sábado, 6 de enero de 2018

Tierra, humo, polvo, sombra, nada


Esther Ferrer Madrid 2017


+ Llegan libros desde el pasado, desde un tiempo en que allí fueron síntoma de vanguardia: sus portadas, su formato, la tipografía o las tintas atrevidas. Hoy son arqueología, guías que me sirven a mí para recomponer un tiempo no tan lejano, pero sí imposible. Mediante su forma se me devuelve la factura del tiempo aquél. Los años setenta del siglo xx. Esa transición entre los vuelos antiguos y el despertar de una nación: la España que se descubre a sí misma en Europa, que parece invitarla a esa celebración del progreso. Porque de eso se trata: un optimismo que hoy no brilla, que hoy se agazapa. Todo ha pasado y los protagonistas no están, se han difuminado como todo se difumina. Con feliz idea suena en la radio algo de Falla y en ello reconozco una suerte de modernidad en los años veinte del siglo veinte, el azul de las aceradas carrocerías de los automóviles del momento frente a la creación sólida de Falla. El sombrero de tres picos, su inicio. En el sonido está el sentido y para alcanzar ese sentido que un texto tiene precisa su lectura en voz alta, no sé a dónde me lleva la afirmación, pero siento que estoy en la dirección adecuada. Mientras en la calle la gente se desplaza hacia el centro, hace frío y la Navidad siempre es la misma. No hay variaciones. Castañuelas, timbales, vientos de metal. Esa corriente que establecen las maderas, sinuosa en su entreverarse con las cuerdas. Son las señales que la historia nos muestra, los paisajes, las gentes, una novela no escrita, un poema no cantado todavía. Palpita toda nuestra esperanza allí y se eleva la melodía y sabemos que el libro que descansa entre nuestras manos ofrece toda una lección de vida: sobre la corriente del tiempo triunfa la voluntad que el trabajo bien hecho establece. Somos lo que se desvanece.

+ «… y las untuosas aceras de espejo…» Juan Ramón Jiménez en Madrid posible e imposible «2. Tormenta de agosto (tranvía sin corriente)».

+ Hay imágenes que en su hacerse carnalidad representan con tanta presencia una ciudad que nada a su verdad es equiparable. Lo veo en la cita anterior. Cómo siento ese Madrid, cómo se desgasta el olvido, qué sea materia tangible. El salto que se establece entre las palabras aporta más que cualquier otra razón, tal vez sólo superado por el poder inequívoco de los perfumes y sus evocaciones insinuadoras: sinestesias. Exactitud en estos últimos días del año, que su merma es nuestra merma. Veo Madrid si cierro los ojos y hay algo se ha hecho mío con el paso de los años, en la distancia, en una onírica transición de parques, fachadas, calles y avenidas, los árboles desnudos, las salas vacías en los museos, las aulas grandes y desiertas, la luz del invierno en los patios de los ministerios. Ese mundo que yo he supuesto y esa suposición que le ha dado entidad, entidad que habrá de morir conmigo: así tantas y tantas cosas.

+ La lectura sigue y me encuentro en JRJ el sustantivo “mogollón”. Cuántas veces oído, cuántas veces pronunciado. Un nexo de uso y mención atraviesa mi estancia, mi estancia de lectura y silencio: ha cesado la música de Falla.

+ Hago que suene la Suite Española de Albéniz, interpretada por Alicia de Larrocha. Esas cosas que tiene internet y tanto nos satisfacen.

+ «… en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.» Así termina el famoso soneto de Góngora. Recuerdo una lectura del poema: la tarde declina, decae cierta furia o impulso, el aula recolecta el aroma de los cuerpos, su cansancio y su victoria, la profesora lee dos veces el poema y comienza a hablar del paso del tiempo y de cómo la forma recoge una idea recurrente, cómo la forma eleva el tópico que invita a aprovechar el tiempo, pues la luz de la juventud se apaga, la vejez asoma y, tras ella, la muerte. Colligo virgo rosas, es el tópico que nos remite a Ausonio. El tópico tantas veces repetido, tantas veces llevado a la vida mediante una forma que reclama un alma. Leo el poema en la tarde del último día del año, tras una siesta de sueño profundísimo, con el sabor del café que aleta en mi boca. Recompongo una idea de la poesía de Góngora y establezco los beneficios que la dificultad de la lectura aporta. Uno se enfrenta al soneto ya con una edad, pero hay un misterio que no se resiste a ser atrapado: las figuras, la disposición, esos paralelismo tan vívidos y necesarios, la traducción del pensamiento a belleza, la belleza como medida de la dispersión: se desvanece, la belleza se desvanece. Ayer regresábamos a casa y no podía menos que admirar ese cutis marmóreo de los adolescentes: levemente pálido, destellos rosáceos, granados sus labios, la sedosa opacidad de los pómulos bajo las sombras de la noche. Oh, cómo la ebriedad del tiempo ha de arrasar este reino. Mientras, las noches se hacen eternas.

+ Las autopistas y los esmaltados campos que la orlan se visten de futuro por mediación de la música que pongo. Pero me canso y regreso al Fado. Mariza, la cantante portuguesa anega la cápsula que el coche es. No me gustan los colchones de violines, pero estos desaparecen y sólo queda la guitarra portuguesa y su voz. La tristeza es un estado del alma, pero, también, es una pose estética de la que participo. No más allá del clima y del paisaje, pero bien imbuida de ellos. Parece que todo lo comprendo y todo lo he vivido ya y no es así, pero el sostenido encanto de la cantante de mozambiqueña me hace creer en unas experiencias que no tengo. El coche, esa cápsula, se desliza en su velocidad y yo lo manejo, eso creo, el viento en el exterior agita los árboles, llueve y la música es la única verdad posible en esta hora de la tarde, tan lánguida la tarde.

+ Imagen: una imagen borrosa de un monitor en una exposición de Esther Ferrer. Me interesa esa dilución de la imagen, ese progresivo desprendimiento. La observo y la incluyo.