sábado, 9 de noviembre de 2019
Recuento
+ Los delineantes son parte del pasado, tal como se conocieron hasta finales del siglo XX. Por lo tanto, sus dibujos se convierten hoy en materia propicia para una arqueología, pero también adquieren un aliento artístico. Dibujos que todavía conservan el aire del presente, las construcciones que se sirvieron de esta herramienta pertenecen a la actualidad; sin embargo el dibujo en sí mismo, cuando se contempla, se ha transformado en un objeto muy antiguo, hasta el punto que, en ocasiones, reclama ser resaltado, y ello se obtiene mediante el enmarcado. Como siempre, es el tiempo el que otorga el aura que modifica objetos de uso cotidiano para pasar a ser objetos extraordinarios. He tenido la oportunidad de , estudiar tal vez, colecciones de planos de carreteras que arrancan en la mitad del siglo XIX y llegan hasta el final del siglo XX. Apuntes, notas, copias de amoníaco, cuentas sobre el papel de calco, plantillas, láminas de tramas para destacar la característica de un terreno y una larga lista de documentación gráfica que permitió tanto la construcción como la gestión de las vías. Hoy son documentos que posibilitan en su virtualidad la reconstrucción del pasado, de una de las múltiples caras del pasado. Hoy son, ante todo, archivo. Pero, volviendo a los delineantes y su desaparición en el torbellino digital, el pasado no regresa salvo en la historia o en la ficción, narraciones que encuentran ese punto en común que resulta ser el lector. Una realidad absoluta, sin discusión. Los delineantes han perdido su sentido y con ellos han desaparecido sus enseres: plumillas, tiralíneas, compases, el cartabón y la escuadra, lápices y gomas (…), puedo ver este utillaje y lo entiendo como parte de la citada arqueología, un melancólico catálogo de abandonos. Hoy es domingo, he regresado de Madrid y la semana se inicia con lluvia, una lluvia intensa y constante, algo propio de la estación, algo propio de estas tierras.
+ [Días de Madrid]. Días de largos paseos, café y dulces. Llovió poco y hacía una temperatura agradable. Los parques exhibían los colores del otoño, las gradaciones del verde hacia al amarillo. Cielos plomizos y oscuras tabernas donde comer frutos secos o aceitunas muy grandes, rellenas de cebolla. Hablamos mucho K. y yo. Sobre el pasado, el pasado como marca indeleble que nos lleva a constatar la fugacidad de nuestras vidas, lo vano de toda empresa humana y la necesidad de creencia, ya cuajen en la misa diaria como en la ecología. ¿Quién decía que “el ser humano no es trascendente pero precisa creer en la trascendencia”? Este tema se ha repetido mucho en los últimos tiempos y es algo propio de la edad que hemos alcanzado, la conversación política que hemos mantenido se enzarza en esta verdad: el tiempo todo lo borra. El momento parece muy difícil, pero si ve en la longitud, en el nicho que terminará por ocupar como narración, no es nada, una espuma más. Eso hablamos mientras veíamos desde la altura del Edificio España los límites de Madrid, su topografía y perfil.
+ La última semana se iniciaba con una referencia al aeropuerto de Barajas. Hoy domingo ya he regresado. El aeropuerto queda atrás. El sábado me levanté a las siete y media, K. y yo desayunamos juntos, cogí el metro y realicé las operaciones necesarias para cruzar los controles. Compré una botella de agua y una revista (L’Expresso). Leí un poco, pero, finalmente, me fijé en las personas, hombres y mujeres, en sus cuerpos, en sus gestos y en su manera de caminar o de pararse. La variedad en el atuendo me fascina y a todo ello le aplico una visión pictórica, como posibles sujetos de imposible lienzos, ya que nunca serán ejecutados. En este sentido me reconozco en David Hockney y su pintura. Un ejercicio de estilo, sin duda.
+ Me desperté de un sueño no demasiado extraño pero sí pleno de desasosiego: aparcaba el coche y no conseguía recuperarlo, caminaba y me encontraba con personas que me daban inútiles indicaciones, mi coche ya no era negro, sino blanco. Poco más. Había una explicación. La tarde anterior traté de sacar dinero de un cajero, pero llegado el último momento, cuando apareció la excesiva comisión, decidí anular la operación. Llegamos a casa y en la tablet pude comprobar que me habían cargado en la cuenta tanto el importe como la comisión. Me enfadé y durante un rato permanecí enfadado. Llamé a mi banco y me dijeron que lo más probable es que me hicieran un reintegro. No me quedé muy convencido. Se lo dije a K. Poco a poco, ante el televisor, comenzamos a hablar de otras cosas y me entró el sueño, estaba rendido, habían sido muchas horas caminando, entre conversaciones y apreciaciones sobre el pasado o la sociología espontánea del momento. Antes de dormir me dije que no importaba, debía dormir y los problemas los solucionaría al día siguiente; con todo dejé a mano el teléfono de la compañía de cajeros automáticos y una anotación con el número de operación que aparecía en la consulta en la aplicación del banco. Dormí entre sueños espesos y lo único que recuerdo era la desaparición de mi coche. En esa niebla encendí mi tablet y comprobé que se había realizado el reintegro. Algo se cerraba y su nudo era el sueño, donde aparecían personas que nada solucionaban, retales de historias que no deseaba oír, un coche que no era mi coche, ya que era blanco y el mío es negro. Los sueños, más que premonitorio resultan ser depuraciones, bien de los miedos, bien de las ansias o esperanzas, bien de las variadas preocupaciones. Cerré la tablet y Madrid se desplegaba ante nosotros, K. y yo.
+ [Lesión]. El lunes, mientras realizaba una tarea rutinaria en mi trabajo, tropecé y me caí. A consecuencia de ello, tengo el brazo izquierdo inutilizado. No puedo escribir en el ordenador, por el momento. He descubierto el dictado: hablo y el ordenador escribe, transcribe. Al tiempo, tengo la pantalla encendida y hago que surjan entrevistas con escritores, paisajes y reportajes sobre recónditos lugares del planeta. Luego llegan los noticiarios, las tertulias políticas o los programas de entretenimiento, en su amplitud narrativa. Debería estar en el trabajo, pero aquí estoy: varado. La lectura me redime y me da un punto de apoyo. En un primer momento la melancolía me asaltó, pero me he sobrepuesto y la tarea es invertir el estado: las ventajas están ahí. Acabo de terminar dos libros y mañana espero regresar a la investigación. [Hoy miércoles, veo un avance].
+ Ha regresado la mecanografía, como un don. Todo un regalo. Cuánto se valora lo que uno acaba de perder. Escribo, ya, con las dos manos y esto tiene algo de divino. Me regocijo. Tecleo y olvido el dictado, pero no es un olvido definitivo sino un, espero, largo paréntesis. Prefiero la conexión en silencio con el ordenador que el dictado, porque toda escritura está perlada de manías. Tan necesarias las manías, tanta definición acumulan. Me contemplo en ellas y no me reconozco, se ha roto el automatismo. El día llega a su fin.
+ Imagen: La ventana que recorta Madrid, la Gran Vía desde el Edificio España. Un testimonio.
