+ Deseaba las guitarras como el coleccionista ama sus muebles de fina marquetería, mientras el ebanista no podía sentir otra cosa que desdén por esas pasiones que tales beneficios le reportaban. Sólo son muebles bien construidos. Sólo son guitarras, excelentes, pero guitarras. Sólo son cosas. Yo lo sabía, la caricia del nihilismo. Ahí estaba la foto del roquero con su guitarra de diez mil euros, que no era otra cosa que un fetiche y ya no podía impostar más: los fetiches se disuelto en su propio precio, ya sin valor. Es el guitarrista el que hace a la guitarra y no a la inversa. Pensó en Rafael Riqueni en algún lugar de la provincia de Huelva, que en un chiringuito de playa, en algún mes del invierno, toma la Alhambra del niño que acaba de llegar del colegio y tocó en aquella guitarra de cien euros: no tiene timbre, no tiene misterio, pero se afina bien. El duende se lo dio Riqueni. Pensó en el Niño Miguel y la guitarra rota con solo tres cuerdas (2ª,3ª y4ª). Pensó en la banalidad de las fiestas y de los conciertos, se dijo: como ir a misa. No iré a misa. No volveré.
+ Para pensar eso de que no es la guitarra la que hace al guitarrista, sino al contrario. Resulta válido para cualquier instrumento. Llega la afirmación hasta un adelgazamiento elegante en donde el espíritu o principio rector se impone a cualquier ornamento. Lo veo los coches caros o en las conversaciones baratas [me refiero a la imposición de opiniones sin fundamento, al “conmigo o contra mí”, afirmaciones vanas y sin respaldo, más allá de la altura de la voz o gesto torcido]. Las guías que nos vamos dando han supuesto dolor y sacrificar certezas y solidas ideas heredadas, pero es necesario no engañarse. El instrumento siempre debe estar subordinado a la voluntad del interprete, sea cual se del instrumento, sea quién sea el interprete.
+ Pero, las dificultades que ofrece un instrumento sí configuran al instrumentista, pero se aleja de la vanidad y se recoge en la certeza del esfuerzo y la soledad. El instrumento es una cosa y su fuerza o debilidad proviene del que lo acoge o rechaza.
+ Es el primer endecasílabo de un soneto de Villamediana clasificado en la edición de 1629 como amoroso: “¡Oh cuánto dice en su favor quien calla!” No se trata de un consejo de prudencia, sino que estamos ante uno de los rasgos del neoplatonismo amoroso que el poeta tanto uso en su obra. El silencio ante a la amada y ese no estar a la altura de la dama, ese no merecer su amor, esa queja. No son otra cosa que un tópicos petrarquistas. Sin el contexto no se entiende el sentido primero y no es posible reconstruir la historia de su recepción. Pero, me digo yo, a quién puede interesar tal escondida erudición en medio de este ruido constante donde todas las opiniones tienen el mismo valor que el criterio acendrado, acrisolado en el tiempo y el estudio. Sin embargo, se debe continuar la lucha contra los desánimos y los arbitrios de utilidad y el presente, contra la calderilla de la ignorancia. Por eso, aunque no se corresponde con su primer sentido, tomo aislado el verso y lo hago mío: el silencio como ornamento traspasa esta cualidad y se establece como núcleo del estar.
+ Escucho a Bach, otra vez. La Suites Inglesas. La maestría se desplaza al paisaje que me sugiere. No hay concreción. Un vuelo que atraviesa la atmósfera. El sabor del café. La promesa de un viaje que se aproxima. Los viajes que se hacen cuando ya nadie viaja son un privilegio hasta el punto de alcanzar la abstracta categoría de viaje, en donde caben adjetivos que tienden a ensalzarlo. Me centro en el paso de los días y creo, equivocadamente, reconocer los acordes. Está bien así. Me reconocerían y no me gustaría. La ciudad es inmensa y cada peatón tiene una etiqueta que lo identifica, los conductores también la tienen. Aunque todo desemboca en la muerte, Bach parece transcender esta inaplazable realidad.
+ Imagen: recogida, todavía no ha amanecido.
