sábado, 9 de agosto de 2025

Deshacer la casa de la madre, deshacer la casa del padre

 



+ Mi padre murió hace cinco meses. Su muerte fue rápida e indolora, supongo, como si se hubiese dormido, pero no lo sé y mi suposición se extiende. A veces, pienso que se murió de pena. Una veces dudo, otras tengo plena seguridad. Quizá me equivoque, quizá no. Poco a poco, su recuerdo se cimienta en viajes a las montañas, en aquellos recorridos pegados a los ríos en donde él trabajó en la construcción de las presas, paseos por las estribaciones de la sierra que le vio nacer, un territorio que se ubica en las mitologías de mi infancia: caballos, uces y piedras, grandes y desnudas piedras, retamas y el agua cristalina de las fuentes del campo, perros, ovejas y caballos. Los caballos. Ha pasado ya y una niebla lo recubre todo. Recupero carnets que fueron de él, carnets que fueron de mi madre. Sus fotos con treinta años. Vuelo a ver la letra de mi padre, vuelvo a ver la letra de mi madre. Todo tiende a la oscuridad. Han pasado unos meses desde la muerte de mi padre, casi quince años desde que mi madre murió. No hay nada que entender, me digo con la certeza de la descomposición de la materia orgánica y lo vanas que son las empresas humanas, cuando todo se dirige a la disolución plena en la tierra [por eso somos humanos: porque regresamos al humus]. Todo lo que hay en la casa son objetos, cosas que tienen un valor muy relativo. Yo no creo en los recuerdos tal como los he visto estos días. La forma en que mis hermanos los han valorado mientras yo guardaba silencio. Todo eso irá a cajones que, dentro de unos años, pasaran por el mismo trámite del reparto y el descarte: la basura, el ropero de la caridad, regalos a personas que desean recordar al muerto mediante objetos, la tienda de empeños o el mercadillo dominical. Tantas veces he visto las posesiones de los muertos extendidas sobre el paño del chamarilero. Ay, los objetos, con su vida inorgánica, con su vida que no es vida, con ese depósito de recuerdos que no soportan el paso de una generación. Yo no lo veo así y así lo manifestó aquí, que es una suerte de eco en la soledad de la montaña. Sin embargo, cuentan los momentos vívidos, los momentos que en su día se aparecían ya como gemas de valor incalculable, pero sin posibilidad de cambiarlas por dinero, al contrario que los objetos. Ay, el dinero. Las herencias son un reflejo de los muertos, una síntesis incompleta de sus vidas porque no alcanzan a describir sus trayectorias, son, no hay otra, pobres aproximaciones. Fotos, sellos, monedas, gafas, plumas estilográficas, bolígrafos de publicidad, el vaso donde bebió agua fría durante sus últimos años, por ejemplo y sin extenderse más: el ajuar. Todo se desvanece, finalmente. Yo mantengo ese extraño sueño que fue subir a la montaña y notar la caricia del frío en agosto junto a la Laguna de Peces, no alcanzar la cumbre, por precaución, cenar y dormir en Ponferrada, en donde caminamos como dos secretos escritores sin obra, que dejan su rastro en el viento que se aleja por el horizonte, que perciben que los que están en las terrazas y se preguntan: quiénes son esos dos y, en realidad, no éramos nada, salvo un padre y un hijo. Todo fue hace más de diez o quince años, pero perdura el sueño, su recuerdo, permanece por encima de las fotos, las cartas o las joyas. Queda así.


+ [Libros]: Tantos y tantos libros. Los libros ocupan mucho espacio y su peso no es despreciable. Su traslado es complejo. Alguna vez oí a alguien que no tenía libros porque había aprendido en las mudanzas que no son otra cosa que un estorbo: se iba de una casa y dejaba allí aquella biblioteca provisional o fugaz. No lo entendí y ahora lo entiendo. Son una rémora. Demasiados libros, demasiado peso en cualquier traslado. Yo tengo libros en exceso y sé que esto es un vicio, una compulsión. Me doy la vuelta y contemplo ese extraño muro multicolor, informe y elocuente. Habla demasiado de mí. Lo sé, buscar lo que ahora se llama un perfil bajo es una obligación en este momento de perenne narcisismo. No entra nadie aquí, donde estoy yo, mi ordenador y mis libros, también mis libretas. No pienso mucho. Los libros de mi padre vienen de un mundo que ya desapareció. Los tomos de la editorial Aguilar, novelas que han amarilleado, Espasa-Calpe, libros técnicos que se han visto rebasados por lo digital, pero que todavía están vigentes a pesar de que hoy la topografía es mucho más fácil, accesible y no necesita de aquellos cuidados en la anotación de las razones trigonométricas y las distancias. Su mundo ya no es de este mundo. El mío también se desvanece. Después de sacar los libros de la casa de mis padres intuyo que he aprendido una lección que todavía debo de concretar. Esa niebla me intriga, mientras: me define.


+ De un tiempo a esta parte me he aficionado a escuchar música para piano en el reproductor en línea. Sin orquesta, sin ornamentos, sin acompañamiento. El piano en la soledad del estrado, en el escenario. En su momento vimos a Maria Joao Pires en Madrid, creo haberlo dicho en algún momento. Vimos a Grigori Sokolov en Nápoles, también lo dije aquí. Vimos en Londres a un pianista alemán que no recuerdo su hombre, pero sí tengo un disco suyo, fue en el Wigmore Hall, aquí también lo anonté. Desde hace tiempo y sin haberlo previsto, el piano me acompaña mientras escribo o cuando me paro a pensar. Es una suerte de refugio en donde hay un sentido que trato de establecer, pero que no alcanzo a atisbar. Se ha detenido el día mientras en el reproductor en línea suena Brahms. No es una promesa, sino que el regalo vibra en la habitación. Más allá de palabras y deseos, es una realidad no prevista. La circunstancia. Me lo dejó mi padre en herencia: el amor a la música y a la verdad. No dudo. Sigo ese camino.


+ Pesa más la construcción de una memoria, su elaboración. El valor de los objetos suele ser nulo, otra cosa es su precio. Como casi siempre, es un asunto de elección: entre el barro y el oro. 


+ Muere el día. Me pregunto si realmente es cierto que hay una suerte de cierre literario con polos, por poner dos ejemplos, que serían Carmen Martín Gaite y Paco Umbral, pero, sin embargo, a la lista podríamos añadir otros escritores. Era una forma de narrar, de establecer el mundo y de describir retratos y paisajes mediante un minucioso análisis. Pienso en ello y pienso en la casa de mis padre en donde leí aquellos libros y muchos otros. Elegí a Martín Gaite y a Umbral porque la lectura de sus libros fueron instantes de iluminación, el encuentro con unas prosas certeras y hermosas, plásticas, que me transportaban a tiempos que no viví pero, de alguna manera, conocía y me resultaban muy próximos. Se enlaza con lo que enlaza y se difumina como todo se difumina. Ahora trato de ahuyentar la melancolía, pero la nostalgia se impone [el deseo de volver a la Patria, pero la Patria ya no existe]. Queda una serena tristeza, queda el reflejo que el tiempo obra en nuestro rostro, en nuestro cuerpo y, mientras, nuestros padres son solo ceniza. La ceniza a la que todos tendemos sin conmutación por la pena.


+ [Entrada del 2 de noviembre del 2019, hoy cobra sentido y no estaba errado cuando la escribí: vale] "En los últimos días me ha comenzado a interesar Michel Onfay y no tengo una idea clara sobre él. Su biografía me resulta próxima. Un sentido de obligación que nace del trabajo manual y se aleja de las aulas, de la lectura, de la meditación sobre la propia escritura. Hoy, al salir de la biblioteca, me tomé un café carísimo y muy bueno, pedí un agua y el agua era agua mineral. Lo disfruté y no me pareció mal pagar un cierto sobre precio. Esto tiene su importancia, pues mientras leí el prólogo de Cosmos me tomé con deleite el café y el agua, con una temperatura adecuada y una precisa salinidad, leve y graciosa. La conjunción del café y el prólogo resultó extrañamente agradable: la tarde del miércoles, la sensación de irrealidad en los rostros que veía a mi paso, las nubes bajas y el perfil de las iglesias y de las ruinas. En el prólogo M.O. habla de la muerte de su padre, de un viaje que hacen al Polo Norte y de una anécdota de cómo los perros de los inuit fueron masacrados por los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial para impedir que pudiesen regresar de la dispersión forzada a los que los sometieron, con el objeto de que no los molestasen en las acciones militares que en el Polo Norte desarrollaban. Leí el prólogo con interés y sentí una proximidad presentida. Pensé en Caen, pensé en los días en Normandía, pensé en cuando nuestro coche alquilado nos transportaba por aquellas hermosas carreteras secundarias. Ay, todo resulta redundante. En el café, unos clientes permanecían en silencio y otros hablaban, pero en contra da la costumbre, lo hacían en voz baja. Terminé el prólogo, pagué y me fui. La vibración permanecía y pensaba en la muerte de los seres queridos, como cada muerte es un peldaño más, un peldaño que se asciende en un conocimiento profundo e inesperado. De algún lugar ascendió el zumbido de la muerte de mi madre. La ciudad perdió todos los colores y los rostros se desvanecieron. Fantasmas que transitan a tu lado, me dije, soy tan misántropo [¿es totalmente cierto?]. Entonces me encontré con mi antigua compañera de trabajo. Yo caminaba y la vi, ella me vio y se acercó. Hablamos. Estaba contenta. Me dijo que su salud había mejorado mucho y así lo certifiqué: una alegría sincera emanaba de sus manos y de sus ojos, su voz tenía el tono adecuado y había desaparecido una crispación cristalizada, una crispación característica de otros momentos. Nos despedimos y me pregunté por qué me interesaba Michel Onfray. No tengo respuesta por el momento, prefiero que lentamente cuaje o se disipe. Entré en la tienda de empeños y me interesé en unos pedales de efectos para guitarra, estudié un amplificador Yamaha y leí los lomos de algunas novelas románticas de portadas color pastel y letras doradas. Es miércoles. Caía la noche. Pensé en Normandía, en C. y en su trabajo, pensé en E. y sus estudios, pensé en la oposición de L., en mis hermanos, en el equilibrio y en el vértigo. Es miércoles. Volvía casa con los dos libros y no había más que decir. Mi padre estaba allí con la televisión encendida. Hablamos un rato y yo sabía que esto era irrepetible, todo es susceptible de ser atesorado, salvo el tiempo, el tiránico tiempo."


+ Es la primera vez en tanto tiempo que subrayo una frase. Tiene sentido.


+ Imagen: la última y la primera hora de día. Al amanecer, de camino al trabajo, pensaba en lo que escribí. En la última hora del día, C. y yo hablamos de lo que acabo de firmar. Se cierra un círculo. Las fotos son testimonios de aquellos movimientos.