sábado, 29 de febrero de 2020
Bifurcación
+ Estuve tres días en Madrid. Quizá no fueron tres días sino dos días y medio. Con todo, me pareció que pasó un mes. Un largo mes de comunicaciones y charlas. La intensidad del trabajo y la relación con la ciudad ensancharon la percepción temporal. Llegué un miércoles y me fui un viernes a las ocho de la tarde. En primer lugar tuve que cruzar la provincia bajo el manto espeso de la niebla; la autopista resultaba confusa, sus límites, la banda de balizas, los pilotos de los otros coches. Entré en el aeropuerto y comenzaba a despertarse, todavía no eran las seis de la mañana. Rostros dormidos, café cargado, libros, portátiles, tabletas y teléfonos. Es un estallido que nos comunica el tiempo en el que vivimos: los atuendos y los adminículos, los peinados, la actitud ante el viaje, esa indiferencia, música en los oídos, el aislamiento, la barrera de los años. Todo esto lo reconozco sin dificulta y lo comparo con tiempos pasados. Las épocas se suceden y el movimiento es imperceptible, aunque uno se detiene y alcanza a ver todo lo vivido. Es ese el estallido, la chispa que marca el antes y el después. No somos nada, me digo con un cierto punto de cinismo. Ya no soy joven y lo asumo con cierta alegría. Comienza el día.
+ Mediante una referencia a Christopher Isherwood llego a David Hockney. Se trata de la pareja de Ch. I., Don Bachardy. Don Bachardy es un pintor, mejor: un retratista. Veo algunos cuadros y me interesan mucho, debería indagar en su obra.
+ [Tres notas en la libreta que siempre viaja conmigo]. Profesoras que hablan de los problemas en el trabajo, principalmente sobre la indisciplina y las derivadas de las nuevas tecnologías. Una conversación en inglés que mantienen dos personas en torno a los treinta años, se percibe con claridad que ninguno de los dos es hablante nativo. Gentes que ríen. Las notas no tienden a la escritura, sino que se lanzan hacia lo pictórico. Son cuadros que nunca se ejecutarán. He valorado colores, encuadres, gestos. El boceto de algo que resulta peculiar y unido al momento, al presente. La historia precisa ilustraciones de este tipo, donde se den los rasgos que nos hacen particularmente contemporáneos. La aparición de la cerveza y el risotto me separo de la ensoñación. Guardé la libreta y entre en el confortable mundo de la gastronomía, no muy elevada, no muy baja. Placeres accesibles y no demasiado caros. Madrid se extendía hasta los límites de mi compresión, no continué más allá.
+ [Una casa en la playa o el esbozo de un cuento con tintes sociológicos y provincianos]. Mi padre y yo, como todos los años, vamos a la frontera portuguesa a comer la lámprea. Es un rito, algo, entre muchas cosas, que nos une. Hablamos de cuando él por primera vez la comió, cómo los camineros las guardaban en el agua limpia de alguna tajeas, hablamos de los que ya no están. He pensado en varias ocasiones que tiene algo de comunión bajo la especie del muy extraño pescado. Su carne, su boca dentada en espiral, los cartílagos. Caminábamos por la calles de la Fortaleza, ese recinto amurallado dedicado a la venta de toallas y restaurantes (en uno de ellos comimos la muy deseada lámprea), y fue entonces cuando vimos descender la cuesta a la pareja: ella hecha un remolino y él, alto y grave, con una gravedad vacía y prescindible, pero muy acorde con la posición que cree ocupar. Los conocemos y nos ignoraron con manifiesta mala educación, que ellos confunden con un estilo superior que les otorga una dudosa pertenencia a la pequeña burguesía de la provincia, esa que se hace espuma en los bailes del casino y cree codearse con la trufa importante de la política nacional. Cuando pasamos a la altura de ella, la oímos referirse a la vendedoras de toallas con tonta presunción: son para la casa de la playa, son para la casa de la playa, repitió. Mi padre y yo, con disimulo, nos reímos. Para la casa de la playa, ese emblema de la buena sociedad provinciana. Se lo conté a C. y los dos nos reímos con ganas. Ella es una boba, él es otro bobo, lo dice porque no se puede encontrar otro adjetivo. Otro adjetivo no hay, pero el adjetivo tiende al sustantivo: los bobos de la casa de la playa.
+ Los dos bobos son vecinos, alguna vez en el ascensor se quejó de que tenía unos contratiempos tremendo con la mudanza a la casa de la playa. La casa de la playa pertenece a la familia de su marido y ella es una ¿acoplada? Se siente una señora de la alta sociedad, pero no llega. Poco importan. Sólo es un apunte para una narración que no llegará a nacer. La tristeza de la provincia, su ruina y su indefinición.
+ Madrid queda lejos y de Madrid hablamos mi padre y yo mientras comíamos. Se veía un tramo del rio Miño desde la mesa que ocupábamos. Tanto para él como para mí Madrid es un territorio mitológico. Un lugar al que regresar. Se fusionan Galdós, Baroja o Umbral en su geometría. Lo valoramos desde el punto de vista de la literatura, pero también desde la amistad. Ahora yo me he ligado a Madrid mediante mi investigación, que fue la causa del viaje. Escucho a mi padre, pruebo con los labios la cerveza sin alcohol helada, siento el triunfo del instante y le recuerdo el episodio recién vivido, el de los dos bobos. Sonreímos y él dice que son manías de la provincia, asiento y lanzo mis ojos al otro lado de la frontera, a España.
+ Compramos una lámprea viva. 30 euros. Saltaba sobre el hormigón pulido del vivero. Un kilo y medio. La metieron en una malla y luego en una bolsa de plástico. Regresábamos en mi humilde coche y la lámprea se agitaba en el maletero. Mi padre estaba contento, yo también, habíamos cumplido, un año más, con el rito. El día declinaba.
+ El ogro ha sucumbido, ya solo es una sombra del pasado. La resolución del relato. La niña y su gatita duermen tranquilas.
+ Imagen: primera hora de la mañana, Madrid, Moncloa.
