sábado, 1 de febrero de 2020
Condiciones del devenir
+ Viernes: lectura. Hoy he conducido mucho. Siento un presión en mi brazo izquierdo, un dolor leve que casi produce placer. Ya no tengo que ir a rehabilitación y la tarde será para entregarme al estudio. La lectura, paradójicamente, no es un escapismo. Mi mundo se diluye con facilidad y la lectura consigue darle una estructura, un aspecto esquemático pero solemne y solido. Me observo en el espejo y añado al paso del tiempo la lentitud sobre mi mirada: soy otro y lo sé con certeza. La lectura me da un primigenio punto de anclaje, una realidad inalterable que se agradece: la lectura como esencia de mi identidad. Le lectura tiende hacia lo móvil. No es algo dado porque lo que aporta, precisamente, es duda e inestabilidad. Sana incertidumbre. Me detengo y pienso en la sala de fisioterapia a la que ya no asisto. Su mobiliario, sus ventanas, el color de las paredes. Los fisioterapeutas y sus uniformes blancos, los zuecos y la nota de color en los calcetines con figuras simpáticas e infantiles. Ya no estoy allí, pero la presencia y los olores que se aglutinan en ese espacio parecen acompañarme como acompañan los restos de un sueño y su contradictorio devenir. Leo. Cierro el breve libro que trata sobre el presente de la Filología, (una conversación entre H. U. Gumbrecht e Isabel Capeola Gil). Reflexiono sobre el fin del texto o su transformación en multimedia, en ese repliegue que lo lleva a constituirse en un arcano que precisará interpretación, adaptación o traducción a imágenes (por ejemplo). Es mi mundo y me desentiendo de él. Un mundo que lo construimos en sobre una condición de posibilidad. Ahí descanso, en las condiciones y en los indicios.
+ Abrí la puerta y dejé pasar a los guardias. Entré tras ellos en el ascensor. Los estudié: eran jóvenes, tenían una barba raba y eran reservados y melancólicos. Nada dije. Marqué mi piso y ellos marcaron el sexto. Me dije para mí que debía de tratarse del borrachín del edificio, que desde que murió su madre no ha hecho otra cosa que insistir en su indignidad, en su parloteo sincopado y brutal, estúpido e innecesario. Olor a pan recién sacado del horno, tal vez, o a colonia dulce de bebé, picante, tal vez. Al día siguiente, en este sábado luminoso, nada se supo. Ni siquiera pregunté. Dejé que se diluyese la posible anécdota. No hay piedad. Los guardias realizaban su labor con cansina reiteración, dotados de una indiferencia más próxima a la pereza que a la observacia del deber. Los guardias eran relámpagos en sus azules metálicos, en sus pistolas negras y retadoras, el brillo de las esposas. Viajaban en un ascensor y parecían dormidos. Yo pensé en el borrachín y su miseria. Qué lejos queda ya la Navidad, no es momento para un cuento sobre los guardias, el borrachín y el nacimiento del niño-dios. Pudo ser adecuado. Mis propósitos eran otros, muy distintos, muy lejanos.
+ Debo ir con mi padre a urgencias. Tiene fiebre y mucosidad. El médico le dará un jarabe, unas pastillas, un expectorante. La experiencia de acudir en el inicio del día a urgencias es un acto revelador. La hora del regreso del noctámbulo, su camino, la luminosa transición de la ebriedad al sueño. Los veré en un momento, a uno, a dos, una mujer, el reflejo de sus deseos inescrutables. Yo ya no estoy ahí pero sé bien de qué se trata. Una religión, una fe en la posibilidad de engañar al tiempo. No es posible. Una doctora atiende a mí padre y nos derivan a un hospital para poder realizar una placas de tórax. No ha terminado de amanecer y avanzamos por las oscuras calles bajo la bendición de la música de Bach. Hablamos sobre medicina, las novelas del XIX y las enfermedades. En concreto, cito Germinal y las enfermedades de los mineros, algo no tan lejano. Entramos en ese mundo del hospital, que es un otro mundo, un mundo con sus colores, límites y jerarquías. Hemos aprendido a movernos en este ambiente y saber qué se puede y que no se puede esperar. Las doctoras son agradables y nos explican con precisión la estado del enfermo. Intuyo que no es grave, que se trata de solventar dudas. Lo doy por bueno. Poco a poco todo se tranquiliza. Llega mi hermano, después C., a mi padre le dan el alta. Regresamos en mi coche y charlamos, otra vez, sobre la sanidad, cómo ha progresado, la extensión del bienestar, volvemos a hablar de Germinal. El zumbido no pierde presencia: el bicho tiene su espesor. Ha terminado la mañana del domingo.
+ La muy conocida cita de Nietzsche: «no hay hechos, hay interpretaciones»; y llama Nietzsche a Lessing, el más honesto de los hombre teóricos, al que le importa más la búsqueda de la verdad que esta misma. En eso estoy, en la virtualidad de mi pasado, su rememoración, su relato. La negación y la inversión de los términos. Mañana lloverá.
+ He comenzado con mi programa de ejercicio físico. El lunes fui al gimnasio e hice bicicleta y cinta durante media hora; tomé un baño de vapor y me quedé cinco minutos en la sauna. Como consecuencia, el sueño fue profundo y medicinal. Soñé y no recuerdo nada. El martes es una posibilidad, una astilla que pronto comenzará a quemarse. No saltemos la norma del presente, evitemos el pensamiento circular, solucionemos los embates de los problemas y alcancemos una serenidad, al menos una tendencia a este estado. Todo queda en blanco, suena un jazz extraño y parisino, limpio y extremadamente urbano, la descripción de la ciudad. Vale.
+ Los estados de ánimo establecen un combate contra el tiempo metereológico. Llueve. La lluvia es un mar abismal y fúnebre, un aliento triste, la nota que decae, que nos hunde en su certeza. El gris plomizo que inaugura el día, la opacidad, el solaparse de la vegetación y las edificaciones, la pasta oscura en que se transforma la totalidad del paisaje. Buenos propósitos, el intento de sobreponerse, un burro atado sobre el que llueve sin misericordia, y al que todo le da igual. Observo al burro durante un momento y veo cómo las gotas caen de su panza al prado, su serenidad es una lección. Las mañanas lluviosas. La ría está agotada y no alcanzo a ver el puente en la lejanía. Sé de enfermedades y muertes, de enfrentamientos fraternales, olvidos, venganzas, injurias, lamentos, mezquinas existencias, amputaciones o carencias morales, pero no alcanzo su expresión, sólo este gris que me atenaza.
+ Un nervioso respirar tras la carrera. Su tatuaje y el sacrosanto teléfono. Un latido, el reflejo en el espejo, se mira y se gusta. Cuesta tanto alcanzar esta figura, esta dimensión. El esfuerzo se dibuja en el espejo y se gusta. Consulta el teléfono y sonríe. Acaba de cumplir cuarenta.
+ Yo no he puesto las condiciones, pero ahí están, al acecho. Me resiento, es doloroso el contacto con algunos hombres, su presencia. Las condiciones y su relevo, la construcción, el habitar, la demolición. No es un fragmento de vida, tampoco una cuestión relevante. Aparece el esbozo de una traición. No es capaz de tocarme, pero tampoco me hace daño. Es el cambio, la vida que deviene en vida. Las condiciones son indiferentes.
+ Imagen: la diana y las hojas del final del otoño, en comunión; el látigo de lo diario.
