+ El último párrafo de la entrada anterior fue una mención a Leopardi encontrada en un libro de William Marx, Vie du lettre: hacer de la escritura de cartas el fin de una vida es un síntoma de locura. Dejaba una posible reflexión para un día posterior. El día posterior es este, cuando releo la cita y la sitúo en una cuadrícula de apetencias y deserciones. Las cartas han muerto, o son ya una arqueología. Nadie se dedica a la practica epistolar como la conocimos, con el rito de la caligrafía, la dirección, el sobre y el sello, la espera a la respuesta. Recuerdo, ahora, aquel placer del que hablaba Baudelaire que consistía en recibir una carta y posponer su apertura, como el estoico que retrasa en el punto álgido de la sed el vaso de agua para acrecentar el placer de beber. La locura de la que habla Leopardi yo la vi reflejada en diferentes biografías que ante mí se ofrecieron. La carta como dedicación vital absurda admite intercambios: la lectura, el deporte, el estudio, cuando estas actividades no tienen un correlato económico y se convierten en el único propósito de una vida. El dinero ayuda a entender muchas cosas, como piedra de toque para situación extrañas. He visto corredores profesionales, con dedicación plena, que no percibían remuneración alguna, salvo la recompensa sentimental que les aportaba su esforzada tarea. También, y en la misma línea, chicas que coleccionaban carreras universitarias pero sin iniciar nunca la vida laboral; estériles notas altísimas que son más un calvario que una satisfacción. ¿La lectura? Un vicio disfrazado de virtud que puede tener nefastas consecuencias porque la lectura es un fármaco: unas veces remedio, otras veneno. Yo sé bien de lo que hablo y con ello me identifico. Generalmente, creo, se persigue acopiar piezas de un soñado capital simbólico, que tal vez carezca de traducción, pero al mismo tiempo este crecimiento es dolor, porque se sabe de una inútil y alocada persecución que no conduce a ningún lugar. Finalmente, la materia de las novelas abunda en lo cotidiano y es más inquietante en el día a día que en el papel. El que lo probó lo sabe.
+ Continuan mis lecturas en torno al nacionalismo español, que es invisible en tantas y tantas ocasiones. Tratar de establecer una distancia no es fácil o, tal vez, resulte imposible, aunque no en mi caso. La balanza se compensa con la lectura sobre las guerras yugoeslavas, con los acuerdos y desacuerdos, con el tramo que va desde aquel tiempo de los años noventa hasta hoy, con todo lo que separa Yugoslavia de España, y, también, con las concomitancias. Eso trato de buscar, me digo, pero no lo encuentro. Lo sé: debería construirlo yo, construir un artefacto que me permitiese explicar las dudas que me asaltan, porque esas dudas no se relacionan tanto con el presente y el pasado como con las líneas de fuerza de las tendencia que nos lanzan hacia el futuro. ¿El estado-nación o las grandes corporaciones globales son las que ganarán la partida, nuestra filiación pasará de ser nacional a ser cibernética y ubicua, el documento de identidad como cuenta bancaria, cuenta de correo o perfil en las redes sociales? ¿Somos, ya, una IP? Yo sigo en el siglo XIX y en la definición de lo nacional mediante la constitución del sujeto colectivo que tan grato le resultaba al Romanticismo. La unión entre el rechazo a la razón como explicación última de las verdades más profundas del ser humano, la resurrección de la Edad Media [una construcción esquemática que se completa con la imaginación adecuada al momento y a los propósitos de los poetas, dramaturgo, novelistas y políticos], el relato nacional como fundación de la identidad a la que se debe sumar el ciudadano [qué papel tan importante asume la educación en su disfraz neutral y justo, pero que se desvanece según uno indaga, según uno avanza]. Las lecturas configuran un punto de vista variable, aunque, es cierto, tienda a una estabilidad cierta, no en un punto, sino en una zona de luz entre sombras, sombras que dejan atisbar las figuras sin distinguir los perfiles. Esta tarea es ardua, complicada y extenuante [tampoco hay para tanto, no se debe ser quejica, me digo en cuanto completo la frase], pero que aporta satisfacción y me ayuda a dar pasos en el camino de la investigación. Ese es el trabajo, el día a día, la construcción en la que me ocupo sin más orden que el yo me impongo [y creo que es estricto en su fundamento y en sus objetivos]. Vale.
+ Lunes en compañía de Mozart. He descubierto una emisora en línea que pone sin pausas música del W.A.M. No hay publicidad, no hay introducción, sólo música. Me acompaña y consigue que me centre en la tareas diarias que me he impuesto; también la pongo para dormir y el sueño resulta extrañamente profundo y reparador, por lo tanto me pregunto si el genio austriaco tiene poderes medicinales. La respuesta es irrelevante porque en el caso lo que cuenta es la creencia y el resultado de la misma, lo que se podría etiquetar como placebo. Es común admitir en lo diario amuletos y pequeños dioses protectores, dioses lares, así: creo que es una incorporación a divinidades menores que me ayudan a esquivar la melancolía y la tristeza que me asalta en tantas ocasiones, que soy capaz de atenuar pero no eliminar definitivamente. Me he habituado. La línea oscilante de la melodía me otorga una guía para acometer el día en sentido correcto: el trabajo y la ausencia de pensamiento más allá de los precisos para elevar el edificio que me propuesto construir con mis propias fuerzas. La investigación en marcha, la vida en curso.
+ «… la condición posmoderna no puede ser sino poshistórica y posmetafísica, aviso de una imagen del acabamiento.» Alfredo Saldaña.
+ No hay aventuras ni riesgos, al menos en apariencia. La vida se desarrolla en la celda y las obligaciones laborales. Una vida, en apariencia, plana, rutinaria, sin relieve. En apariencia, como acabo de decir. La vida interior es rica y variada, recoleta, lo íntimo se impone al tránsito diario y condiciona mi relación la actualidad, con el periodismo, con la espuma de los días devorada por la violencia de la marea de la historia. Una voluntad ciega, Schopenhauer, que se lanza hacia el futuro sin planes ni cálculos, me da la medida de las cosas, no la información que llega a mi orden y a mi poco interesante vida [y me pregunto yo qué importancia tiene la opinión de los otros cuando los objetivos se van alcanzado, cuando estos son móviles y permeables, cuando su espesor es el espesor deseado, en su confirmación o abatimiento].
+ Mi relato se ha fosilizado y el discurso resulta espeso, lo sé. Este es el tono de mi aislamiento: lectura, escritura y música. Densidad. Distancia y silencio. ¿Aislamiento, reclusión, voluntad?
+ La pandemia ha modificado mis hábitos, resulta ser una adaptación que funciona bien. El deporte, la lectura y el estudio son bloques que se desplazan en la cuadrícula diaria: tareas que se deben ejecutar con independencia del horario, pero siempre con una cierta rutina. La rutina nos salva, en la pandemia, en su ausencia. Qué bien lo sabían los monjes cuando distribuían con tanta inteligencia el día, con sus hitos bien marcados mediante la oración, que separaba el ocio del trabajo, la lectura del estudio. En ello estoy, en ello pienso.
+ Imagen: la noche, el azul intenso, la ventana iluminada, sugerencia que tiene a lo romántico como visión de lo cotidiano, una esfurmada tendencia.
