sábado, 31 de diciembre de 2016

Bordes de encuentro




+ Alguien habla en la televisión sobre los incendios, los incendios que yo presencié este verano pasado. Recuerdo gente llorando, el humo, los coches de las brigadas y sus potentes luces que se internaban en la penumbra de la noche. Yo iba de un lugar a otro en cumplimiento de mis obligaciones y el penetrante olor de los pinos calcinados era un anuncio del infierno. Ahora, aquí, sentado frente al ordenador mientras el televisor ofrece una deshilachada crónica, escucho y trato  de no discutir con el aparato: ese objeto de pantalla plana y brillantes colores, con su trasera negra y misteriosa, tan misteriosa como cuando el televisor está apagado y ese negro profundo refleja nuestro salón, nuestros rostros pasmados ante su incerteza. Bien. Habla el político y esgrime tristes gráficos, cifras y palabras cargadas de razón. Yo recuerdo la impotencia y el miedo. El fuego tiene vida y ahora duerme. Despertará cuando llegue el verano y las explicaciones serán las mismas, es un oficio el de político de datos y junturas, gestos y estadísticas, mentiras y verdades, medias verdades. Vuelvo a aquella reflexión del periodista portugués: lo que se cuenta en los periódicos tiene muchas veces muy poco que ver con la vida y más con lo que en la redacciones se cuenta, con los intereses personales: filias, fobias y servidumbres. Continua la entrevista y yo busco fotos de incendios forestales: no puedo dejar de escuchar el sonido del fuego, el crujir de los troncos, el resplandor de las llamas. La televisión continua con su letanía. ¿La enseñanza dónde está, el agrado dónde está? ¿Enseñar deleitando?

+ [Sobre adolescentes]. Es una costumbre antigua. Cada vez que estamos en Londres no de dejo de hacer acopio de periódicos, revistas, folletos (...), luego: sólo me traigo el del día de la partida [o ni siquiera eso]. No hay ningún propósito en ello, ningún afán investigador, es algo netamente aleatorio. Así, hoy, víspera de Noche Buena, me entretengo mientras espero con un especial de The Guardian sobre aquéllos que en 2016 cumplieron 16 años. ¿Qué me aporta? Bien, en primer lugar siempre renuncié a dar consejos a los que tienen una edad inferior a la mía porque detesto profundamente que me los den a mí. Creo que las relaciones deben ser de igual a igual, y no es correcto hablar a los niños como si fuesen tontos o a los adolescente como a desnortados inconscientes. Dicho lo dicho, me llama la atención un artículo de Tim Dowling que afirma en sus consejos para educar a adolescente que la primera regla es recordar el adolescente que fuimos, y desde ese punto de múltiples sensaciones encauzar la comprensión que requieren. Y, así, en segundo lugar, recuerdo el adolescente que fui, sus inquietudes, sus fracasos y sus victorias. Ahora soy indulgente con él y sé que a él le gustaría tener tratos conmigo y a mí con él. Me parece un triunfo, una conquista que ha llevado más de cincuenta años lograr, pero ahí está.

+ [¿Qué tal fueron tus años de adolescencia?] Parece una buena pregunta, pero no lo es. Y no lo es porque el resultado puede ser aterrador.  Sí, quizá nos dé pistas sobre la persona interrogada. No importa, pero no parece una buena pregunta: a esta hora de la tarde. ¿Disfrutaste? Sí, mucho o muchísimo. Al mismo tiempo hay una estadística que afirma que nunca antes se encontraron tan mal las personas jóvenes: depresión, baja autoestima, auto agresiones, ansiedad, estrés (…), a reglón seguido la periodista [Caelainn Barr] afirma que tampoco nunca antes las personas estaban dispuestas o en condiciones de contar lo que les pasaba. Es un buen punto de partida. Frente a la ansiedad o el estrés, compartir lo propiamente nuestro se convierte en el principio de toda cura. La cura, restablecer la calma, enfrentarse a lo dado y a lo que se espera de nosotros. ¿Defraudarás al adolescentes que fuiste? Estas vidas problemáticas reflejan nuestro momento en un sentido que no admite discusión. Y, en fin, si antes no se narraban los estados de ánimo no quiere decir que no existiese una dolorosa incomodidad, sino que permanecía oculta. No se puede admitir esa perversa imposición de enfermedades y carencias, ya que se trata de otra cosa bien distinta, que no tiene que ver con ninguna terapia new age, que no tiene que ver con la farmacopea. La cura está en esa reconciliación con el adolescente que fuimos, pienso ahora, en este preciso momento en que la Navidad está su punto álgido y pronto comenzará decaer.

+ [Will Self]. Me da la impresión que el libro encargado del autor [entre corchetes] me va a gustar. Hay una consonancia que parte del rostro y llega a la gestualidad. Este es el caso, I think so.

+ Suena Debussy y todo está bien en este día, un fagot y un bajo continuo, música programática y una serie de sonidos que llegan de las otras viviendas: lavadoras, lloros de niños, un desacompasado piano. El reloj marca los segundos con indolencia. Regreso a la lectura y todo está bien, [repito para mí, una vez más].

+ «Making Christmas cards with the mentally ill», recogido de una conocida canción de los Smiths que tiene una lectura clara si se conocen las claves, pero si no es así, la cosa se complica. ¿Se trata del dinero, la fama y los tantos por ciento? Sí, la música independiente también trata del dinero y esto en los Smiths es una constante, en Morrissey en mayor medida. La canción termina con un certero: «Oh, give us your money!». Sin embargo, lo dejaremos en ese hacer felicitaciones de Navidad bajo el estupor de una enfermedad mental, ya que la imagen, la imagen es realmente buena y apropiada.


+ Imagen: hay un extraño placer en encontrar por casualidad los minúsculos detalles que revelan el núcleo sentimental de una ciudad. El vino, el amor, la cenefa antigua que se conserva entre escombros. ¿Somos nosotros o es la ciudad? No pronunciaré el nombre de la ciudad, pero sí recordaré el camino hacia el parque, los niños, los coches plateados y los coches negros, el filtro ambarino de la mañana, la calidez de una mano amada, la textura de las hojas secas recién caídas. La ciudad, ahora mismo, duerme, y yo soy quien la vela.


sábado, 24 de diciembre de 2016

Delectare et prodesse




+ El tópico horaciano de enseñar mediante el agrado titula esta entrada; el tópico funciona como un emblema, en el día de hoy: domingo. Enseñar deleitando, ha sido la traducción más habitual. 

+ Yo soy receptor y muy pocas veces emisor. Queda así.

+ La contemplación de una imagen del Doncel de Sigüenza trae consigo la idea de la lectura perpetua. Una constante, una dirección, un deseo alcanzado. Insisto en la lectura porque en ella encuentro un sentido, una razón que me lleva a comprender y a dudar. La enseñanza tiene que conllevar placer, decía Horacio y en esto estamos. Abro otro libro más y aparece un soneto de Boscán y el primer cuarteto que me da una orientación:

            El tiempo en toda cosa puede tanto,
            que aun la fama por él inmortal muere;
            no hay fuerza tal que el tiempo, si la hiere,
            no le ponga señal de algún quebranto.

+ Pero se desvanece su pulsión para dar paso a otro estadio. Se sucede la presencia del tiempo y sus engastes y derrotas por una implícita alegría de vivir que se puede ver en la manera de jugar de la gata sobre los tejados, su guerra contra los pájaros. Es una asesina y es dulce con su barriga suave, blanda y cálida, en las últimas horas del día, cuando el sueño hace de ella una blanca espuma en la oscuridad de la leñera. Duerme y sueña su paraíso de pájaros recién cazados, de árboles a los que ascender, de tejados y mármoles desgastados por el roce de las oraciones. Boscán atraviesa el tiempo y llega entre los maullidos y el ronroneo, son llamados paralelos y se unen en este tiempo.

+ Tarde de lectura y recurro a Pascal cuando dice que «toda desgracia de los hombres proviene de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación.» La cita está tomada de un libro: El arte de la vida de Zigmunt Bauman. Me paro, escucho el discurrir de un piano, veo mis libros, pienso en lo que he escrito hace un momento y me da la impresión de que todo está bien. Hay algo de renuncia y otro poco de apropiación. Los dos extremos se unen en una dirección: la tranquilidad de ánimo, sin buscar la felicidad, el estatismo de la lectura se contrapone a placeres evaporados. Ayer vimos la cocaína volar por los bares, el humo del tabaco malo, los colores del whisky. La decoración de la noche se resume en la música electrónica y el verbo saltarín de las musas de las drogas elegantes y tan perniciosas para el corazón. Deseo, labios rojos, medias negras de seda. Su ropa interior, la precisión de un abrazo, la dejadez mortal del sexo, esa constatación de la finitud. Me detengo, otra vez, y dejo que la música del piano sea lo único posible a las siete y cuarto de la tarde de este martes tan próximo a la Navidad.

+ [En busca de las llaves que abran (...)]. Z. Bauman que postula como una de las claves de la modernidad la tensión entre libertad y seguridad, ambas codiciadas por las clases medias y es aquí donde el sociólogo cifra ese miedo que da fuerzas y dispara intenciones, pero también resulta paralizante. Reconozco esta tensión y la puedo representar con bastante precisión en comentarios y apreciaciones escuchadas con frecuencia. Hoy por hoy, todos nos consideramos clase media, lo que ha ido en detrimento de la clase trabajadora, que se ha licuado para terminar por dejar de existir, para no tener ya integrantes porque han desertado (al menos en su conciencia de clase, no en sus salarios, que dan una medida ajustada de pertenencia real a una casilla u otra). Pienso en los últimos días en Londres y en ese ejercito de camareros, personal de hotel, limpiadores, barrenderos, jardineros, carteros (…), y con ellos me identifico, a ellos me remito. Mientras, la tensión se agudiza con el atentado de Berlin: ¿seguridad o libertad? La clase media establece los miedos, siempre hay algo que perder, por contra las clases populares están más cercanas a la tierra, las clases altas son indiferentes porque los vaivenes nunca les afectan, al contrario: en la cuenta de resultados les benefician. En eso estamos: llaves que  abran puertas, pero ¿quién es el portero? Z. en este caso, sin duda.

+ [Al margen - Lo navideño y la Navidad]. Lo que, para mí, marca la diferencia entre un Belén y otro es que exista una palpable disparidad de escalas. Para mí, sin duda, algo fundamental. Esos cerditos que son más grandes que las casas que se sitúan sobre una montaña de corcho, el río de papel de aluminio donde nadan unos patos imposibles, la minúscula lavandera, el gigantesco pastor, una palmera junto a otra tres veces más grande. Y así. Hay un punto de unión infantil que conviene no olvidar. Hay una agradable enseñanza en ello que nos une a la sabiduría espontánea, gamberra y fértil de los niños. Una otra enseñanza, sin duda.


+ Imagen: el contrate entre la moto y el elefante [con la trompa hacia abajo, signo de no buena suerte] contiene una enseñanza que admite lecturas y sentidos diversos: convergentes y divergentes. Pero el momento del disparo pertenece a otra realidad: la agradable y extraña y cálida noche londinense en diciembre, las palabras y los gestos del momento, entrecordas músicas orientales. Ay, por un momento pensé que estábamos en la India, pero no, lo que nos anclaba al espacio-tiempo es lo que ahora nos transporta a Londres. La foto certifica esa posibilidad.


sábado, 17 de diciembre de 2016

I would prefer do not








+ El título que encabeza esta entrada corresponde a El escribiente Bartlerby, de Melville. Preferiría no hacerlo, dice cada vez que se le encomienda un trabajo y allí permanece, en una esquina del despacho.

+ [Distinciones que no conducen a ningún lugar, o tal vez sí]. Leo con paciencia un breve libro. El avión es un cofre de ruidos especiales, de sonidos amortiguados, rumores que se desvelan con el grito de los niños, los avisos y esa caterva de ventas, sorteos y promociones que ofrece la compañía de bajo coste. Finalmente, en el libro, encuentro un contraste que me interesa: lo arquitectónico de la sociedad disciplinaria se opone al dopaje en la sociedad de la responsabilidad. Hay algo sobre lo que he reflexionado con frecuencia: ¿somos responsables de nuestra biografía? Mejor planteado: ¿qué parte de nuestro éxito o fracaso se debe a nuestra voluntad, a nuestro trabajo y talento? ¿qué es debido a la posición de partida, bien por nacimiento, bien por suerte o casualidad? Se impone la tendencia neoliberal que intenta obviar tantos y tantos detalles minúsculos pero significativos en una biografía. Un golpe de azar violento, brusco, brutal nos puede arrojar a una mendicidad sin contemplaciones, pero la sociedad se constituye en un espacio en el que sólo cabe el optimismo y nombrar la desgracia no es oportuno: la muerte, la vejez, la pobreza. Al tiempo, una vez en casa, me dedico a investigar superficialmente sobre la vivienda en Londres, cómo los states se van demoliendo para dar paso a viviendas inalcanzables para el trabajador del común, el que no supera las veinte mil libras anuales, ¿quién se puede permitir un piso de cuatrocientas mil libras? Desde luego que para los antiguos habitantes de las viviendas sociales esta cantidad resulta imposible. No para ricos de otros países, que compran la vivienda como inversión, lo que se traduce en que en una gran mayoría permanecen vacías. Esta contradicción incide en el punto que inicia este párrafo: la coacción no viene ya desde la disciplina (como explicaba Foucault) sino desde la responsabilidad personal: si no te puedes permitir esta vivienda es por tu culpa, no puedes responsabilizar a nadie ni a nada de tu incapacidad. Ahora veo las fotos que disparé sobre la torre de la ampliación de la Tate Modern y son una confirmación. Según el tiempo pasa, Londres es menos Londres y su silueta responde más a una megalópolis de los Emiratos Árabes. Sé que este problema es emblemático, en él se encierra una explicación del momento en el que vivimos, hacia dónde tiende la historia: ese caballo descabezado que corre sin freno (claro, no tiene boca porque no tiene cabeza: dónde colocar el freno), que sin un plan avanza mediante el crecimiento ilimitado. Hacia el infinito, hacia el absurdo, hacia la nausea. Es la hora del turbocapitalismo, Londres: su mansión.

+ No creo que la sociedad disciplinaria esté clausurada. F. todavía es válido.

+ Los pisos de cuatrocientas mil libras no son los más caros. Hemos visto precios que consiguieron que nos doliesen los ojos. Un piso de un dormitorio, cuarenta y cinco metros cuadrados, en Kensington, un millón doscientas mil libras; tres dormitorios, cuatro millones de libras. Observé a los vendedores tras el cristal, observé sus mesas y el panel con las operaciones futuras y las cerradas, el mapa zonal. Fotografías de nuestro tiempo. Recordé cómo los tulipanes se convirtieron en materia de especulación y un bulbo valía lo que un barco con su cargamento. Luego caminamos y compramos unos insípidos y carísimos sandwiches, una botellita de agua y una banana. Nos sentamos en un parque y a nuestro lado estaban aquellos que vendían y alquilaban (v. gr.: 16.500 el alquiler semanal); allí estaban con su cansancio y la necesidad de encontrar el dopping adecuado para ser productivos, para merecer ese premio, para no precipitarse en el hoyo. Londres, a esa hora, era un lugar triste, a pesar de las luces, de la navidad y de todo optimismo generado con determinación.

+ Copio un poema de Karmelo C. Iribarren: «Madrid, metro, noche»

Gente
exhausta,
con la vista
clavada
en el suelo,

preguntándose
por la vida,
la de verdad...

porque no puede ser
que sea
solo eso...

+ El poema que he copiado recoge una impresión que flota cada vez que regreso de una ciudad muy grande. En realidad, aunque con cierta constancia, sólo voy a Londres o a Madrid. Bien, también a Oporto, pero no tiene Oporto estas dimensiones inhumanas, laberínticas y nerviosas. Trenes, metros, tráfico insomne. El ritmo del desplazamiento y los sombríos rostros que se debaten entre el sueño, el cansancio y la obligación. La obligación de estar vivos, la obligación de respirar, la obligación de reproducirse. Estos días en Londres asistimos a atascos y aglomeraciones, que contrastaban con lujuriosas representaciones navideñas: luces y ángeles más próximos a un anuncio de la muerte que a una invasión de felicidad. Rostros comprimidos que escrutan su teléfono para jugar con frutas electrónicas que se deslizan irónicas por la pantalla, mensajes en blanco y verde, fotos de los hijos, de la amada o los padres ya muertos. El teléfono es hogar y es ludopatía, el teléfono es el otro yo del que hablaba aquel poeta muy prematuro, menos francés que universal, tan francés, tan poco intercambiable como único. El poema de K.C.I. habla en su sencillez y exactitud de algo que percibo como el extraño que soy a las aglomeraciones urbanas, como provinciano perplejo y curioso. El infierno recubre la conurbación y pienso ¿quién ha erigido todo esto, dónde está esa masa humana innombrable que elevó los rascacielos, trazó las calles, delimitó los trayectos del metro? ¿fueron los arquitectos, los ingenieros, los albañiles, fue el obrero o fue la pluma que escrib los nombres y las cifras en una nómina de pagos,  fueron los que les dieron de comer, los que fabricaron los muebles, los que cuidaron y educaron a los niños? ¿quién nos amó en el silencio invisible del pasado con tal intensidad que nos entrega este teatro móvil, eléctrico y peligroso? Hay un enfrentamiento con el ser anónimo que hoy nombraremos: Leviatán, el que nunca duerme, el que siempre vigila. Regresaremos a Londres y todo estará como lo dejamos, a pesar de ser ya otra la ciudad.

+ He estado dos veces en París y sé que desconozco todo sobre la ciudad. La prueba está en que no he percibido, todavía, esa aspereza cruel de lo cotidiano, y, al tiempo, tampoco la grandeza de los que luchan desde el anonimato, los que constituyen la verdadera y auténtica sangre de las ciudades.

+ He comenzado la lectura de un libro de divulgación sobre las redes. Lo escribe un matemático y un periodista, Caldarelli y Cantanzaro. Italianos los dos. Este breve libro se titula: Redes: una breve introducción. Me parece interesante pensar en redes para describir lo cotidiano, en los límites o en las posibilidades que ofrecen. Leo: «los fenómenos políticos que tienen lugar en un país no son tanto el producto de una identidad nacional previa, como del modelo específico de la relaciones sociales dentro de ese país». Lo que nos lleva a situar el debate no tanto en identidades como en los intereses y las luchas por el poder. El poder es la capacidad de hacer e imponer, y, también, de negar o permitir el hacer de los otros. El poder articula la política por lo que la política es la lucha por el poder, en cualquier caso hay una simetría necesaria entre poder y política. Desde luego, todo resulta más complejo, pero la perplejidad ante las situaciones que nos parecen injustas necesita un buen punto de partida, un ángulo, un promontorio: la visión en red de las relaciones sociales me aporta un enfoque para la situación de la vivienda en Londres que estimo adecuado. Pienso en los paralelismos y coincidencias con lo que sucede en mi entorno: precarización del trabajo, el trabajador pobre, la imposibilidad de adquirir o alquilar una vivienda, elevados precios que llevan a situaciones que rozan lo indigno, el deseo inducido por la publicidad y el marketing, el cansancio, la desgana, la melancolía (…) No son anécdotas, es una tendencia que se impone. No tanto en cuanto identidad, sino como vida y relaciones. ¿La identidad se ha diluido? ¿Las redes describen este desvanecimiento? ¿Todo pasa por dibujar grafos que nos permitan entender el problema más allá del individuo? Cierro el ordenador y me dispongo a limpiar el baño y la cocina.

+ Las tareas del hogar son un ámbito propicio para la reflexión, en eso se parecen a salir a correr. Queda algo en suspenso que permite el alejamiento de lo libresco.


+ Imagen(es): tres fotos del último viaje a Londres, tres momentos, dos ideas que se mueven temporalmente entre el presente y el futuro, los tintes del pasado se anclan al autobús desenfocado que surca el Westminster Bridge

sábado, 10 de diciembre de 2016

Lo normal




+ Repaso manuales de escritura y encuentro en todos ellos una nota común: se reclama como principio básico la claridad. La claridad en la exposición, en la frase y en el concepto. Dejo la idea y me centro en el aspecto formal de uno de estos libros: la cubierta sin ilustración, un hermoso rojo, una tipografía muy sencilla, la paginación, el gramaje de sus hojas. Me detengo en este placer que deviene de la contemplación del libro como objeto, en el olvido de que hay un texto que es el que le da sentido y verdad a su existencia. El libro, el manual se titula : How to Write About Contemporary Art, de Gilda Williams. Y eso me lleva a recordar una instalación donde todos sus elementos eran libros con las páginas en blanco o con líneas que representaban un texto que no era posible leer. Así, abiertos como pájaros a punto de emprender el vuelo. ¿Un significado para el significante? El lugar del libro en la vida de las personas atrae para sí una explicación, como si la biblioteca personal no dejase de ser declarativa, una suma de intenciones, una autobiografía no escrita, pero, al tiempo, palpitante tras los títulos. La claridad no es cortesía, es obligación.

+ ¿Es la claridad lo normal? ¿La norma que cada uno establece a diario, siempre presente, siempre cambiante? Hoy la claridad, mañana las tinieblas, entre ellas: el interregno del yo, esa ficción.

+ La tarde del domingo es clara y hace un calor que no se corresponde con el mes de diciembre. El coche se desliza por una carretera que corre paralela a la ría, cruzamos el puente y aparcamos (no sin dificultad). Las calles están llenas de gente y los comercios vacíos. La Navidad es una edad para la infancia, nosotros ya hemos descreído y el reflejo en la cara de los niños permanece como la única verdad que se puede atrapar. En la librería hace un calor desagradable, los dependientes montan estanterías con libros que son objetos para regalar: grandes formatos, portadas azucaradas, títulos solemnes en tipografías elegantes y pesadas. No soy capaz de concentrarme en lo que busco y no sé qué busco, me digo. C. y yo coincidimos en una percepción: hay un proceso hacia lo cutre que anuncia el final del establecimiento. La cutrificación es una de las características de la crisis, vaya: es decir: de nuestra época. Esos libros que no son para leer sino para colocar encima de una mesa, el ruido, el calor, la apertura del negocio en domingo, el cansancio en los rostros de los dependientes y encargados. Una suma que carece de límite y tiende al cansancio, a la abulia, al aburrimiento mineral de las tardes de domingo. No importa.  La librería se agota, como el enfermo postrado sobre esos males de los que no le informan los médicos. Nosotros no somos los médicos, simplemente, y al calor de unas cervezas, dejamos flotar nuestras certezas en lo dorado, en la espuma amarga y deliciosa.

+ Admitir lo normal es someterse a su imposición. Se debe uno rebelar contra esta losa moralizante. «No lo esperaba; tenía otro concepto de ti; pensé que eras de otra manera; no es lo que tú me habías dicho». Yo no había dicho nada, nada prometí, pero en su rostro había chispas de norma y sanciones en consononacia. La normalidad. No acepto reglas  que no me pertenecen: tan permanentes, tan variables, tan contradictorias. Son límites que se fortalecen en lo diario, pero que se podrían descomponer, transformarse, crecer o menguar. Un poco de rabia que se atenua con la carrera.

+ Se aproxima nuestro avión a Londres. Otro año. Hay tres libros en el equipaje. Una historia de los Austrias, Poemas del Conde de Villamediana y La sociedad del cansancio de Byung-Chul Han. Ninguno de ellos tiene demasiadas páginas y son el perfil de un deseo del que desconfío. Siempre los libros que se atesoran para el viaje se aproximan al arpa de la que hablaba Bécquer en su poema El arpa olvidada. Así: «silenciosa y cubierta de polvo». ¿Será el arpa el emblema del viaje? ¿El arpa o el arpista displicente y ocioso? Trataré de leer, me lo propondré cada mañana londinense; allí en Kensington, mientras el underground agoniza.


+ La seducción de la modernidad, el contraste de lo últranovedoso con lo viejo, con lo antiguo, con nuestra idea del presente. Constantemente estamos sumergidos en un escenario cambiante. Hoy toca disfrutar de estas maniobras de extrañamiento en esta ciudad tan amada como desconocida. 

+ Londres sin lluvia es menos Londres.

+ Imagen: un sendero en Bath. El misterio romántico ilumina nuestro interior: una luz mortecina y ámbar, delicada como las patitas del gato que atormenta al ratoncito, que mata al pajarito para luego engullir sus entrañas. Un equilibrio entre la ternura y la crueldad, que flota en nuestro amor y en el viaje. Un propósito para el nuevo año: el viaje como eliminación del yo, y este sendero en Bath trata de comprimir esa posibilidad.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Posesiones




+ El retrato del rey equivale a su presencia, el retrato de la amada a su posesión. Leo esto en un artículo sobre pintura y poesía en el Siglo de Oro. No puedo dejar de pensar en ello y en esa implicación que tiene con las culturas orientales donde se estima que disparar una foto sobre uno es lo mismo que robar su alma. Así, veo los retratos que tengo enmarcados: cantantes, músicos, poetas o filósofos. Creo que más que posesiones o presencias, se trata de dioses tutelares, ‘dioses lares’, que pretendo yo que guíen en el inicio del día y me acojan en el final de éste. El retrato como el emblema contienen un propósito, por lo que es mejor dejarlo en suspenso y que cada vez que lo observas se cargue y se actualice su cifrado mensaje. Los veo y trato de mantener la mente en blanco y que sólo sean ‘dioses tutelares’, nada más: significante con significado variable y aleatorio.

+ Llegó Takashima Hisa.

+ Otro día más y me entrego a contemplar la bandera de Venecia, como si eso fuese posible. Llueve y el ritmo de la lluvia es el que marca la elaboración de un soneto que no llega a nada, salvo la traza de las rimas, salvo eso, que no es menos que nada, pero tampoco más.

+ Vemos a los artistas en sus horas de ocio y tratamos de distinguirlos de otros personajes que a diario nos cruzamos. Hemos visto que sólo pequeños detalles los distinguen: unas gafas verdes, un anillo con un ojo de cristal engastado o, tal vez, una corbata con siluetas de Andy Warhol. O no. Ni siquiera eso. No quiero pensar en que su trabajo es la elaboración de obras que son valor, que son tan nítidas como las cifras en un cheque bancario. Porque ellos beben el vino honrado de las tabernas, y hablan de su trabajo con veneración, porque creen que todavía persisten liturgias y comuniones, cuando ya todos hemos descreído de todo. Ellos están ahí: en la penumbra, recostados, un poco gordos, endiosados y sabedores de su condición mortal, con sus hijos, con sus hipotecas, con su mensualidad de electricidad y agua corriente. Les salva el empleo docente, que cada 31 les da esa extraña independencia, que los larva, que los inclina contra la acedía. Son brillantes semidioses, pero su tiempo ya no es éste y esto se debe a que han perdido el hambre de ser, la facultad de verse en el espejo y desafiarse. Ahora abandonamos la taberna y el frío de la calle es la única realidad tangible; su visión ha sido un sueño, un sueño deshilachado.

+ ¿Y el crítico de arte que dormita en los rincones de su propio olvido? Ay, qué triste es la incapacidad, la imposibilidad cuando con una pizca de talento hubiera sido suficiente. Ahora la vida es pedalear con una bicicleta de chica a las orillas del río, pararse y ver cómo la corriente desciende despreocupada. Creo que la solución es que se entregue a la carrera, correr le salvaría de la melancolía. Pero no. El ama la melancolía, refugio de su falta de talento.

+ Nos gusta el arte, pero no nos gustan los artistas. Hace tiempo que oí esta sentencia a una persona brillante en lo suyo: la confección de historias del arte, que así suena como algo entre el ganchillo y la terapia ocupacional. Y no va desencaminada la etiqueta. El arte es una cosa, sus ejecutores otra. Lo he visto unas cuantas veces y en ello me reafirmo. Prefiero no no conocer al poeta y que los versos queden limpios de contaminaciones y máculas que la persona y sus aledaños pueden  empañar: esos versos que hemos encontrado sublimes no resisten el contacto con el que los ha compuesto. A veces me pregunto: ¿soy asocial?

+ Qué sutil resulta la diferencia entre tener y no tener talento, pero cuánto tiempo le lleva al que carece de él hacerse cargo. Cuánto dolor reflejado en su creativo rostro, entre el Greco y la dispersión de un abstracto americano de reciente factura. Suena Heitor Villa-Lobos y todo da igual. Exactamente igual. Ya no llueve y es momento para salir a correr.


+ Imagen: de un archivo [electrónico] rescato una foto que se disparó contra la televisión. Hay algo aleatorio y [anti]artístico que me interesa especialmente. No hay intención, y se distribuye un haz de significados sobre un único que significante que se expande más allá de lo que yo puedo ver, lo que yo puedo entender. Cuenta la hora, el encuadre y la motivación de lo actual que comienza a estar caduco. ¿Una posesión? Lejanía y espera.