sábado, 16 de julio de 2016
Tardes de julio
+ Leo con atención uno de los artículos del libro de Miguel Esteves Cardoso que compré hace unos meses en Oporto, en un centro comercial que hay junto a Ikea. El artículo se titula «Bom», es decir bueno. Finalmente, se trata de establecer un criterio clasificatorio válido para ordenar obras de creación, periodísticas, políticas (…) En resumen se debe otorgar un punto al autor si es buena persona, un cero si es mala; dos puntos si las intenciones son buenas, cero si son malas; por último, tres puntos si su elaboración es buena y un cero, consecuentemente, si es mala. Tras establecer el criterio analiza los resultados de las posibles combinaciones. He aplicado este sistema a dos o tres circunstancias de las últimas semanas y me ha parecido una herramienta útil. Se juzga al sujeto, sus intenciones y la realización de éstas. No creo que el resultado arroje una guía moral, pero sí otorga una cartografía útil y pretendidamente objetiva, con todo lo que importa este adjetivo. De seis a cero puntos. Ay, los sistemas de clasificación nos ayudan a comprender el mundo al tiempo que le roban el alma. Bendita ignorancia.
+ Cierro el libro que termino de citar y me dispongo a leer una páginas de la autobiografía de Pete Townshend. Por el placer del idioma, esa deriva que tenía Tom Ripley. Eso me lleva a rememorar viajes nunca realizados: en tren, por el centro de Europa, el Norte de Italia, el Sur de Alemania, trenes sin personalidad, con el encanto anticuado de la decoración de los años setenta: moquetas, dorados, luces pálidas y ambarinas. Oír idiomas que comprendemos dentro unos límites pero que no nos resultan totalmente ajenos es uno de los grandes placeres que el dinero no puede comprar. Estas son las posesiones que me interesan: tocar un instrumento, aprender un idioma, nadar, v. gr. El dinero es necesario, pero no lo consigue todo. Planificar viajes es una apuesta sin objetivo; es mejor dejar que fluya lo circunstancial y aleatorio,
+ «Cuando Hernán Cortés llegó a las fronteras del mundo azteca, uno de sus primerísimos pasos fue crear un municipio y hacer que sus hombre lo eligieran alcalde (…) Cuando dos ingleses se encuentran en una frontera salvaje, forman un club; los españoles fundan una ciudad» Felipe Fernández-Armesto en Historia de España, ed. Raymond Carr.
+ Si he recuperado la cita anterior, que será utilizada para otro propósito, se debe a una comida a la que asistí el otro día; una comida en la que durante el café se propuso un juego que consistía en elegir una persona relevante, célebre o famosa con la que ir a cenar. No pude contestar porque por mucho que lo intentaba no conseguía encontrar a nadie que me interesase hasta ese punto, ni nadie famoso ni nadie desconocido. Hoy, como tantas veces y con mucho esfuerzo, fui a correr y no dejé de pensar en ello. Mientras me seguía un perro muy simpático di con la solución: Felipe Fernández-Armesto, sin duda. Iría con él a cenar a un anticuado restaurante de Mayfair, con riguroso traje, con discreta corbata y dispuesto a escuchar y a preguntar. Las fantasías constituyen un buen pasatiempo para las sobremesas, al mismo tiempo, hay fantasías que prolongan su influjo tras los trabajos y los días.
+ Para comprender la verdad última del idioma propio es inexcusable indagar en alguno ajeno, cuanto más alejado mejor. Con ahínco. Esta afirmación oída muchos años atrás a un doctorando en filología hispánica ha marcado muchas de las derivas que en los idiomas he empleado mi tiempo: como si ahí hubiese una respuesta a unas cuestiones por plantear. El contraste semántico es una piedra de toque, me decía; y más detalladamente descriptiva es la respuesta cuando nos circunscribimos al ámbito de la fraseología, como si la intuición de una fraseología comparada pudiese dar el tono de una nación, de sus habitantes, de un espíritu nacional, de un espíritu del tiempo. Todo está muy bien, pero hoy cogemos un avión, nos plantamos en cualquier capital europea y lo que refleja la distinción son los pomos de las puertas, las cerraduras en sí, los carteles indicativos [baño de hombre / baño de mujeres], los enchufes o el envase de la pasta de dientes (...) Nunca se sabe dónde se percibirán las diferencias, pero estos haces súbitos son, ciertamente, inesperados y certeros. Entras en un pub y esperas ser atendido, que alguien te pregunte, te levantas y te diriges a la barra y nadie te pregunta, porque eres tú el que tiene que iniciar la conversación. No lo sabes y te enfadas por haber sido ignorado y la realidad es bien distinta, ya que eres tú quién no ha sabido actuar en este escenario. La gramática en el libro es como el código de circulación en la autoescuela; la vida o la carretera tienen ese algo inabarcable que las hace superiores y merecedoras de todo el interés posible; bueno, la vida, sin duda, contiene la carretera: uno entre sus incontables ecosistemas, pero ese es otro tema.
+ Imagen: algún lugar de Lisboa donde florece la abstracción.
