sábado, 3 de octubre de 2015

La entrada del otoño



+ La niebla toma la ría. Entre los pinos se desliza sinuosa y en silencio. Caminamos por el paseo de tablones, bajo los pinos, una pulverizada lluvia nos humedece la ropa y el pelo y casi no es lluvia, sino una concreción de la niebla. Resulta extraño. Hablamos y nos cruzamos con otras parejas. Allí abajo la playa es una estática metáfora de lo permanente: por encima de la fragilidad de lo humano: la obra caduca. Nada permanece, ni siquiera esa playa que parece dormir a la espera de otro verano. Aquella vieja frase tan manida:  llegará un día en que el sol se apague. Con todo y después de todo, no alcanzamos a ver la isla. Siento no tener la cámara de fotos, y de alguna manera hay una enseñanza en ello, un emblema de tiempo y voluntad. Más tarde habré de oír en la radio que esta niebla se debe a un fenómeno relacionado con el viento del sur y la temperatura del agua y del aire, ese contraste que hace que se eleve la cortina opaca, que todo lo inunda. La belleza que contiene colabora con el momento, es un establecerse la complicidad del paseo y la inercia de los besos y los abrazos: vemos niños, padres, abuelos, coches que avanzan, árboles, bicicletas y jóvenes que se ríen, todo tiene un aire de irrealidad irrecuperable: nada lo puede contener, ni las fotos, ni las descripciones y pienso que su presencia es más musical que plástica, pero esto no se traduce en nada, salvo en la certeza de la fugacidad del momento. Avanza el día y comienza la noche, en su seno un gatito intenta dormir, así se presenta, hoy, el paso del tiempo: un leve maullido.

+ Otra vez de una balda recojo el libro de Nuno Ferreira Portugal de perto. Lo abro y leo unas frases suelta. Llega el sueño sin avisar y el libro me cae de las manos. Pero, antes, pienso en los viajes en coche que he hecho por Portugal, en las carreteras secundarias, en los pueblos y las cafeterías, los cafés, los bares. Es otro mundo, sin duda alguna. Al final, es una reflexión sobre un algo que nos une a un paisaje y a una idea de un país. Es la nostalgia de un tiempo indefinido, de un ámbito donde habita una suerte de magia o enamoramiento. La primera vez que estuve en Portugal me llamó mucho la atención un puente de hierro, creo que era en Viana do Castelo. Volví a pasar por allí muchas veces, eso creo, y una latente colección de imágenes estalla y me trasladaba al final de la infancia. Un valor acumulativo. El libro duerme en un estante, pero lo recupero, una y otra vez, sin prisa por terminarlo, pero es un libro muy breve y en cualquier momento llegará a su final. La relación con Portugal viene de muy lejos, así que he llegado a pensar que es anterior a mi nacimiento, como si existiese la posibilidad de una suerte de reencarnación: sin mucho convencimiento, no está mal concederse ese paréntesis que supone una fingida fe en la reencarnación.

+ Una fría sensación de hastío se instala en las primeras horas del día. Una desazón que se condensa en el lento avanzar de los coches hacia el trabajo, hacia el colegio, la ocupaciones y el olvido de lo fundamental: la muerte. Las luces de los pilotos son rojas, las luces del peaje de la autopista dibujan algo que semeja ciencia ficción: las veo desde la carretera y trazan un perfil elegante. Un brillo absurdo desciende de las farolas, la rutina y una niebla que se disipa. Aparece una luna enorme y teatral, imposible. El escario de todas la mañanas y la música de un Bach renovado. Es el momento del aquí y ahora, que se olvida tan fácilmente y con funestas consecuencias.

+ Alegría: en el modo aleatorio del reproductor de música salta la elegante caligrafía guitarrística de Chuck Berry, su voz y su estilo. Qué certeramente evocador.

+ Se aproximan las lluvias. En el aire se agita una certeza, vibra su anuncio. Decido aprovechar la tarde del viernes, en que luce el sol. Me voy a un parque para leer y escuchar unas grabaciones de María Callas, fragmentos de óperas. Estoy sentado en un banco corrido frente a la puerta de un instituto de enseñanza secundaria. Leo con atención, pero a veces levanto la vista y trato de estudiar a los adolescentes, su energía, su fuerza, la vitalidad indiferente a lo tangible. El libro me ayuda a centrarme en el momento, pues trata de los últimos años, del embate del neoliberalismo, de su asunción y la complejidad de su estructura. Los adolescentes parecen felices y no sé si son ajenos a toda la problemática del momento, es imposible saber qué piensa otra persona. Una mujer se sienta a mí lado, nos miramos y sonreímos, sin saber por qué, al menos yo. Continuo la lectura, con despreocupación. La mujer se levanta y corre hacia un chico, ella es mucho más joven que yo, coge un papel que le ofrece el chico y niega con la cabeza, pero acaricia con amor la cabeza del que es con total seguridad su hijo. Llega un viento con noticias de su amiga la lluvia, como decía la canción de Pete Doherty. El gesto recompone la percepción de la tarde, lo fragmentario cobra sentido o estructura. Cierro el libro y me dirijo a un café pastelería. Pido un café largo y me siento. La lectura es más dificultosa, ya que una pareja, a mi lado, habla en voz alta. Toda su conversación gira en torno a planes y a maneras de organizar el equipaje. Él está nervioso, ella habla muy rápido, No quiero oírles, pero hablan muy alto y sus voces se cuelan con claridad en la música de mi reproductor, mi viejo reproductor. Me detengo un momento y me digo que parecen seguir la moda, pero no lo logran, hay algo que les falta y otro tanto que les falla. Dan la impresión de sentirse especiales, yo sé que no lo soy y eso me reconforta. Cierro, otra vez, el libro, pago y emprendo mi camino hacia mi casa. No sé cómo, pero he conseguido conjuntar la proximidad y certeza de la lluvia.

+ Imagen: lector de periódico en el jardín de un museo. Mañana calurosa y húmeda. Cerveza sin alcohol y tranquilidad, esos momento ajenos a las prisas, las ocupaciones y la responsabilidad/esclavitud del reloj.