sábado, 2 de julio de 2016
The very back row
+ Sábado por la mañana, quizá son las ocho menos veinte. Escucho a los Who, veo el tomo de la biografía de Pete Townsend en un estante, me preparo para ir a cortar el pelo, como se dice en una canción de los Who: cut my hair. Mientras escribo pienso en cómo hay razones que nos llevan a una cierta poesía y, al tiempo, otras nos alejan de esa misma poesía. Hay una oscilación: unos días sí, otros no, el resto: en el centro, sin substancia. Me refiero a Luis Alberto de Cuenca. No sé por qué tomé el Cuaderno de vacaciones, lo comencé a leer y no pude estar en mayor desacuerdo. ¿La vejez? Como casi siempre, el significado de las palabras es variable e inaprensible en la entomológica encuadernación del diccionario. El que ayer era viejo hoy todavía es joven, algo que funciona simétricamente. Vivir como si nunca uno fuese a morir, y, antes de dormir, pensar en que el sueño es una imagen fiel de la muerte, me decía alguien al pie de una montaña que debíamos coronar. ¿Lo entendía? El tiempo cargó de significado la afirmación. Resucitar a la mañana siguiente y emprender el día con ilusión, con la alegría fortuita y sin más cimiento que el tiempo y su disciplina, comprender esta disciplina otorga el control sobre sus efectos, aunque no elimine las devastaciones. De Luis Alberto me gustan su elegancia, lo cercano del Madrid que traza: paisaje, figuras y circunstancia, la fuerza del amor y la grandeza de la sensualidad, esa defensa de la filología, cuándo ya no es que se obvie sino que se odia (?) por inútil. También, cómo no, el grado cero de la frivolidad. La poesía se desvanece para resucitar en la voz que se agita y se rebela contra esa sentencia: sólo el dinero nos alienta. Estos equilibrios y balances construyen la biblioteca imaginaria, inmaterial y móvil, la biblioteca que nos acompaña en la soledad en las salas de los aeropuertos, en el trayecto al trabajo, en el ascensor o en la escalera mecáncia. Los acuerdos y los desacuerdos. La proximidad y la lejanía. Volveré a la playa, volveré a llevar sus poemas a la playa, un lugar excelente para leer a Luis Alberto de Cuenca, aunque, qué gran verdad, haya cosas que no me gustan, pero qué poesía sería sin se pudiese hablar con ella, disentir, enemistarse y lograr una reconcialición, pero, finalmente, a quién le interesan los tibios.
+ Al fin y al cabo, la vejez y la intensa presencia de la muerte responde a un espíritu barroco, tan español, con tanta constancia presente en todos los ámbitos vitales. Una poesía certera nos lo transmite. Como sucede con el romanticismo, cabe la posibilidad de no limitar lo barroco al ámbito de una época histórica. Puede rebasar este dominio y lanzarse a uno mucho más amplio, que traspasa los límites de lo artístico y se mezcla con lo ordinario, con la vida cotidiana, más allá de su siglo, más allá de las bibliotecas. Veo esta razón en los poemas de Luis Alberto de Cuenca que he antes nombré y, así, retomo una cita que nos entrega, que procede de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso: “Ahora que he sentido los primeros manotazos del súbito orangután pardo de mi vejez …” Sobre ella medito, la abandono y regreso a un poema anterior: “Dulce Carmilla”: “Son dos chicas muy jóvenes (aunque una / tenga doscientos años más que la otra). / Se quieren. Se codician. El terror / siempre ha sido una excusa inmejorable / para mostrarnos ciertas situaciones / que la moral tradicional no acepta / más que dentro de la literatura”. El árbol que cae, la sensación de la mano sobre la mano, la espalda, los senos acariciados por otros senos (…) Cómo contraponer la vejez y su orangután al amor entre dos adolescentes, el amor tierno de la mujer vampiro y su amada, Laura. Laura y Carmilla, otra vez. Cómo conjurar el fantasma de la edad. ¿La alegría?
+ “Si no se puede medir, no es ciencia”. ¿Lord Kelvin?
+ Sigo indagando sobre los años noventa. ¿Qué puedo ver ahí? Lo que fui. Con ese mar insondable: los presidentes de gobierno, los asuntos del poder, jueces, fiscales y magnates de la prensa, escritores, peridodistas y traidores, curas, vecinos, muertos, vivos y resucitados, reyes, príncesas y concubinas (...) Cuando leo me llegan imágenes de telediarios y conversaciones sobre aquellos asuntos y otros no nombrados, paralelos. Recortes de prensa que amarillean en un carpeta olvidada. El tiempo todo lo difumina. ¿Es esa borrosa imagen que nos queda el único rédito que se obtiene, cuántas voluntades han sucumbido, cuántas veleidades son humo, ceniza imposible de la soberbia? Y escribo y sé que lo que escribo es el menosprecio de corte y elogio de aldea, aquí en mi cámara: los libros, la música, los dibujos y las notas. Es una humilde imagen o es la única posibilidad. Sin ambición no se avanza, pero la ambición es lo que precipita a los hombres al abismo. Faetón o Ícaro son emblemas de la vanidad: el amor propio desmesurado, la inconsciencia, la ceguera que produce el reflejo en el espejo. El abismo es un dilema que se plantea en el día a día. El abismo dibuja el discurrir de todas las biografías. El abismo. Desprenderse de la coraza que hemos trenzado durante largos años, sin fe, sin esperanza, sin miedo.
+ Vaya, alguno hay que no entiende cómo ha perdido el favor del electorado. ¿Continúa cegado por su reflejo en el espejo o, tal vez, como Narciso, está a punto de caer en el agua, a punto de ahogarse?
+ Imagen: nubes.
