sábado, 4 de mayo de 2019

Burdeos







+ [Incipit]. Programo con cuidado cada viaje que C. y yo hacemos. Meses atrás elijo un vuelo barato y barajo las posibilidades de un alojamiento, también barato. No es un proceso pautado, sino que obedece a una suma de acciones que no tienen otro objeto que el viaje pueda cuajar. Y cuaja, vaya si cuaja. Un día encuentro un vuelo y, poco a poco, sumo piezas: un coche alquilado, una habitación, un concierto, la casa de un escritor, un museo, un mercado, las cocheras de una estación con su particular y recóndita novela. Tantas cosas, tantas. Quizá exista una técnica bajo esa sucesión de momentos y elecciones, pero yo no la he expresado ni tal cosa deseo y esta es la primera vez que hablo/escribo sobre el asunto. Sé que en toda acción hay un rédito político, pero tampoco me he planteado su naturaleza en este hacer viajes (o si se prefiere turismo, que tiene mayor precisión), que se engarza en los problemas del momento con otros sentido: la ecología, la disolución de los sujetos, la precarización. En ello pienso mientras escribo esto. Sé quiénes son mis iguales, y trato de elevarlos. El viaje pone de relieve unas realidades que están ocultas al turismo (y al mismo tiempo no abjuro del turismo, como ya he dicho). Una autopista, un aeropuerto, el avión. Llegamos a otro país y nos desplazamos en el transporte público; surge el hiato entre nuestra percepción y los usuarios cotidianos de los autobuses o de los trenes. Caminamos por la ciudad y comenzamos a observar lo sorprendente y lo distinto: para nosotros. La idea de una ciudad que antecede al viaje condiciona las primeras horas de la estancia, pero más tarde se desvanece y resulta complicado recuperar esa primera y falsa impresión producida por ensoñaciones, lecturas e imágenes. Aunque no responden demasiado bien a demasiados interrogantes, me gusta conservar su ingenua sorpresa porque atesoran una respuesta a una pregunta todavía no planteada, una pregunta sobre la naturaleza de nuestras ilusiones y decepciones. Ahora pienso mientras preparo otro viaje cómo se produce el paso de la preparación a la realización, al recuerdo de la realición: Burdeos en el pasado.

+ Goya murió en Burdeos y cuando se quiso trasladar su cadáver, la cabeza faltaba. Este hecho se convierte en una idea que flota en mi imaginario constantemente. Un vapor dorado parece ascender del río, de un color áspero, de tierra y sedimentos. Hablamos sobre ello, pero sin reparar en la cuestión. ¿Qué cuadros pintó en Burdeos Goya? Recordamos La lechera de Burdeos, que se encuentra en El Prado. Descargué el cuadro desde la página propio museo. Lo observo y observo el cielo que se refleja en el cuadro, mayormente una abstracción informalista. El romanticismo ya ha nacido y en el cuadro de Goya se prefigura con maestría. Otro punot: la prosperidad de Burdeos está relacionada con el tráfico de esclavos negros hacia el Caribe. Las contradicciones son palpables. En otro momento, vemos a los chalecos amarillos. Algo que matiza el pasado, porque el pasado no es un hecho fijo, sino que cobra o pierde sentido en relación con los movimientos del presente (que siempre termina por ser pasado). Paseos al borde del río Garona que nos llevan a plantearnos sobre qué cimientos se elevan las ciudades, sus palacios y sus prisiones. Superar la postal que el turista atrapa, aunque también la postal hablae de este rédito que buscamos, esta realidad más auténtica y general, más esencial y verdadera: vano intento, pero intento necesario y enriquecedor. Burdeos tomaba para sí la cara del ejemplo, del punto de partida en el cuestionamiento de lo dado, de lo que a los ojos se manifiesta.

+ Superada aguas arriba la entrada del Pont de Pierre y la Puerta de Borgoña, en los cafés y en los bares hay negros y musulmanes que se agrupan con una calma que oculta una actividad incomprensible;  beben té, café o coca-cola, fuman y charlan y gesticulan con intensidad, apenas se ríen, no gritan, se agolpan en las terrazas, deambulan en parejas y se detienen, dicen algo y ese idioma no es francés. El perfume del tabaco, los atuendos, los peinados, el reflejo de otros mundos que habitan en la misma ciudad y que, como turistas que somos, al final, desconocemos. Ciertamente, hay unas costumbres transplantadas, que contrastan con la arquitectura y el clima, pero que, paulatinamente, son también costumbres propias de Burdeos, que para dejar constancia de la ciudad sería necesario investigar con dedicación y paciencia, pero no es posible porque nuestro tiempo es limitado, muy limitado. Mi indagación a adquirir un ejemplar de Les Inrockuptibles, que trata sobre la muerte de Adama Traoré a manos de la policía, un caso particularmente controvertido. Leo y trato de establecer un contexto y no lo logro; debo insistir.

+ Muebles. Tiendas de muebles. Otras vidas que se vivieron allí y hoy sólo hay sugerencias, algo que es tan válido para lo que se entiende como mueble clásico, como para lo que sería otros muebles: esas curvas y materiales plásticos de los años sesenta, que ahora son también historia. Los hieráticos retratos de militares, señoras y juristas, o los que parecen ser juristas y ahora sólo muestran su pasmo ante la indiferencia de la posteridad. La posteridad se conjura en estos muebles, en el abismo que desprenden las posesiones de los muertos. Como las palabras, las obras de arte o las habitaciones, posesiones antiguas de los muertos, que hoy tienen otro valor, otra función. Los objetos son tan indiferentes a sus propietarios que con rapidez adquieren los gustos y hábitos del que acaba de comprar ese mueble estilo imperio para situarlo en el apartamento de cristal, hormigón y cristal: paradojas que hablan de lo efímero. 

+ El mercado de las pulgas (Marché aux Puces) o rastro (en el exacto castizo que invoco cuando al fin traduzco puces = pulgas), mediante el diccionario electrónico. Continúa la senda de los muebles. El mismo viento de caducidad.

+ Una tarde de domingo que se desliza hacia su desaparición. Después de haber trabajado con tests y vídeos en línea, me detengo. Dejo a un lado las tareas que me han ocupado y pienso en las calles y las plazas; en la compra de un bolso, en cómo buscamos la dirección de Longchamp y cómo encontramos en la Rue Voltaire la tienda: su línea clara y su contenida elegancia, pero tan patente a pesar de la discreción. Nos atendió un hombre de mediana edad, bien vestido, delgado, y aunque yo creo que era más joven que yo parecía mayor que yo (no sé, siempre he tenido una tendencia a parecer más joven de lo que en realidad soy; y es algo que no considero ni bueno ni malo, es un simple atributo que lo concedo mayor importancia que al grosor de mis uñas). Era, todo sea dicho, un hombre de  maneras pulcras y agradables, en algún sentido ejemplar: me gustó especialmente cuando corrigió el nombre del bolso que yo había pronunciado mal o muy mal. Pliage, me dijo y yo no recuerdo qué pronuncié, repitió y yo repetí y sonreísmos los dos. Nuestra conversación fue fluida porque él se esforzó en que fuese fluida. Pagamos con gusto y nos acompañó hasta la puerta con la bolsa en su mano, que nos entregó  a la salida con un gesto entre el arabesco y la caligrafía. Tanto a C. como a mí nos dio la impresión de que habíamos comprado algo más que un bolso. Ahora que el domingo declina y un vals muere en el reproductor, veo que hay algo del viaje que permanece. Ese recuerdo sin anclaje fotográfico que establece los necesarios vínculos del amor, que sobrepasa al sexo, a la ebriedad o al interés crematístico; la sintonía en los gustos y en los momentos. La Rue Voltaire relucía y Burdeos tornaba su oro en noche, nos rendimos a la belleza que el dios del momento nos ofrecía con generoso desinterés.

+ Ahora, en este momento, mientras atiendo al vídeo-blog de Fernando Castro, le oigo decir al crítico, con motivo la recuperación de una crítica sobre Muntadas, que uno de los signos de nuestro tiempo son las colas. No puedo menos que estar de acuerdo y en eso radica el viaje, los desplazamientos se tamizan por las esperas y las colas, la alineación del pasajero y del turista (pues esa es nuestra dualidad: pasaje y turismo). Aviones, autobuses, museos, espectáculos, restaurantes, tabernas, bares o conciertos. Habita esta situación, especialmente, en las grandes ciudades, donde el requisito de la cola es materia necesaria para cualquier actividad. Me sorprendo en mi estudio, ante el ordenador, con la tranquilidad que da el estatismo de todo lo que me rodea y mi soledad ante la lectura, la lectura como compañía durante buena parte de la jornada. Romper automatismos, quizá esa sea la tarea. Y, en este momento, recuerdo la gran sala de la terminal donde esperábamos para regresar a Oporto, donde el silencio era incuestionable, donde se percibía con claridad el débil zumbido de las máquinas y las madres reprendían a sus traviesos hijos en voz muy baja y los hijos contestaban, también, en voz baja. Las colas, el ruido, el desorden. Los aviones son los emblemas del momento. Aterrizábamos en Oporto y Portugal continuaba siendo ese refugio que se desea con nostalgia y melancolía, una hermosa posibilidad, un territorio propicio para el amor y la amistad.

+ Desgajo del vídeo una muy conocida cita de Muntadas: «La percepción precisa participación». Mientras, cuando Burdeos se desvanece, construimos un escenario de agradable melancolía en el país de Emma Bovary. [Bientôt nous irons au pays d'Emma Bovary].

+ Imagen: no he buscado que las imágenes sean signficativas, más bien: es una idea sobre el disparo fortuito que cobra sentido una vez que las imágenes se juxtaponen en el tablero que termina por ser el escritorio del blog. Una reflexión sobre este tan extraño trabajo que supone llevar el blog: viajar, pasear, disparar fotos y creer que tendrán una traducción en este espacio. La motivación debe ser alimentada a diario, la lucha contra el desánimo.