sábado, 2 de noviembre de 2019
El muestrario donde elegir
+ Madrid - Barajas. La crónica queda en suspenso. Preparación de un equipaje [libros]: deberé permanecer en el aeropuerto de Vigo unas horas, para ello llevaré conmigo Las palabras y las cosas [espero darle un impulso definitivo a esta lectura sistemática, tan importante es para mí, por el contenido pero también por una cuestión interior, como la primera ve que leí el libro y en el se manifestó algo que yo había presentido, la confirmación ahora se hace materia].
+ Recuerdo: una de las terrazas de la Modern Tate Gallery, asomados C. y yo a la geometría de Londres. Permanece esa traza, la calle que se pierde en un horizonte de casas bajas y los árboles diseminados, en el fondo un horizonte gris y vibrante, también recuerdo el marco que formaban algunos edificios de acero y cristal. Una poética del recuerdo que se lastra en la falta de autoría en lo arquitectónico y urbano. El anonimato.
+ Trabajo con dos listas: escritores y temas. La primera tiene pocas entradas, la segunda se extiende sin solución de continuidad. Ambas tratan de establecer motivos para asentir o disentir, para guardar silencio, para dar algo más que una respuesta escueta. Mapas conceptuales para determinar mi posición. Recuerdo una conversación sobre escritores y razones para le lectura, la conversación derivó hacia un cuestionario sobre gustos, filias y fobias. Apenas respondí con claridad porque creí que era lo oportuno, pero, sin embargo, quedé pensando durante días sobre la realidad de lo que me gusta y me disgusta, lo que me interesa y lo que me resulta indiferente. De esa reflexión nacieron las dos listas, sobre las que trabajo espaciadamente. Las reviso, las cuestiono, las amplio o las reduzco. Son asuntos como el turismo de masas, la precariedad laboral o el nacionalismo, por poner tres ejemplos de la segunda lista (la más extensa). Los escritores están muy medidos.
+ En la biblioteca cojo Los avispones de Peter Handke. También Cosmos, de Onfray.
+ He cogido Los avispones porque es un libro que leí hace veinte años. Quiero saber en qué he cambiado, y eso es algo que me aportará el libro. Estoy seguro. El libro permanece, pero el lector muta, un libro sin lectura no existe. En ello estoy, como un planteamiento, un desafío al que fui. A veces no me acuerdo, me digo y ahí está el ajado libro, sus tapas color crema y en el lomo unas letras de un verde apagado que resulta extrañamente elegantes. Es un libro que ha perdido sus guardas y ahora es otra cosa, como un diseño no previsto, que lo adorna el ordenancista tejuelo. Es el tiempo sobre el libro. Y el libro es el mismo, el mismo de hace veinte años, el mismo que cogí en la misma biblioteca. Pero ya no es el mismo, porque yo no soy el mismo, el lector no es el mismo.
+ En los últimos días me ha comenzado a interesar Michel Onfay y no tengo una idea clara sobre él. Su biografía me resulta próxima. Un sentido de obligación que nace del trabajo manual y se aleja de las aulas, de la lectura, de la meditación sobre la propia escritura. Hoy, al salir de la biblioteca, me tomé un café carísimo y muy bueno, pedí un agua y el agua era agua mineral. Lo disfruté y no me pareció mal pagar un cierto sobre precio. Esto tiene su importancia, pues mientras leí el prólogo de Cosmos me tomé con deleite el café y el agua, con una temperatura adecuada y una precisa salinidad, leve y graciosa. La conjunción del café y el prólogo resultó extrañamente agradable: la tarde del miércoles, la sensación de irrealidad en los rostros que veía a mi paso, las nubes bajas y el perfil de las iglesias y de las ruinas. En el prólogo M.O. habla de la muerte de su padre, de un viaje que hacen al Polo Norte y de una anécdota de cómo los perros de los inuit fueron masacrados por los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial para impedir que pudiesen regresar de la dispersión forzada a los que los sometieron, con el objeto de que no los molestasen en las acciones militares que en el Polo Norte desarrollaban. Leí el prólogo con interés y sentí una proximidad presentida. Pensé en Caen, pensé en los días en Normandía, pensé en cuando nuestro coche alquilado nos transportaba por aquellas hermosas carreteras secundarias. Ay, todo resulta redundante. En el café, unos clientes permanecían en silencio y otros hablaban, pero en contra da la costumbre, lo hacían en voz baja. Terminé el prólogo, pagué y me fui. La vibración permanecía y pensaba en la muerte de los seres queridos, como cada muerte es un peldaño más, un peldaño que se asciende en un conocimiento profundo e inesperado. De algún lugar ascendió el zumbido de la muerte de mi madre. La ciudad perdió todos los colores y los rostros se desvanecieron. Fantasmas que transitan a tu lado, me dije, soy tan misántropo [¿es totalmente cierto?]. Entonces me encontré con mi antigua compañera de trabajo. Yo caminaba y la vi, ella me vio y se acercó. Hablamos. Estaba contenta. Me dijo que su salud había mejorado mucho y así lo certifiqué: una alegría sincera emanaba de sus manos y de sus ojos, su voz tenía el tono adecuado y había desaparecido una crispación cristalizada, una crispación característica de otros momentos. Nos despedimos y me pregunté por qué me interesaba Michel Onfray. No tengo respuesta por el momento, prefiero que lentamente cuaje o se disipe. Entré en la tienda de empeños y me interesé en unos pedales de efectos para guitarra, estudié un amplificador Yamaha y leí los lomos de algunas novelas románticas de portadas color pastel y letras doradas. Es miércoles. Caía la noche. Pensé en Normandía, en C. y en su trabajo, pensé en E. y sus estudios, pensé en la oposición de L., en mis hermanos, en el equilibrio y en el vértigo. Es miércoles. Volvía casa con los dos libros y no había más que decir. Mi padre estaba allí con la televisión encendida. Hablamos un rato y yo sabía que esto era irrepetible, todo es susceptible de ser atesorado, salvo el tiempo, el tiránico tiempo.
+ «El estilo blanco y neutro de una época blanca y neutra», dice Michel Onfray en una entrevista televisiva sobre las novelas de Michel Houellebecq. Continuo con la lectura de La carte et le territoire.
+ Sí. No llevaré el libro de M.O., pero esto, lo sé, es definitivo, me alejo del texto, de su planteamiento. Esperaba más de lo que encuentro. [7:25 de la mañana, pronto iré al trabajo y la entrada en otro compartimento estanco me libera de presión, pero la presión regresará a la tarde: ¿es esa mi droga?, tan amplio es el muestrario donde elegir].
+ Pienso en las piedras que voy acumulando en la bandeja del coche, la que está junto al cambio de marchas. Pompeya, Berlín-Sachsenhausen, Omaha Beach. Piedras que traje de las largas caminatas con mi padre en las montañas de su infancia: la sierra de la Cabrera, Peña Trevinca, el Teleno al fondo. Todas esas piedras conforman una imagen poética que ayuda a conciliar el sueño, a invocar otros mundos, la conjura de la maldad. Me quedaré pronto dormido. El sueño se declara circular.
+ ¿Un título? Diario de un decapitado.
+ Imagen: disparé recientemente esta foto. Es un itinerario que se repite desde hace cinco años. Conozco el edificio, la vegetación, sé de la cuesta que desciendo y luego subo. La repetición de un trama urbana, la ciudad, sus límites. Volveré a disparar otra foto, por constatar una suerte de sistema, una hipótesis sobre mi obsesiones y despistes. Ahí queda.
