sábado, 20 de enero de 2018

Un permanente interpretar en sentido contrario


Serralves 2017


+ Acudimos al centro de salud. Son casi las doce de la noche. Bajamos del coche de mi hermano: un prodigio de la técnica: silencio, pantallas y una agradable temperatura que no proviene del motor sino de una sutil climatización. En el vestíbulo le expongo a médico la problemática de mi padre, asiente y nos dice que esperemos en una sala contigua. Metal mate, cristal opaco, suelos blancos y pulidos. El cristal me devuelve mi imagen enmarcada en un halo de futurista irrealidad: mis gafas, el plumas, la bufanda deshilachada (que termino por desanudar y dejar que se muestre la vieja camisa vaquera: esa yuxtaposición de estilos). Nos llaman y entramos en la no menos futurista consulta. No puedo dejar de recordar consultorios que visitaba en mi infancia, ambulatorios donde los catedralicios muebles escalaban las paredes hasta los techos de yeso y pálido estuco. Es otro mundo y me resisto a entrar en una automática percepción, me gusta ver lo que separa aquello de esto. Sí, es el futuro. Los coches, los edificios, las carreteras, el atuendo de las personas. Ese todo que nos indica que el paso del tiempo en imparable, que la historia es un fluir constante. Me fijo en los ojos del médico y son de una azul metálico que intimida, supongo que ser muy moreno también influye. Ay, los condicionantes. Mi padre se desnuda y veo que tiene unas motas color escarlata en el pecho, yo también las tengo, tienen un aspecto metálico como si se tratase de una pluma estilográfica muy cara, un color logrado e inhabitual. Lo metálico es la constante, se une el cristal y el blanco puro culmina la triada. No puedo dejar de leer el edificio, los atuendos y el aparataje que se disemina por la mesa: iluminadores, bolígrafos de gel, pantallas, teléfonos fijos y portátiles (…). Llega una doctora y da el visto bueno. Mi padre se viste, la doctora receta los medicamentos y da unos escuetos consejos. Abandonamos el centro de salud y vamos a buscar las medicinas. Aparcamos y por la portezuela de acero inox me atiende una chica muy joven. Veo el interior de la farmacia y como ella evoluciona en su interior. Con maestría, sus gestos se inclinan hacia el ballet dormido en las ciudades insomnes. Me despido y ella se despide amablemente, a pesar de la fría barrera de acero y cristal. Ya en casa me digo: este el futuro y así lo veo porque he envejecido. Agradezco el punto de vista, la ruptura con lo dado, con la percepción indolente. Es nuestra ciencia ficción.

+ Si vivimos tanto es por una razón tecnológica que va desde la calefacción hasta los alimentos, sin olvidar la medicina y sus ramificaciones.

+ «… Davant la mort, / les coses que es coneixen esdevenen / símbols de les que són desconegudes.» (Ante la muerte, / las cosas conocidas se convierten en símbolos / de aquello que nos es desconocido) Arquitecturas de la memoria Joan Margarit.

+ Indirectamente localizo unos marquesinas que fueron diseñadas por el arquitecto Félix Candela. F.C. nació en España, pero desarrolló su carrera en Méjico. Las veo y las estudio en la fotografía que me han enviado; junto a la fotografía hay un croquis a mano alzada donde se refleja su cimentación y las dimensiones de la cubierta: el croquis es ágil y tiene un estilo elegante: tinta verde y trazo fino y seguro. La marquesina se compone de dos paraguas cuadrados invertidos, se sostienen los paraguas por unas columnas ligeras y esbeltas, la pintura blanca que recubre el hormigón está destrozada y asoman elementos de la estructura. Tiene su belleza, una belleza quebrada por la publicidad que ha recubierto su parte superior. Pero la marquesina del pasado y el neón del presente consiguen formar una totalidad que me roba veinte minutos, pues no puedo dejar de estudiar las fotos: un estudio que no tiene ningún fin, salvo la constatación de cómo se superponen capas para crear un espesor, el espesor que dificulta la lectura o propone otra lectura. Elegimos y parece que esa visión es ya estática, pero no. Otro día desmontarán la publicidad y montarán otra, habrá variado, el paisaje será otro y la posible fotografía invitará a una otra reflexión. Capas y capas superpuestas que carecen de deseo, pero que invitan al deseo, a la erótica de las edades superadas, las edades por llegar.

+ Sábado por la mañana sin mucho que hacer, sin ganas de hacer nada. Entro en la tienda de segunda mano y me dirijo, como siempre, a la sección de libros usados. Estantes tapizados de un multicolor revoltijo, con su belleza producto del azar, sin orden, salvo por el tamaño: también es una manera de ordenar, me digo sin dudar. Hay una fila marrón que indica que la encuadernación es de piel, o algo muy similar. Se ve ya por el lomo que son libros con sus años, un diseño anterior a los años sesenta. Un diseño que desapareció hace tiempo como nunca más se volvieron a construir casas con techos altos, habitaciones estrechas y mal ventiladas, grandes recibidores con pesados muebles de castaño o nogal. En este orden de cosas. Tomo uno de los libros, que en su lomo ya no se lee lo que en dorado estuvo escrito allí un día. Es una colección de los años cincuenta de Plaza y Janés. Compruebo en internet (esa infinita librería e infinita biblioteca, tan borgiana ella) que los libros son de 1956 y 1957, que el precio que tienen en la tienda de segunda mano es muy bajo. En la tienda 2,00 €, en la web ninguno por menos  de 15,00 €. Cuántas reflexiones se abren ante este escaparate de libros y precios. Sin embargo, me llama poderosamente la atención, al abrir uno de los tomos, que yo no conozco a ninguno de los autores, salvo a Heinrich Böll, pero tampoco conozco ninguno de los títulos que allí se incluyen. Qué vanitas, qué memento mori. Nunca sabemos de dónde nos llegará la lección que ilumina nuestro literario y escrutador camino. Nunca llegaremos a saber ni una mínima parte del asunto, salvo esa certeza de la imposibilidad de atrapar su nuclear verdad. Importa el camino, me repito mientras salgo a la fría lluvia de la calle.

+ Primera hora de la mañana del domingo, quizá las seis y media. Hago café y pongo la radio. En la radio suena el Bob Dylan de su etapa católica. No me desagrada su voz ni su su guitarra, pero al mismo tiempo me doy cuenta de que es algo viejísimo, no antiguo, sino viejísimo. Pienso en la gente que ahora mismo tiene veinte o veinticinco años y en un imposible ejercicio de ruptura con lo automático de mi percepción trato de ponerme en esa edad, en su momento tan siglo xxi. No, no les gusta. Y lo entiendo. Las guitarras eléctricas van camino de ser un instrumento histórico y aquello que fue extremadamente rompedor hoy es arqueología en la mañana de domingo. Ay, pero estas electrónicas del momento también se verán revestidas de esos ropajes del tiempo, del polvoriento viento de la historia, del craquelado en los barnices. Todo se asimila, todo es tradición, el poso se sedimenta y arroja el marco textual, la configuración de las visiones, se suma, pero la suma se realiza desde la desaparición, desde la muerte. Apago la radio, termino el café y regreso a la lectura: ese mi ámbito.


+ Imagen: en el Serralves, diciembre 2017; algo se aparta, algo nos une. En poco tiempo vuelvo a fotografiar una silla, ¿las series se construyen ellas solas o participamos de una manera no consciente? [La silla es un diseño de Alvaro SIza].