no lo hice. ¿Estoy desmotivado? No, estoy perplejo ante el avance turbo acelerado de la técnica y la poca explicación que encuentro para ello, salvo la constatación de lo absurdo de la vida, su falta de sentido, esa textura que me arroja el vértigo de la híper-velocidad. Aquí cierro este paréntesis.
+ También el dolor o principalmente el dolor nos da la medida de nuestra persona.
+ Imagen: fragmento de un mundo desaparecido, mi pasado, tu pasado.
