sábado, 30 de noviembre de 2019

Días de transición (3)


LIsbon-tunnel


+ Espero en la biblioteca a que regrese el encargado del depósito, supongo que habrá ido a tomar un café. Cojo de una estantería de los comics uno al azar. Lo elijo porque me gusta la portada y lo que presiento no se corresponde a lo que encuentro, me agrada más de lo esperado. Se titula La joven Frances, de Hartley Lin. Tras leerlo regreso al mostrador y mis libros ya están listos. Ha sido una agradable espera, una conformidad flexible con las circunstancias sobrevenidas. Salgo a la calle  y me encuentro con que la lectura del comic me ha dejado una extraña sensación de irrealidad, de ficción inserta en la vida cotidiana. Hay un tema muy interesante en esta novela gráfica: el trabajo como única razón vital. Lo afirma un personaje (un enorme abogado que dirige el bufete donde trabaja la protagonista). He pensado mucho en ello, en la articulación vital que nos ofrece el trabajo. Hay una cita de Voltaire que me llama la atención: «Nuestro trabajo nos preserva de tres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la necesidad». Camino por las calles, está a punto de llover, chispea y reflexiono sobre la frase, sobre mi postración, sobre otros trabajo que he emprendido. He conseguido un equilibrio que nunca había esperado.

+ Compra por 0,50 € = Historias del Kronen, Jose Ángel Mañas. Tienda de segunda mano, el jueves, de regreso de la biblioteca: Le escribo un correo-e a K.: «Hoy, en el Cash Converters, me compré por 0,50 € las Historias del Kronen. He comenzado a leer la novela hace un momento. La primera impresión es que ha envejecido mal, muy mal, pero, según avanzo, esta idea se desvanece hasta el punto de considerar que se trata de un libro de cierta importancia. Estructuralmente está muy bien trenzado, los diálogos son fluidos y eficaces , y es una novela entretenida. Es cierto que el tiempo ha pasado sobre ella, como pasa el tiempo sobre toda obra humana y así lo actual se transforma en un documento muy válido para reconstruir o explicar el pasado. Pero, teniendo en cuenta esa faceta de documento para una sociología recreativa, la novela merece la pena . En fin, qué lejano todo: teléfonos fijos, las pesetas, los talegos (palabra que ya nadie usa), la constante presencia del tabaco en las barras de los bares, la televisión, lo que salía en el telediario (las olimpiadas del 92, la Expo 92, el Xacobeo, atentados de Eta, Pujol en el acmé de su carrera...), el concejal Matanzo, la heroína en Malasaña o en Chueca, etc. Cosas que se podrían trasladar a otros lugares, por ejemplo: el vino barato, la permisividad con la conducción ebria, la presencia de la heroína. Era un tiempo que fue nuestro también y una leve nostalgia me invade, que inmediatamente rechazo: este presente del 2019 también es mío. En resumidas cuentas, creo que es una buena novela y la primera impresión que remite a lo polvoriento no tiene razón de ser, pero explica cosas sobre mí y sobre la distancia que se ha operado durante este amplio lapso de tiempo. Merece la pena una relectura.  A día de hoy Mañas ha sacado una continuación del Kronen, donde Carlos, el protagonista, cercano a la cincuentena, tiene un cáncer terminal. Productor cinematográfico, politoxicomano y en la misma línea moral que en la novela de partida. Durante años Mañas se resistió a la continuación de las Historias del Kronen, todo indica que detrás de esto hay una necesidad económica: los 28.000 € del Premio Ateneo de Sevilla. Pero esto no quiere decir que sea una mala novela, para saberlo sólo hay un camino: leerla». Nihilismo.

+ Nihilismo: suena The The - Giant. La letra de la canción abre y cierra Historias del Kronen. Es sábado, son las siete menos veinte, falta poco para que llegue C., falta poco para que termine la lectura de la novela. Siguo convaleciente, me duele la muñeca, ahora me duele la muñeca y me cuesta saber qué día de la semana es. Los cambios de estado explican mucho sobre nuestro principio rector, dejo que él gobierne.

+ «Este negro untar las manos / endereza lo muy tuerto» González de Eslava, Coloquios espirituales y sacramentales, qué actual resulta la cita para nuestros tiempos, que en su desnudo esqueleto son los mismos tiempos de siempre: la venalidad, la ambición, el soborno, pero sin olvidar que hay otra cara de la moneda, en la que confiamos: el trabajo honrado, el buen fondo de los hombres y mujeres humildes, el amor de los buenos hijos por sus padres, los buenos padres, la esbelta mujer de la tienda de decoración que sonríe cuando ofrece envolver el burlete en papel de regalo: “a todos nos gusta abrir regalos” (…) y así. Con esto último me quedo, pero de lo primero no me olvido.

+ Regreso de la entrevista semanal con la doctora que atiende mi lesión. En un rellano dos heroinómanos hablan, puedo llegar a escuchar que coinciden en algo: la mejor muerte es la que te llega por noche, y el otro responde que él desea lo mismo. Su aspecto cadavérico ilumina la lluviosa mañana, como la declaración contradictoria del acusado, aunque ellos no son culpables de nada, su mirada alucinada es el resumen de un mundo que se desmorona. El arte del momento me ha reglado este memento mori. No puedo dejar a un lado la reflexión sobre mi lesión, no puedo dejar de enlazar lo uno con lo otro, no puedo dejar de vivir mientras me contamino con lo diario, con su concreta e insoslayable  certidumbre.

+ «Deseando una cosa parece un mundo / luego que se consigue / tan solo es humo. / Tan solo es humo, mare, tan solo es humo, / deseando una cosa parece un mundo.»

+ Imagen: pasadizo en Lisboa, alegóricco .

sábado, 23 de noviembre de 2019

Días de transición (2)


Honfleur - nostalgie


+ Hablamos sobre Madrid, de las vistas que ofrece la terraza del Edificio España [donde recientemente he estado], también de lo hermosos que resultan los días despejados de otoño en los parques madrileños, el perfil de los árboles y la tonalidad de las hojas esparcidas por los senderos. L. estaba inquieta, su examen se aproxima y, aunque no sea una condena, se percibe un salto en el tiempo, una distancia que la aisla. Fronteras que se equiparan con muros. Lo entiendo. C., L. y yo tomamos un café y en pocos minutos intercambiamos noticias y anécdotas. Viajes, coches y posibilidades. Un reflejo, la transición hacia el futuro, la edad que se posa en nuestros cuerpos, en nuestros rostros. Escribo  y sé que es un hablar silencioso, una conversación con amigos que nunca conoceré. Mientras C. regresaba a la habitación donde su madre se recupera, L. se desdibuja en la masa.

+ Me gusta el negro. Un coche, la noche, unos zapatos. No llevo reloj, mi teléfono es un desastre y está anticuado, es muy viejo. Mi teléfono es negro. Todo ello representa un estudiado snobismo, es mi partido: la individualidad. Pero voy a votar y creo en lo común, me resisto a aceptar las grandes razones de los que sólo buscan su propio interés, se trata de confiar en un deber no escrito y en un contrato con el imperativo categórico. Me gusta el negro y escucho la radio francesa un jueves cualquiera, mi postración y la dificultad para escribir. La tinta azul de la pluma, la pluma que duerme en su estuche negro. La pluma es negra. Un conjunto de razones que restringen el comportamiento. Sin ambigüedad.

+ Le han otorgado el premio Premio Cervantes a Joan Margarit. Recupero de una columna de libros el volumen de Cátedra que se titula Arquitecturas de la memoria. Es una antología y entre todos los poemas busco uno que se titula «Paisarge a prop de l’aeropor - Paisaje cerca del aeropuerto», pertenece el poema al libro Estació de França - Estación de Francia. Vuelo a leerlo y confirmo mi intuición, aquélla mi primera intuición. Compré este libro en la librería Pasaje, en la calle Génova, en Madrid. Fue hace dos o tres años. Recuerdo el momento, recuerdo la sonrisa de la dependienta. La librera era joven y poseía un entusiasmo limpio, una alegría vital que se extendía desde sus afiladas manos hasta su liso pelo negro y sus ojos profundos. Pagué y sonrió mientras me deseaba una buena tarde. Salimos a la calle y ya era noche y caminamos sin rumbo hacia una cafetería que ya no existe, vestigios de los años setenta que se van difuminando, desvaneciendo. Dejé el libro junto a la taza de café negro. Lo observe, observé el rostro de J.M. en la portada, con casco, entre las torres de la Sagrada Familia, entre andamios. Me gustaba la noche desde la atalaya de la cafetería, suave y blanda, con destellos de falsa épica, opacidad en los rostros, equiparados en su inquietante reiteración, el libro era emblema y la conversación era la síntesis de la amistada . Abrí el libro mientras K. iba al baño. Leí un poema y supe que, una vez, más había acertado. Entendí algo sobre el paisaje, la memoria y el amor, sedimentos que trascienden el hecho físico del libro, que se entrelazan con lo biográfico y lo histórico, para ofrecer esas señales que no podemos encontrar en otros ámbitos. Una faceta de la poesía, esa sabiduría de lo inefable [que se debe preservar de los análisis académicos]. Meses más tarde, Joan Margarit dijo en una entrevista en El Mundo que votaría a favor de la independencia el 1 de octubre, aquél simulacro de referéndum. Me molestó y ya no me molesta, porque hoy lo valoro en un sentido muy diferente al que lo valoré en su momento: la ironía es una  herramienta de corte fino y exacto. Tantas cosas han sucedido: nacimientos, muertes, retornos y partidas. Los poemas están aquí, por encima de posiciones políticas, pero, al mismo tiempo, por encima de mis posiciones políticas: el lector tiene esa capacidad para despojarse de casi todo. Abro el libro y regresa aquella tarde en Madrid y los esbozos, el dibujo de las calles, los árboles y los adolescentes que se dirigían a sus ocupaciones, regresa el libro, la librería, aquella sensación de plenitud. Los poemas viven a pesar de los autores, los poemas viven en ese ecosistema que son los anónimos lectores, que debido a su propia finitud dan sentido a lo escrito. La irrelevancia es un regalo. Así es la literatura, un océano de ambigüedad, porque es la ambigüedad moral permite separar con precisión al autor y a la obra. No juzgo, me dejo en esa razón que nunca se alcanza a nombrar.

+ Sigo con interés los discursos políticos. Con interés y distancia. Puedo ver a través de las palabras, pero no creo que sea un don sino es que los velos se han caído. La edad.

+ La nostalgia [= el nostos, el regreso, particularmente en la Odisea, pero también por extensión en la Ilíada] me lleva a consultar el tiempo que hace en Caen. Llueve, hace frío. Recuerdo sus calles, recuerdo un bar, un parque. Todo lo que habita en la memoria ha de morir, pero puede resucitar. He soñado con Normandía. Desde que C. y yo viajamos a Normandía, es un territorio unido a la infancia, siempre estuvo ahí: Le Mont Saint-Michel, las playas del Desembarco, el paisaje (carreras secundarias, los chateaux, el ganado en los prados infinitos). Ahora descanso en su recuerdo, mientras postrado escribo.

+ He perdido el tiempo con los vídeos que me ofrece el reproductor en línea. De un un punto a otro, he llegado a un viejo programa de la TVG donde se presentan diversas casas, que si tienen un punto en común: el precio que yo les supongo elevado, muy elevado. El catálogo es variado, pero, al final, me afirmo que el único sentido del programa es la constatación de una biografía, el certificado de un triunfo que se plasma en la magnificencia del hogar.  Casas de gusto pésimo, donde se han invertido grandes cantidades de dinero, casas agradables, casas neutras. Arquitectos solemnes que no terminan de articular un discurso coherente, salvo por las alabanzas a los materiales y al funcionalismo, para rematar en la unión entre arte y función. Arquitectos discretos, reflexivos y tristes. Propietarios orgullosos de su espacio y de la acumulación de objetos: una casa muy vivida. No comparto ese espíritu de nuestro tiempo, la razón y la exhibición del triunfo y el dinero, pero, lo que es más importante, la suma de emblemas, de temas vitales: la biblioteca, las esculturas, la colección de figuritas, el burgués piano, cuadros, muebles heredados o construidos a medida, vestidores y acumulación de zapatos y bolsos muy caros (“siempre voy a los clásicos, porque son una inversión” y la propietaria nos enseña tres o cuatro bolsos que ninguno baja de 2.000 €, y repite la palabra “inversión”). Apago el ordenador y regreso, por un momento, a Houellebecq y creo que uno de sus grandes hallazgos es capturar esa clase media alta de nuestros tiempos, un nihilismo rampante.

+ [ITV]: Mi hermano E. conduce porque yo no puedo: mi lesión, mi postración. Mi modesto automóvil debe pasar su revisión anual. Para limpiar el tubo de escape de carbonilla, antes de acudir a la estación de la ITV, ascendemos por una carretera de montaña. Marchas cortas y acelerador a fondo. El coche expulsa una espesa nube negra. El trabajo está hecho. Continuamos la ascensión y vemos las montañas arropadas por la niebla, por esa fina niebla que trae lluvia, humedad y frío. Me duele el brazo y siento un mareo conocido, un malestar que he sufrido en otras ocasiones. Paramos y me quito el plumas. El frío hace que me encuentre mejor. Llegamos a la estación de la ITV, seguimos los trámites necesarios y esperamos. Pasamos al corredor donde examinan el coche. Mi hermano baja y sube un operario, le digo que el coche es mío pero que no puedo conducir porque me he roto la cabeza del radio. Lo comentamos y me desea suerte. Resulta un momento agradable. Veo confirmada mi sospecha: ahora la gente es más educada, lo que yo entiendo por un comportamiento europeo. Me satisface ese punto de comprensión mutua. Sigue el proceso y el coche pasa la prueba. Llueve intensamente.

+ Imagen: Honfleur - nostalgie.

sábado, 16 de noviembre de 2019

Días de transición (1)


Carl André, Magnesium Copper Plain, 1969 - 1970


+ Un vídeo sobre Las Torres Blancas. Ya es tarde, casi media noche, llego al vídeo por casualidad. Me gusta, en principio, su montaje, la factura de la imagen, los encuadres. Lo que realmente me llama la atención y me agrada es la persona de Carlos Hurtado, el arquitecto, el primer habitante de las Torres Blancas. C.H. conduce a un grupo de estudiantes de arquitectura por el edificio, por sus entresijos. La precisión de los comentarios son reflejo de otra época, un mundo que se desvanece y al que yo, de alguna manera, todavía pertenezco. Una manera de estar, la búsqueda de un consenso, la educación y el buen gusto. Al mismo tiempo, estudio la casa en sus elementos más humildes: la grifería, las manijas de las puertas, las ventanas, azulejos y baldosines, celosías. Son elementos que he visto repetidos en otras casas y que van desapareciendo, que pertenecen al decorado de mi infancia. Pero el edificio está ahí, en su contundencia, su trasnochada ciencia ficción, con todas las posibilidades cinematográficas o pictóricas, una parte emblemática de la ciudad. Los emblemas nunca son espontáneos. El edificio tuvo desde un principio voluntad singular, por parte del arquitecto, pero también por parte del constructor, ya que éste último buscaba significarse. Sáenz de Oiza y Huarte. Estaba proyectada una segunda torre que nunca llegó a construirse, por lo tanto su nombre no tiene demasiado sentido, ya que es una única torre. Hoy su aspecto tiene un algo de vestigio postindustrial, de nave varada, de fábrica de la que ya nadie recuerda su función.

+ [2D]. Comencé a ver vídeos sobre el trabajo diario de arquitectos (dibujo, planos, elección de materiales, maquetas, pero, sobre todo, su discurso) y tuve que apagar el reproductor. Como decía aquella mujer sabia: «nos interesa el arte, pero no los artistas». Hace tiempo que he tomado esa senda, en la línea de R. Barthes: la muerte del autor. El arquitecto no me interesa, la arquitectura sí, pero en otro sentido diferente al esperado, al propio interés del arquitecto. ¿Decorado, trampantojo, proyección? Escenario, composición de posibilidades. Sobre todo escenario, la posibilidad de devolver el volumen a su inicio: las dos dimensiones del papel, el trazo del lápiz, o a la pantalla (dos dimensiones también). La fotografía, finalmente, es lo que engrandece la arquitectura.


+ ¿He perdido mi existencia, disuelta en mi divagar diario, mientras la lesión me postra? Una vez más, observo en la distancia.

+ Mi lesión de codo evoluciona bien, pero todavía no puedo realizar todos los movimientos que corresponden a la articulación, con la consiguiente incomodidad y limitación. La distancia que establece la lesión tiene un algo de enseñanza. Es sabido que perder una facultad es comenzar a apreciarla. Lo veo claramente ahora que he recuperado la capacidad para escribir mediante el teclado del ordenador. Y ahora sé que hay una corriente entre mi cerebro, mis manos y la pantalla. Es ahí donde coagula el texto, donde se darán las correcciones y la posterior finalización, el último párrafo, tal vez. Observar el proceso desde el automatismo perdido otorga una perspectiva privilegiada. ¿Me conozco mejor o he descubierto partes ignotas? En este sentido, el tiempo me ha colocado en lo que cada vez en más mi lugar, una depuración, un decantado fluir de razones y deserciones, de abandonos y solidaridad, se replantean las preguntas y ya son otras. La lesión me ha servido a manera de cartografía para rehacer el itinerario, ¿para llegar al mismo punto? Es algo que está por determinar.

+ Concretamente, hay una suma de factores que afectan a lo diario de una manera no deseada, pero el conflicto es algo esencialmente humano: digitalización, el precariado, nacionalismos, el e-comercio, la subida de los alquileres o las viviendas turísticas (tan relacionado lo uno con lo otro), el parque temático como razón de vida y explicación vital. El día termina.

+ Me encuentro con un conocido, es médico. Me habla de sus hijos, estudios y trabajo, me habla de los problemas que hay en su profesión. Lo escucho atentamente. Nada sé de la medicina. Son campos ajenos y lejanos, donde la ficción construye más que la realidad. Para mí la medicina es un índice en Mme. Bovary, por ejemplo, que aunque útil en algunos sentidos, no opera como guía. Sin embargo, si me ciño a las lecturas de Foucault todo cambia. He tratado de trasladar lo que me decía a la arquitectura donde se da lo expuesto, los conflictos. No puedo menos que relacionarlo con los espacios y las relaciones personales. Esta forma de aplicar plantillas sobre la realidad da sus frutos y, con mayor frecuencia, la aplico en situaciones diversas y no excepcionales. ¿He aprendido a pensar?, me pregunto ante la música que desgrana la emisora de música clásica.

+ Hoy es día de votación. Iré a votar sin convencimiento.

+ Ya tenemos resultados electorales. El resultado no me gusta y he votado desde la desilusión, lo que restringe la posibilidad de la esperanza [mejor así, pues la esperanza no es una virtud, sino un problema que termina por manifestarse en el futuro]. Ayer a la noche E. y yo estuvimos hablando, ambos llegamos a un punto común, que la historia es una sucesión de crisis [como casi siempre, no es una la única explicación posible, pero sí  resulta ilustrativa en este momento, válida para tratar de explicar como fluye lo diario que nos supera]. Hemos de esperar con el convencimiento que los pronósticos nunca se corresponden con la consecución de los hechos. Aquí lo dejo, en suspenso, ya que mi opinión carece de elementos para el juicio para formarse adecuadamente, a la espera de la evolución de los pactos y sus consecuencias. Los pronósticos tienen, como toda predicción, al error. Pero la desilusión es el tono.

+ Trato de seguir con  mis tareas, pero me cuesta. He perdido la concentración, el impulso, mi actitud. Hay un trabajo diario de recuperación, de aceptar la nueva situación. Me veo en el espejo, por la mañana. Me estudio y trato de encontrar esa chispa vital. Pero no me detengo y rechazo la postración. Cada día es un batalla, pero no me rindo.

+ Imagen: en el MNCARS disparo sobre una obra para crear otra obra (?). La fotografía transforma las 3D (la obra y el espacio expositivo) en 2D (la extensión de la pantalla del ordenador: aséptica); se trata de ejemplificar (?). De un punto a otro punto, sin interrupción. [Carl André, Magnesium Copper Plain, 1969 - 1970].

sábado, 9 de noviembre de 2019

Recuento

Madrid-2019-Riu-Plaza

+ Los delineantes son parte del pasado, tal como se conocieron hasta finales del siglo XX. Por lo tanto, sus dibujos se convierten hoy en materia propicia para una arqueología, pero también adquieren un aliento artístico. Dibujos que todavía conservan el aire del presente, las construcciones que se sirvieron de esta herramienta pertenecen a la actualidad; sin embargo el dibujo en sí mismo, cuando se contempla, se ha transformado en un objeto muy antiguo, hasta el punto que, en ocasiones, reclama ser resaltado, y ello se obtiene mediante el enmarcado. Como siempre, es el tiempo el que otorga el aura que modifica objetos de uso cotidiano para pasar a ser objetos extraordinarios. He tenido la oportunidad de , estudiar tal vez, colecciones de planos de carreteras que arrancan en la mitad del siglo XIX y llegan hasta el final del siglo XX. Apuntes, notas, copias de amoníaco, cuentas sobre el papel de calco, plantillas, láminas de tramas para destacar la característica de un terreno y una larga lista de documentación gráfica que permitió tanto la construcción como la gestión de las vías. Hoy son documentos que posibilitan en su virtualidad la reconstrucción del pasado, de una de las múltiples caras del pasado. Hoy son, ante todo, archivo. Pero, volviendo a los delineantes y su desaparición en el torbellino digital, el pasado no regresa salvo en la historia o en la ficción, narraciones que encuentran ese punto en común que resulta ser el lector. Una realidad absoluta, sin discusión. Los delineantes han perdido su sentido y con ellos han desaparecido sus enseres: plumillas, tiralíneas, compases, el cartabón y la escuadra, lápices y gomas (…), puedo ver este utillaje y lo entiendo como parte de la citada arqueología, un melancólico catálogo de abandonos. Hoy es domingo, he regresado de Madrid y la semana se inicia con lluvia, una lluvia intensa y constante, algo propio de la estación, algo propio de estas tierras.

+ [Días de Madrid]. Días de largos paseos, café y dulces. Llovió poco y hacía una temperatura agradable. Los parques exhibían los colores del otoño, las gradaciones del verde hacia al amarillo. Cielos plomizos y oscuras tabernas donde comer frutos secos o aceitunas muy grandes, rellenas de cebolla. Hablamos mucho K. y yo. Sobre el pasado, el pasado como marca indeleble que nos lleva a constatar la fugacidad de nuestras vidas, lo vano de toda empresa humana y la necesidad de creencia, ya cuajen en la misa diaria como en la ecología. ¿Quién decía que “el ser humano no es trascendente pero precisa creer en la trascendencia”? Este tema se ha repetido mucho en los últimos tiempos y es algo propio de la edad que hemos alcanzado, la conversación política que hemos mantenido se enzarza en esta verdad: el tiempo todo lo borra. El momento parece muy difícil, pero si ve en la longitud, en el nicho que terminará por ocupar como narración, no es nada, una espuma más. Eso hablamos mientras veíamos desde la altura del Edificio España los límites de Madrid, su topografía y perfil.

+ La última semana se iniciaba con una referencia al aeropuerto de Barajas. Hoy domingo ya he regresado. El aeropuerto queda atrás. El sábado me levanté a las siete y media, K. y yo desayunamos juntos, cogí el metro y realicé las operaciones necesarias para cruzar los controles. Compré una botella de agua y una revista (L’Expresso). Leí un poco, pero, finalmente, me fijé en las personas, hombres y mujeres, en sus cuerpos, en sus gestos y en su manera de caminar o de pararse. La variedad en el atuendo me fascina y a todo ello le aplico una visión pictórica, como posibles sujetos de imposible lienzos, ya que nunca serán ejecutados. En este sentido me reconozco en David Hockney y su pintura. Un ejercicio de estilo, sin duda.

+ Me desperté de un sueño no demasiado extraño pero sí pleno de desasosiego: aparcaba el coche y no conseguía recuperarlo, caminaba y me encontraba con personas que me daban inútiles indicaciones, mi coche ya no era negro, sino blanco. Poco más. Había una explicación. La tarde anterior traté de sacar dinero de un cajero, pero llegado el último momento, cuando apareció la excesiva comisión, decidí anular la operación. Llegamos a casa y en la tablet pude comprobar que me habían cargado en la cuenta tanto el importe como la comisión. Me enfadé y durante un rato permanecí enfadado. Llamé a mi banco y me dijeron que lo más probable es que me hicieran un reintegro. No me quedé muy convencido. Se lo dije a K. Poco a poco, ante el televisor, comenzamos a hablar de otras cosas y me entró el sueño, estaba rendido, habían sido muchas horas caminando, entre conversaciones y apreciaciones sobre el pasado o la sociología espontánea del momento. Antes de dormir me dije que no importaba, debía dormir y los problemas los solucionaría al día siguiente; con todo dejé a mano el teléfono de la compañía de cajeros automáticos y una anotación con el número de operación que aparecía en la consulta en la aplicación del banco. Dormí entre sueños espesos y lo único que recuerdo era la desaparición de mi coche. En esa niebla encendí mi tablet y comprobé que se había realizado el reintegro. Algo se cerraba y su nudo era el sueño, donde aparecían personas que nada solucionaban, retales de historias que no deseaba oír, un coche que no era mi coche, ya que era blanco y el mío es negro. Los sueños, más que premonitorio resultan ser depuraciones, bien de los miedos, bien de las ansias o esperanzas, bien de las variadas preocupaciones. Cerré la tablet y Madrid se desplegaba ante nosotros, K. y yo.

+ [Lesión]. El lunes, mientras realizaba una tarea rutinaria en mi trabajo, tropecé y me caí. A consecuencia de ello, tengo el brazo izquierdo inutilizado. No puedo escribir en el ordenador, por el momento. He descubierto el dictado: hablo y el ordenador escribe, transcribe. Al tiempo, tengo la pantalla encendida y hago que surjan entrevistas con escritores, paisajes y reportajes sobre recónditos lugares del planeta. Luego llegan los noticiarios, las tertulias políticas o los programas de entretenimiento, en su amplitud narrativa. Debería estar en el trabajo, pero aquí estoy: varado. La lectura me redime y me da un punto de apoyo. En un primer momento la melancolía me asaltó, pero me he sobrepuesto y la tarea es invertir el estado: las ventajas están ahí. Acabo de terminar dos libros y mañana espero regresar a la investigación. [Hoy miércoles, veo un avance].

+ Ha regresado la mecanografía, como un don. Todo un regalo. Cuánto se valora lo que uno acaba de perder. Escribo, ya, con las dos manos y esto tiene algo de divino. Me regocijo. Tecleo y olvido el dictado, pero no es un olvido definitivo sino un, espero, largo paréntesis. Prefiero la conexión en silencio con el ordenador que el dictado, porque toda escritura está perlada de manías. Tan necesarias las manías, tanta definición acumulan. Me contemplo en ellas y no me reconozco, se ha roto el automatismo. El día llega a su fin.

+ Imagen: La ventana que recorta Madrid, la Gran Vía desde el Edificio España. Un testimonio.

sábado, 2 de noviembre de 2019

El muestrario donde elegir


Madrid-Complutense


+ Madrid - Barajas. La crónica queda en suspenso. Preparación de un equipaje [libros]: deberé permanecer en el aeropuerto de Vigo unas horas, para ello llevaré conmigo Las palabras y las cosas [espero darle un impulso definitivo a esta lectura sistemática, tan importante es para mí, por el contenido pero también por una cuestión interior, como la primera ve que leí el libro y en el se manifestó algo que yo había presentido, la confirmación ahora se hace materia].

+ Recuerdo: una de las terrazas de la Modern Tate Gallery, asomados C. y yo a la geometría de Londres. Permanece esa traza, la calle que se pierde en un horizonte de casas bajas y los árboles diseminados, en el fondo un horizonte gris y vibrante, también recuerdo el marco que formaban algunos edificios de acero y cristal. Una poética del recuerdo que se lastra en la falta de autoría en lo arquitectónico y urbano. El anonimato.

+ Trabajo con dos listas: escritores y temas. La primera tiene pocas entradas, la segunda se extiende sin solución de continuidad. Ambas tratan de establecer motivos para  asentir o disentir, para guardar silencio, para dar algo más que una respuesta escueta. Mapas conceptuales para determinar mi posición. Recuerdo una conversación sobre escritores y razones para le lectura, la conversación derivó hacia un cuestionario sobre gustos, filias y fobias. Apenas respondí con claridad porque creí que era lo oportuno, pero, sin embargo, quedé pensando durante días sobre la realidad de lo que me gusta y me disgusta, lo que me interesa y lo que me resulta indiferente. De esa reflexión nacieron las dos listas, sobre las que trabajo espaciadamente. Las reviso, las cuestiono, las amplio o las reduzco. Son asuntos como el turismo de masas, la precariedad laboral o el nacionalismo, por poner tres ejemplos de la segunda lista (la más extensa). Los escritores están muy medidos.

+ En la biblioteca cojo Los avispones de Peter Handke. También Cosmos, de Onfray.

+ He cogido Los avispones porque es un libro que leí hace veinte años. Quiero saber en qué he cambiado, y eso es algo que me aportará el libro. Estoy seguro. El libro permanece, pero el lector muta, un libro sin lectura no existe. En ello estoy, como un planteamiento, un desafío al que fui. A veces no me acuerdo, me digo y ahí está el ajado libro, sus tapas color crema y en el lomo unas letras de un verde apagado que resulta extrañamente elegantes. Es un libro que ha perdido sus guardas y ahora es otra cosa, como un diseño no previsto, que lo adorna el ordenancista tejuelo. Es el tiempo sobre el libro. Y el libro es el mismo, el mismo de hace veinte años, el mismo que cogí en la misma biblioteca. Pero ya no es el mismo, porque yo no soy el mismo, el lector no es el mismo.

+ En los últimos días me ha comenzado a interesar Michel Onfay y no tengo una idea clara sobre él. Su biografía me resulta próxima. Un sentido de obligación que nace del trabajo manual y se aleja de las aulas, de la lectura, de la meditación sobre la propia escritura. Hoy, al salir de la biblioteca, me tomé un café carísimo y muy bueno, pedí un agua y el agua era agua mineral. Lo disfruté y no me pareció mal pagar un cierto sobre precio. Esto tiene su importancia, pues mientras leí el prólogo de Cosmos me tomé con deleite el café y el agua, con una temperatura adecuada y una precisa salinidad, leve y graciosa. La conjunción del café y el prólogo resultó extrañamente agradable: la tarde del miércoles, la sensación de irrealidad en los rostros que veía a mi paso, las nubes bajas y el perfil de las iglesias y de las ruinas. En el prólogo M.O. habla de la muerte de su padre, de un viaje que hacen al Polo Norte y de una anécdota de cómo los perros de los inuit fueron masacrados por los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial para impedir que pudiesen regresar de la dispersión forzada a los que los sometieron, con el objeto de que no los molestasen en las acciones militares que en el Polo Norte desarrollaban. Leí el prólogo con interés y sentí una proximidad presentida. Pensé en Caen, pensé en los días en Normandía, pensé en cuando nuestro coche alquilado nos transportaba por aquellas hermosas carreteras secundarias. Ay, todo resulta redundante. En el café, unos clientes permanecían en silencio y otros hablaban, pero en contra da la costumbre, lo hacían en voz baja. Terminé el prólogo, pagué y me fui. La vibración permanecía y pensaba en la muerte de los seres queridos, como cada muerte es un peldaño más, un peldaño que se asciende en un conocimiento profundo e inesperado. De algún lugar ascendió el zumbido de la muerte de mi madre. La ciudad perdió todos los colores y los rostros se desvanecieron. Fantasmas que transitan a tu lado, me dije, soy tan misántropo [¿es totalmente cierto?]. Entonces me encontré con mi antigua compañera de trabajo. Yo caminaba y la vi, ella me vio y se acercó. Hablamos. Estaba contenta. Me dijo que su salud había mejorado mucho y así lo certifiqué: una alegría sincera emanaba de sus manos y de sus ojos, su voz tenía el tono adecuado y había desaparecido una crispación cristalizada, una crispación característica de otros momentos. Nos despedimos y me pregunté por qué me interesaba Michel Onfray. No tengo respuesta por el momento, prefiero que lentamente cuaje o se disipe. Entré en la tienda de empeños y me interesé en unos pedales de efectos para guitarra, estudié un amplificador Yamaha y leí los lomos de algunas novelas románticas de portadas color pastel y letras doradas. Es miércoles. Caía la noche. Pensé en Normandía, en C. y en su trabajo, pensé en E. y sus estudios, pensé en la oposición de L., en mis hermanos, en el equilibrio y en el vértigo. Es miércoles. Volvía casa con los dos libros y no había más que decir. Mi padre estaba allí con la televisión encendida. Hablamos un rato y yo sabía que esto era irrepetible, todo es susceptible de ser atesorado, salvo el tiempo, el tiránico tiempo.

+ «El estilo blanco y neutro de una época blanca y neutra», dice Michel Onfray en una entrevista televisiva sobre las novelas de Michel Houellebecq. Continuo con la lectura de La carte et le territoire.

+ Sí. No llevaré el libro de M.O., pero esto, lo sé, es definitivo, me alejo del texto, de su planteamiento. Esperaba más de lo que encuentro. [7:25 de la mañana, pronto iré al trabajo y la entrada en otro compartimento estanco me libera de presión, pero la presión regresará a la tarde: ¿es esa mi droga?, tan amplio es el muestrario donde elegir].

+ Pienso en las piedras que voy acumulando en la bandeja del coche, la que está junto al cambio de marchas. Pompeya, Berlín-Sachsenhausen, Omaha Beach. Piedras que traje de las largas caminatas con mi padre en las montañas de su infancia: la sierra de la Cabrera, Peña Trevinca, el Teleno al fondo. Todas esas piedras conforman una imagen poética que ayuda a conciliar el sueño, a invocar otros mundos, la conjura de la maldad. Me quedaré pronto dormido. El sueño se declara circular.

+ ¿Un título? Diario de un decapitado.

+ Imagen: disparé recientemente esta foto. Es un itinerario que se repite desde hace cinco años. Conozco el edificio, la vegetación, sé de la cuesta que desciendo y luego subo. La repetición de un trama urbana, la ciudad, sus límites. Volveré a disparar otra foto, por constatar una suerte de sistema, una hipótesis sobre mi obsesiones y despistes. Ahí queda.