sábado, 27 de enero de 2018
Objet trouvé
+ [Objet trouvé: la ciudad es un amplio territorio donde resulta propicio encontrar objetos que, sin dificultad a una mirada deseosa, transforman lo cotidiano en arte, aunque sea en un ámbito recóndito, secreto, imposible. La cámara de fotos resulta de gran ayuda, pues mejor que arrancar de su habitat a la pieza resulta más conveniente fosilizarla en el disparo digital. Las colecciono en carpetas insustituibles, las veo, las selecciono y alguna vez rescato alguna que otra para ilustrar estas mis entradas semanales. Creo suponer que hoy hablo de ello, desde los límites, desde los márgenes].
+ Recuerdo cómo en Londres veíamos pasar a personas embebidas o hipnotizadas por la ciudad. Familias, enamorados, amigos. Adolescentes, ancianos o niños. Todos ellos hacían brillar un fuego especial en sus ojos y en sus gestos. Las palabras no alcanzan a recoger aquella mística, tampoco las fotografías. Quizá sólo era una ilusión, el reflejo de nuestra propia imagen. Se proyecta una película y vemos cosas que nadie ve porque la película carece de destinatario, cada espectador traza una conexión con su interior. Londres proponía, pero la lectura de la ciudad era particularmente propia, sin generalidades ni espacios compartidos. Toda paradoja ilustra una realidad compleja que sólo se puede ver descrita en esas oposiciones. La paradoja es algo que le gusta al periodismo: el elefante enano o la pulga gigantesca. Londres tenía jardines paradójicos y mayestáticas ironías [la ironía siempre conlleva soberbia]. Londres se reflejaba en el río y ya era noche, luces y senderos, paseantes, ciclistas y los últimos autobuses: rojos como el color de la ciudad. Veíamos pasar a los dependientes, a los oficinistas, el humo azulado de los taxis tan negros. El metro, la aglomeración, las líneas que conducen a las estaciones que, a su vez, conducen a los lejanos suburbios. Creo que la palabra es commuter, el que viaja diariamente al trabajo, pero el viaje parece ser otra cosa que dirigirse al trabajo. Ese es el contraste: el trabajador y el turista. ¿Somos viajeros o somos turista? No planteábamos la pregunta y seguíamos observando el quieto éxtasis de los que llegaban por primera vez y podían comprobar que no se habían equivocado: toda aquella totalidad era Londres y ellos estaban allí, sin saber muy bien si era tal ciudad o un escenario. Y ¿ellos?, ¿actores o espectadores? Oh, el turismo como espectáculo. No soy Baudelaire, pero lo imito, con irónico pasear lo imito.
+ Mientras el espectáculo se extiende ante nosotros, sabemos que Londres es implacable y su color es el rojo. El color rojo se equipara a la sangre, ahí está su centralidad.
+ Las nubes de estorninos nos conmueven. Más allá de la intención creemos recibir un mensaje y nos equivocamos. Los estorninos evolucionan al unísono y representan para nosotros el ballet y el trazo, la insinuación y el engaño, un engaño sin intención. Sus motivos son muy distintos a lo que nosotros queremos ver, pero están ahí: cada uno entenderá lo que quiera, pero la figura, la forma de esa nube orgánica y versátil gana desde la distancia del observador. Todo está abierto y vuelvo a ver el vídeo que grabamos aquella tarde, y la tarde regresa como un soneto malamente recordado, y regresamos a por el tomo donde duerme y lo volvemos a leer. ¿La lectura, el recuerdo, el olvido?
+ Regresan mis sueños urbanos. No intentaré indagar en la mancia que se dedica a indagar el significado de los sueños, prefiero que permanezcan cerrados y sólo se pueda ver su cáscara. Sueño, con cierto ritmo, cadencia y regularidad, con ciudades. Estos sueños son meramente contemplativos: puentes, túneles, paisajes, jardines, paisanaje (…) Tienen nombre: Bilbao, Barcelona, Madrid (…) pero no se corresponden con la realidad tangible de las verdaderas urbes. ¿O sí?
+ Aquel día que yo llevaba un antología de poemas de Vicente Aleixandre y un hombre me paró. Tenía un elegante aspecto descuidado, entre deportivo y cazador recién llegado del campo: ganadero o agricultor tras la jornada de camino al hogar, con el pelo revuelto pero bien cortado, con ropa vieja pero muy limpia, de su mano iba una niña, tras él un niño. Me pidió perdón y me dijo que había reconocido ese libro. Me preguntó si me gustaba el poeta, sonreí y le dije que sí. Me dijo que él había estado en Velintonia, que él era muy joven, quizá un niño, pero le había llegado tan a su interior los versos de V. A. que, después de averiguar la dirección del domicilio del poeta, se armó de valor y se plantó allí. Me dijo que lo recibió con calidez, que le regaló un libro y se despidió de él con una amabilidad proverbial. Pasado el tiempo yo acudí a la calle donde está el chalet. Me pareció descuidado y me pregunté ¿por qué no lo compra el Estado y establece un museo? Seguimos el camino y Madrid era una dirección razonable, el escenario perfecto para disparar una fotografías y tomar cerveza al calor de la conversación: sobre el poeta, sobre nosotros, sobre el paso del tiempo. El paso del tiempo siempre es el tema, finalmente: la temporalidad es nuestra esencia insobornable. Hoy veo que se ha publicado le poesía completa de Vicente Aleixandre. Yo tengo la anterior edición. La recupero y la dejo con los otros libros para retomarla al regreso del trabajo. Sin haber abierto el grueso toma, Vicente Aleixandre me acompañará durante la jornada. La iluminación es un trabajo, una constancia, una disciplina muy exigente.
+ Imagen: abstracción, Aveiro, Costa Nova.
