sábado, 25 de mayo de 2019

El yo elegido, el yo construido


Madrid-Calle Princesa


+ Veo, en línea, varios documentales sobre la pintura de Luis Gordillo. La calidad resulta evidente, incluso en la pequeña pantalla del ordenador. Ahora recuerdo todos los cuadros suyo que vi a lo largo del tiempo. Recuerdo la exposición que C. y yo vimos en Santiago D.C., que le recomendamos a E. y no sabemos si ella fue a verla. Para mí resulta muy evidente la capacidad pictórica de Gordillo, entiendo sus evoluciones, entiendo una coherencia que va más allá de lo meramente discursivo y una pintura que no precisa palabras. Me reconfortan sus cuadros. Pienso en que cuando vuelva a Madrid iré al Reina Sofía a ver la sala que a él está dedicada. Necesito esas transfusiones: para integrarlas en lo diario, para ver por ver, para cambiar los puntos de vista, para sentir la superficie de los días, las tardes, las noches y el aroma del café en la primera hora, antes de ir al trabajo. Otro trabajo: levantar el ánimo, en ello colabora L.G.

+ Me pregunto: qué es lo que resulta adecuado en este momento, qué es lo que se debe pensar y manifestar. Cuestiones de gusto y cuestiones de distinción. Ahora la respuesta no deja de estar condicionada por todo lo leído y lo por leer en Pierre Bourdieu. Guardo silencio. Me oculto: es mi discreto personaje, que no tiene ningún tipo de relevancia: con deliberada intención, el disfraz de la nada es un refugio estratégico. Soy un observador, y como tal tomo nota y extiendo mi impresión sobre una cartografía no estática. Una carencia buscada, me digo, porque la elección nos define. Saber que es algo que se ha elegido no me redime, pero la redención no es una meta, en mi caso. No soporto la consigna: debes salir de tu zona de confort: ¿por qué no puedo permanecer donde he encontrado la comodidad, que tanto trabajo ha supuesto? Escucho a Luis Gordillo y disiento: dice que la pintura es para mostrar y no para compartirla con tu esposa. Yo soy partidario de los pequeñísimos círculos: así sucede con este blog, que me niego a publicitar por medios que resultarían absolutamente rentables. Pero no. Yo me ciño en mi investigación, la lectura y esta suerte de diario. Navego por la red y siento que no me pierdo nada. El ejercicio se cierra sobre sí mismo: no hay más fin que su culminación feliz.

+ Ella dice que es a-social: me identifico por un momento, pero me doy cuenta que el adjetivo funciona de diferente manera en cada caso. Yo no soy a-social como ella es a-social. Hay zonas de sobra que el lenguaje no llega a recubrir, a iluminar.  No son horas de hacer recuento.

+ [Una casa en Panxón]. A veces, generalmente un sábado y en invierno, otoño o primavera, nunca verano, decidimos ir a pasear a Paxón. Hay algo que nos gusta, que apreciamos: la forma de la ensenada y la vista de Baiona, la disposición del pueblo, y el paseo en sí, las casas bajas, ordenadas, diversas. Resulta agradable tomar una cerveza y unos calamares en alguna de las terrazas, abiertas o cerradas, según el estado del tiempo; ver cómo la gente pasea o las evoluciones de los perros, observar a los ciclistas y sus ocupaciones. Siempre, en primer lugar, damos un paseo hasta el final de la playa, allí nos entramos con una casa que a los dos nos gusta mucho. Es sencilla y se aparta de la tónica general. Nos gustan sus volúmenes y su apertura sobre el paisaje; tiene un estar discreto y contenido. El sábado estuvimos allí y volvimos a verla, C. se fijó con mayor detalle y me mostró el estado de dejadez: la cuarteada pintura de las maderas en las ventanas y paneles, el hundimiento de un paseo de piedra y baldosa, los aleros agrietados. ¿Qué razón había tras tal descuido? ¿Un embargo, una herencia complicada, una ruina, en definitiva? El chalet, como ya dije, tiene un estilo que contrasta con el resto de piezas, pero no es una evidencia: hay que tener una conexión con un algo que no deseo nombrar. Lo sé, todo lo que se puede decir sobre el gusto resulta estar condicionado por nuestra posición en el tablero de juego: el buen gusto es la decantación de una red de distinciones de una cierta clase privilegiada, y no deja de ser, al mismo tiempo, una red de exclusiones. No se puede negar, pero cuando nos encontramos con una casa como el chalet de Paxón entiendo que hay otros elementos que también suman en el juego y, al mismo tiempo, establecen características que van más allá de lo sociológico, de la cuadrícula sociológica. Ahora, mientras escribo, vuelvo a pensar en los volúmenes,  en la apertura sobre la ensenada, el paseo. Días de verano que se emboscan tras esas paredes, historias que nunca conoceremos, la condición que tiene el inicio de la ruina: un ejemplo con la lírica propia de los días fríos de primavera, una leve lluvia.

+ Continúa la lectura de Madame Bovary. La lectura de M.B. se ve complementada por Everyday Life (Theories and Practices from Surrealism to the Present) de Michael Sherigham. ¿Por qué se complementan? La vida cotidiana es un territorio inabarcable, importante e interesante en un sentido tanto académico como recreativo. M.B. entra dentro de ese orden de cosas: el detalle, los modos, las costumbres [Falubert define M.B. como una novela de costumbres: un roman de mœurs]. Recuerdo una primera lectura de M.B. y recuerdo como todo aquel mundo que se elevaba ante mí resultaba a la par fascinante e iluminador, iluminador porque se podía trasladar a la supuesta planicie de lo diario la fluida sucesión de las escenas, los cuadros; y también resultaba ser un modelo de escritura que siempre he tenido muy presente: la estructura. Y la estructura es a lo que resiste lo cotidiano, a dar una idea arquitectónica de su naturaleza. Tal vez se trate de que básicamente lo cotidiano es un cruce de fuerzas dinámicas, que en su virtualidad no resulta posible nombrarlas. Imposible y peligrosa, la vida cotidiana.

+ Tengo la ventana abierta: la música de un piano que no identifico se mezcla con los sonidos de la calle: tráfico tranquilo, un golpear sobre metal, voces de mujeres, de niños, un ladrido. La vida en su cocción. No es bueno pensar demasiado, preguntarse por los resortes que consiguen que el día a día avance. Presiento la lluvia. Me asomo a la ventana y veo las nubes, en la calle un hombre con paraguas; consulto el tiempo en el ordenador y me dice que no lloverá, que mañana suben las temperaturas. Lo sé: hablo de nada, nada concreto, pero estoy sumido en una extraña actividad que se ciñe a la lectura y a la contemplación. Observo y anoto, pero no participo; a veces me preocupa, otras me resulta indiferente. La calle mantiene el ritmo y el piano termina por imponerse, me percato de que se trata de Chopin. Está bien. Un niño grita y su madre le riñe, un timbre, una música de trap que se desliza por las costuras del final del día, se impone, desaparece y el piano deshoja acordes: es la certificación del final del día. Cierro el ordenador.

+ Trato de ver un hilo de coherencia entre las anotaciones de esta entrada. Gordillo; mi inseguridad y, al mismo tiempo, esa voluntad que he construido a lo largo de los años; lo social, lo a-social; la casa que nos hace pensar ya no tanto en sus habitantes como en el destino de todas la obras humanas; Madame Bovary y la vida cotidiana. la vida cotidiana y el trabajo diario. Podría parecer desordenado y sin sentido, y en cierta forma así es, pero yo sé que el hilo que le da sentido engarza las cuentas de este collar soy yo: cada párrafo escrito es un punto más en mi indefinición: me reconozco en lo que escribo, soy el yo que he elegido y construyo.

+ [El cuestionamiento de la identidad: una tarea].

+ Imagen: como tantas veces, en busca de lo abstracto como acento de lo cotidiano: escaparate de una peluquería en Madrid, en el inicio de la calle Princesa.

sábado, 18 de mayo de 2019

Los flecos de la niebla


MNCARS


CACG


Serralves Porto


+ Un viernes fui al dentista, el sábado siguiente a la peluquería. Esperas, sillones y lectura: la lectura de La orgía perpetua me entretiene mientras espero. El ambiente cobra densidad, un espesor inesperado que tiene que ver con la fuerza de la vida cotidiana. Tiendo a la improvisación, lo sé. El contraste del orden que impone la novela de G. Flaubert subraya la indefinición y amplitud de lo cotidiano. Observo los elementos de la escena en el dentista y en la peluquería: instrumental, atuendo, mobiliario. El fin último es el cuidado de los cuerpos, su perfección, una simulación de perfección. El peluquero y sus ayudantes se mueven con determinación, pero, al mismo tiempo, serenos. La música que suena no me gusta, pero el ronroneo de los secadores y otros instrumentos otorga ese punto de ruido blanco que arropa la lectura. Me centro y avanzo en el libro. Cómo me interesa, cómo eleva las razones la prosa de Vargas Llosa. ¿Es un arte la crítica? Lo pensaré, aunque la dirección está marcada: sí, es un arte, al menos en este caso. Me detengo para recomponer la lectura y para comparar lo leído con los capítulos que he devorado de la propia Madame Bovary. La disposición del libro es el tema, uno de los temas; esa perfección arquitectónica, donde los pesos están repartidos con una maestría que no recordaba [los recuerdos de la novela se deslizaban a experiencias personales de la época, pero no al libro en sí]. Es mi turno. Poco tiempo le lleva al peluquero hacer su trabajo. Termina, pago y salgo a la calle. Han pasado casi dos horas. La calle se ve iluminada con una cierta violencia, hace calor y ya son las once, casi las once. Me acompaña esa idea de orden estructural.

+ Se impone una necesidad de orden o, mejor, de estructura. Los libros ayudan, pero es el silencio el que cimenta. Ideas que flotan: lo diario, la novela como vía de conocimiento, mi investigación. He alcanzado un equilibrio y debo ordenar mis ideas para alcanzar un sentido [un sentido que ya tiene, lo sé, pero debe cuajar, alcanzar ese estado sólido y permanente]. Comienza la semana: una reiteración circular. Lo cotidiano es algo más que la repetición, hay una idea de orden y de estructura que necesita ser desvelada. Continuo con la lectura, esa suplantación de la vida, un veneno, una droga. Vana y peligrosa.

+ Estoy cansado, aburrido (?) y busco vídeos en el reproductor en línea. Hoy, en el coche, escuché la canción de R.E.M. Un hombre en la Luna. y ahora veo algunos vídeos de Andy Kaufman, que no acabo de entender, vídeos que he terminado por buscar a raíz de la canción, de su letra: tampoco la entiendo y esto me agrada: suspender el entendimiento y aceptar inciertos límites. El salto es grande, pero intuyo cierto punto paradójico, lejano, arrítmico. Vuelvo a escuchar la canción y me pregunto en qué creemos, qué cosas queremos creer, qué mentiras deseamos que nos cuenten. Otro vídeo más. Son las diez de la noche y estoy cansado, el sueño no me vence. Andy Kaufman tiene algo, lo sé, pero no soy capaz de concretarlo y creo que ahí puede estar su gracia. Repito la palabra gracia y le busco una correspondencia, pero tampoco la encuentro. Creo que es el cansancio, las posibilidades que se plantean y no se resuelven. He leído noticias que no me interesaban, busqué en las redes sociales ideas que no encontré y el día termina casi como comenzó: en la oscuridad, en el ámbito del sueño vacío. Dejo la dispersa colección de imágenes: soñé con castillos y luchas sangrientas, soñé con laberintos, soñé con ciudades normandas que no existen. Todo ello me causó desasosiego, me desperté cuarenta minutos antes de que la alarma del reloj sonase, y ya no concilié el sueño. Me pasa factura, lo sé: nerviosismo y falta de seguridad. Ahora se termina el lunes y antes de apagar el ordenador veo otro vídeo, otro vídeo protagonizado por Andy Kaufman: asiste a un concurso donde una rubia muy guapa (o eso es lo que se quiere mostrar) debe escoger un hombre entre tres solteros; Andy es paradójico y absurdo, irregular en su atuendo y sus gestos subrayan la ausencia que el personaje sufre: está fuera de lugar y esa es su condición, esa frontera entre lo que produce risa e inquietud. No entiende porqué no es él el escogido: yo tampoco. Hay un reflejo que me molesta: la realidad de las cosas prescindibles, las imágenes en el espejo no se digieren fácilmente. Me digo que es hora ya, hora de dormir. Apago el ordenador, apago la luz, como un gatito que se va a la cama sin mayor preocupación que cerrar sus párpados, como una mariposa agotada por el vuelo prolongado a lo largo del día.

+ Antes de dormir, una dosis de Madame Bovary.

+ Según avanza la lectura de M. B. me reafirmo en mi idea de que el tema es la novela en sí, la perfección estructural. El reparto de pesos y contrapesos, el equilibrio y la simetría. La trama resulta necesaria, pero no es lo nuclear. El narrador busca una suerte de demostración narrativa, que se tiñe de un fino cinismo: razones cuasi científicas que llevan a entender que cada paso en el desarrollo es necesario y no podría ser de otra manera. Hoy, en Jauss, leo algo sobre Fanny  de Feydeau (la novela que en el momento alcanzó un gran éxito de público) y M. B.; la primera nadie la recuerda, la segunda cambió la idea de novela y, sobre todo, se continúa leyendo, se actualiza en este preciso momento: un hilo de lecturas que constituye una razón de ser, una idea, la idea de la estructura, el movimiento y la música del idioma. En ello descanso, en esta hora del día. El cínico narrador que despliega su arte de la medida, que se acerca más al compositor de sinfonías que a cualquier otro creador. Una simulación de la vida cotidiana que supera la propia vida, la anécdota que se ve engrandecida. Esta noche, otra dosis más.

+ La vida cotidiana se ve trastornada por un suicidio [v. gr. Emma B.], la vida cotidiana es algo más que horarios que cumplir, comidas, trabajo y ocio. La vida cotidiana es un vasto territorio donde los pliegues no siempre son evidentes, pero ahí están; una respiración dificultosa tras la fluida repetición de los días, fantasmas y terrores nocturnos. Cuánto ignoramos. Sucede un hecho violento y se despiertan los demonios dormidos.  Así, esta semana se tiró un hombre desde el Puente de Rande: dejo constancia.

+ Antes de dormir acudo al libro sobre la hermenéutica del sujeto que compré en Burdeos, es una recopilación de las clases que impartió en el Colegio de Francia Michel Foucault durante el curso 1981-82. El cuidado de sí y las tecnologías del yo. Por la mañana conduzco y hago un exhaustivo e implacable examen de conciencia. Decía Nietzsche que el remordimiento es como un perro mordiendo una piedra: no sirve para nada; no sé si la cita es apócrifa pero ahora me sirve. Me detengo un momento y la carretera tiene su novela, una extensa e inasible novela. Continúo. Los cuidados de sí, el yo como tema, la vida cotidiana. Hay un extraño placer masoquista en ajustar cuentas con el que fuimos; suena algo de Jean-Philippe Rameau, pero no consigue que me separe de los acentos del pasado. Me repito la frase de Nietzsche y sonrío. Por fin logro poner en blanco mi mente, sólo la música: un imitador de Jimmy Hendrix; me gusta y me aleja del pasado, me centra en presente. Llego a casa, como, duermo la siesta, limpio la cocina y leo sobre un político que tiene mi misma edad y siento una punzada que proviene del sueño, que, quizá, se trata de una pesadilla: ¿por qué no estoy yo ahí, me digo? ¿porque no he querido, añado, o porque no he podido? ¿me siento un poco Emma Bovary, termino? Por fin regreso a la vigilia y olvido esa desagradable rememoración de la pesadilla. Ya está. Enciendo el ordenador, busco en el reproductor de vídeo en línea y, ay, encuentro una lectura en viva voz de la novela que me ocupa, M.B., que dura más de seis horas, quizá ocho. Mi tendencia a lo raro. Recuerdo a Andy Kaufman y veo que la depresión es el mal de nuestro tiempo, pero llamar a nuestro mal insatisfacción resulta más preciso.

+ Grafitti lésbico: «Raras somos todas»

+ Las últimas horas de estudio: suena en Radio Venecia El Concierto de Aranjuez,  interpretado por Narciso Yepes. Su inicio siempre me levanta el ánimo. Una ayuda. Siempre me lleva a pensar en Castilla, en viajes en autobús, viajes que hice yo solo en coche con la música débil en el pobre reproductor de CD’s, la amplitud del horizonte y un sosegado silencio o el murmullo de conversaciones, zumbidos o un motor lejano y amortiguado por certeros asilamientos. Ahora la guitarra penetra entre evocaciones y olvidos intencionados. Queda ahí la cita, el sonido de la guitarra arropado por la orquesta. Miércoles, ocho y diez de la tarde.

+ Imagen: elijo tres fotos que fueron tomadas en museos de arte contemporáneo [Mncars, Cacg, Serralves]. Me interesan las personas y este interés conecta con ese punto depresivo que ha gobernado la semana, aunque más que depresivo resulta ser un spleen, una desaconsejada forma de ver: pero las personas están ahí, con la ilusión de capturar algo que resulta imposible atrapar por su propia y evanescente naturaleza. Todo momento de lectura, audición o contemplación tienden a la caducidad: nunca te bañarás en el mismo río, nunca volverás a leer el mismo libro: la lectura de M.B. lo atestigua, las fotos que hoy traigo aquí también dan cuenta de esta caducidad. No me sorprendo, no me dejo arrastrar por el ennui. [Basta ya de extranjerismos (!); soy un snob].

sábado, 11 de mayo de 2019

Hacia «El país de Emma Bovary», notas para una propuesta


Bordeaux


+ Después mucho tiempo vuelvo a saber de Pete Doherty. Una entrevista en el Chanel 4 News. Ha cumplido 40 años, le preguntan por sus amigos muertos a causa de las sobredosis y se emociona. Un retorno al pasado, un retorno a las ensoñaciones de los venenos y los licores. Hoy el día es limpio pero la semana que viene se anuncia con lluvias. Esa melancolía que se alimenta con canciones y poemas, cuadros y fotografías. Pete ya es mayor, su pelo ha encanecido y las arrugas entregan a su rostro una personalidad extraña y plena de malditismo; insiste en su atuendo: los sombreros de ala ancha, las corbatas, los pantalones tan años cincuenta del siglo pasado: amplios, rayas y tirantes. Insisite en su imagen del mundo, la ropa traduce un fraseo sincopado y hermético. En el reproductor en línea, debo poner los subtítulos, no soy capaz de entender sus declaraciones, pero no tiene importancia, prefiero su voz y casi no entender nada, salvo algún apunte, un acento, una insinuante interjección. La última canción: sus canciones son buenas en un sentido que pertenece a una desafiante y snob adolescencia, que yo entreví en nuestras fugaces visitas a Londres. High Gate, parques y callejones. Ropa de segunda mano, librerías y tiendas de guitarras de segunda mano: carísimas, hermosas, imposibles. Pete representa el triunfo de un estilo que ya no es otra cosa que recuerdo, pero esa consolidación pertenece a un estadio superior. Pete es el artista adolescente que nunca abandona su naufragado barco, a pesar del oculto encantamiento del dinero. La heroína y el crimen se leen en su rostro.

+ El País de Emma Bovary se conecta con la adolescencia o con una prolongación de adolescencia, donde se cita el descubrimiento de Flaubert y el deslumbramiento que me produjo Madame Bovary, el mundo que se elevaba ante mí: mi yo, mi yo-lector. Ahora que se aproxima nuestro viaje a Normandía cobra sentido su recuerdo, se hace necesaria una lectura desde la óptica del paso del tiempo, porque la lectura de Mme. Bovary es un examen de conciencia, la conciencia o la consciencia del lector que fui y que soy, del tránsito de un punto a otro.

+ En la entrada anterior las imágenes que ilustraban el texto las dispararé en Burdeos, pero casi no resulta posible reconocer la ciudad, si excluimos la figura ,que pertenece al grupo escultórico que se ubica en los Quinconces; a los pies de los caballos: la ignorancia, la mentira y el vicio. Yo retraté la mentira; con una máscara en la mano, la mentira encuentra su emblema. La mentira está presta a utilizar la máscara, a emboscarse, mientras huye, ya que es la República quien la expulsa, junto a sus dos hermanos. Pienso en la mentira y en Emma Bovary, en ese trasunto que resulta de la lectura de novelas y programar la vida como si una novela fuese. ¿Qué une a la mentira y al deseo de transformar la muelle existencia en el discurrir armonioso de una ficción perfecta en su desarrollo estructural? Con frecuencia sucede, la ficción infecta con su veneno la vida de algunas personas, que conduce a la confusión entre vida y literatura (¿se puede recordar aquí a Don Quijote, que se hermana en esta confusión con Emma?). La lectura, en demasiadas ocasiones, es un vicio disfrazado de virtud, que inocula deseos, ambiciones y una visión que no es admisible en la vida ordinaria, en lo cotidiano; y no por una ausencia de aventuras, sino por la falta de sentido y estructura que la vida tiene: ¿donde está el principio, el medio y el final de cualquier asunto humano, ya que siempre nos encontramos in media res? Veo las fotos anteriores y me digo que son la sugerencia de un relato, para una novela: la noche; el banco solitario, la papelera, el muro al que ataca el verdín, el árbol desnudo, el pavimento con trazos de vegetación salvaje y la farola: también su soledad; finalmente, la mentira o el emblema de la mentira: la máscara. Por fin, ya cuando se aproximan las ocho de la tarde de este sábado, concluyo que la decisión de ir a Normandía es una decisión totalmente literaria, y su incremento está condicionado por la literatura. C. y yo hemos hecho un pacto: los dos leeremos Madame Bovary antes del viaje, para que éste se vea totalmente condicionado por su lectura. Ay, cuántas e inagotables son las posibilidades de la lectura.

+ Después del último punto, me levanto y, sin saber muy bien el porqué, me dirijo a una estantería y comienzo a revolver, a apartar libros. Bajo cuatro pesados tomos, encuentro las Cartas a Louise Colet, de Flaubert en la antigua edición de Siruela. La tarde del sábado se llena de posibilidades. Cierro el ordenador y apago la luz; es hora de dar un paseo, alguna cerveza y darse a la observación de los ciudadanos y sus ocupaciones, sin transición.

+ [Un sueño, en el paso del domingo al lunes]: No sé con quién, pero hacemos una visita a un arquitecto que termina por enseñarme su trabajo. Me dice, y asiento, que le gustan las casa pequeñas. Hablamos de casas modulares,  jardines y la importancia de los libros en la decoración. Cae estruendosamente un árbol y dos personas se hunden en una zona de arenas movedizas: yo las rescato. No buscaré una explicación, pero me sorprende cómo se solapan una escenas con otras, me sorprende la conversación sobre las pequeñas casas [que realmente me interesan, cómo me interesan las pequeñas casas y las viviendas modulares]. Comienza otra semana.

+ He recuperado La orgía perpetua de Vargas Llosa, su ensayo sobre Madame Bovary. La preparación de un viaje es algo más que comprar billetes de avión y alquilar habitaciones, mucho más que planificar los desplazamientos y consultar las tarifas de alquiler de los rent-a-car. Si no hay un acento literario, el viaje no merece la pena; como lector, sé que se debe construir, elevar, asentar los cimientos, unir deseos y propuestas sin mucha esperanza: el milagro se produce. En cada movimiento de lo diario planea el veneno de la literatura: actividad banal y peligrosa, como alguien dijo en algún momento en una radio que ya no recuerdo. Flaubert toma cuerpo, Flaubert es un destino inexcusable.

+ A veces las ciudades tan son sólo nombres, nombres que iluminan o ensombrecen un pié de foto, nombres que nos hacen soñar aunque no tengan una correspondencia clara con una cierta realidad, nombres de ciudades: París, Berlín, Londres, Roma, Nueva York (…) Y así. Como emblemas o invocaciones de un estilo y una misión estética, pero sin anclaje en lo posible. Buen material para postmodernos poemas, entrañables invocaciones del sueño en las noches tan frías de la provincia. No puedo dejar de pensar en el refugio de Flaubert en las afueras de Rouen. Una cápsula para la escritura. Un deseo. Las ciudades se difuminan en el horizonte que plantea la lectura, vemos sus nombres bajo la fotografía de la escritora en el hotel: Berlín. Evito hacer comparaciones.

+ Imagen: Los extraños e impersonales espacios de los aeropuertos, lo extraño en sí, el no lugar que se constituye en otredad opuesta a la idententidad: el viaje como suspensión de la persona. Sin atributos, esperamos el embarque.

sábado, 4 de mayo de 2019

Burdeos







+ [Incipit]. Programo con cuidado cada viaje que C. y yo hacemos. Meses atrás elijo un vuelo barato y barajo las posibilidades de un alojamiento, también barato. No es un proceso pautado, sino que obedece a una suma de acciones que no tienen otro objeto que el viaje pueda cuajar. Y cuaja, vaya si cuaja. Un día encuentro un vuelo y, poco a poco, sumo piezas: un coche alquilado, una habitación, un concierto, la casa de un escritor, un museo, un mercado, las cocheras de una estación con su particular y recóndita novela. Tantas cosas, tantas. Quizá exista una técnica bajo esa sucesión de momentos y elecciones, pero yo no la he expresado ni tal cosa deseo y esta es la primera vez que hablo/escribo sobre el asunto. Sé que en toda acción hay un rédito político, pero tampoco me he planteado su naturaleza en este hacer viajes (o si se prefiere turismo, que tiene mayor precisión), que se engarza en los problemas del momento con otros sentido: la ecología, la disolución de los sujetos, la precarización. En ello pienso mientras escribo esto. Sé quiénes son mis iguales, y trato de elevarlos. El viaje pone de relieve unas realidades que están ocultas al turismo (y al mismo tiempo no abjuro del turismo, como ya he dicho). Una autopista, un aeropuerto, el avión. Llegamos a otro país y nos desplazamos en el transporte público; surge el hiato entre nuestra percepción y los usuarios cotidianos de los autobuses o de los trenes. Caminamos por la ciudad y comenzamos a observar lo sorprendente y lo distinto: para nosotros. La idea de una ciudad que antecede al viaje condiciona las primeras horas de la estancia, pero más tarde se desvanece y resulta complicado recuperar esa primera y falsa impresión producida por ensoñaciones, lecturas e imágenes. Aunque no responden demasiado bien a demasiados interrogantes, me gusta conservar su ingenua sorpresa porque atesoran una respuesta a una pregunta todavía no planteada, una pregunta sobre la naturaleza de nuestras ilusiones y decepciones. Ahora pienso mientras preparo otro viaje cómo se produce el paso de la preparación a la realización, al recuerdo de la realición: Burdeos en el pasado.

+ Goya murió en Burdeos y cuando se quiso trasladar su cadáver, la cabeza faltaba. Este hecho se convierte en una idea que flota en mi imaginario constantemente. Un vapor dorado parece ascender del río, de un color áspero, de tierra y sedimentos. Hablamos sobre ello, pero sin reparar en la cuestión. ¿Qué cuadros pintó en Burdeos Goya? Recordamos La lechera de Burdeos, que se encuentra en El Prado. Descargué el cuadro desde la página propio museo. Lo observo y observo el cielo que se refleja en el cuadro, mayormente una abstracción informalista. El romanticismo ya ha nacido y en el cuadro de Goya se prefigura con maestría. Otro punot: la prosperidad de Burdeos está relacionada con el tráfico de esclavos negros hacia el Caribe. Las contradicciones son palpables. En otro momento, vemos a los chalecos amarillos. Algo que matiza el pasado, porque el pasado no es un hecho fijo, sino que cobra o pierde sentido en relación con los movimientos del presente (que siempre termina por ser pasado). Paseos al borde del río Garona que nos llevan a plantearnos sobre qué cimientos se elevan las ciudades, sus palacios y sus prisiones. Superar la postal que el turista atrapa, aunque también la postal hablae de este rédito que buscamos, esta realidad más auténtica y general, más esencial y verdadera: vano intento, pero intento necesario y enriquecedor. Burdeos tomaba para sí la cara del ejemplo, del punto de partida en el cuestionamiento de lo dado, de lo que a los ojos se manifiesta.

+ Superada aguas arriba la entrada del Pont de Pierre y la Puerta de Borgoña, en los cafés y en los bares hay negros y musulmanes que se agrupan con una calma que oculta una actividad incomprensible;  beben té, café o coca-cola, fuman y charlan y gesticulan con intensidad, apenas se ríen, no gritan, se agolpan en las terrazas, deambulan en parejas y se detienen, dicen algo y ese idioma no es francés. El perfume del tabaco, los atuendos, los peinados, el reflejo de otros mundos que habitan en la misma ciudad y que, como turistas que somos, al final, desconocemos. Ciertamente, hay unas costumbres transplantadas, que contrastan con la arquitectura y el clima, pero que, paulatinamente, son también costumbres propias de Burdeos, que para dejar constancia de la ciudad sería necesario investigar con dedicación y paciencia, pero no es posible porque nuestro tiempo es limitado, muy limitado. Mi indagación a adquirir un ejemplar de Les Inrockuptibles, que trata sobre la muerte de Adama Traoré a manos de la policía, un caso particularmente controvertido. Leo y trato de establecer un contexto y no lo logro; debo insistir.

+ Muebles. Tiendas de muebles. Otras vidas que se vivieron allí y hoy sólo hay sugerencias, algo que es tan válido para lo que se entiende como mueble clásico, como para lo que sería otros muebles: esas curvas y materiales plásticos de los años sesenta, que ahora son también historia. Los hieráticos retratos de militares, señoras y juristas, o los que parecen ser juristas y ahora sólo muestran su pasmo ante la indiferencia de la posteridad. La posteridad se conjura en estos muebles, en el abismo que desprenden las posesiones de los muertos. Como las palabras, las obras de arte o las habitaciones, posesiones antiguas de los muertos, que hoy tienen otro valor, otra función. Los objetos son tan indiferentes a sus propietarios que con rapidez adquieren los gustos y hábitos del que acaba de comprar ese mueble estilo imperio para situarlo en el apartamento de cristal, hormigón y cristal: paradojas que hablan de lo efímero. 

+ El mercado de las pulgas (Marché aux Puces) o rastro (en el exacto castizo que invoco cuando al fin traduzco puces = pulgas), mediante el diccionario electrónico. Continúa la senda de los muebles. El mismo viento de caducidad.

+ Una tarde de domingo que se desliza hacia su desaparición. Después de haber trabajado con tests y vídeos en línea, me detengo. Dejo a un lado las tareas que me han ocupado y pienso en las calles y las plazas; en la compra de un bolso, en cómo buscamos la dirección de Longchamp y cómo encontramos en la Rue Voltaire la tienda: su línea clara y su contenida elegancia, pero tan patente a pesar de la discreción. Nos atendió un hombre de mediana edad, bien vestido, delgado, y aunque yo creo que era más joven que yo parecía mayor que yo (no sé, siempre he tenido una tendencia a parecer más joven de lo que en realidad soy; y es algo que no considero ni bueno ni malo, es un simple atributo que lo concedo mayor importancia que al grosor de mis uñas). Era, todo sea dicho, un hombre de  maneras pulcras y agradables, en algún sentido ejemplar: me gustó especialmente cuando corrigió el nombre del bolso que yo había pronunciado mal o muy mal. Pliage, me dijo y yo no recuerdo qué pronuncié, repitió y yo repetí y sonreísmos los dos. Nuestra conversación fue fluida porque él se esforzó en que fuese fluida. Pagamos con gusto y nos acompañó hasta la puerta con la bolsa en su mano, que nos entregó  a la salida con un gesto entre el arabesco y la caligrafía. Tanto a C. como a mí nos dio la impresión de que habíamos comprado algo más que un bolso. Ahora que el domingo declina y un vals muere en el reproductor, veo que hay algo del viaje que permanece. Ese recuerdo sin anclaje fotográfico que establece los necesarios vínculos del amor, que sobrepasa al sexo, a la ebriedad o al interés crematístico; la sintonía en los gustos y en los momentos. La Rue Voltaire relucía y Burdeos tornaba su oro en noche, nos rendimos a la belleza que el dios del momento nos ofrecía con generoso desinterés.

+ Ahora, en este momento, mientras atiendo al vídeo-blog de Fernando Castro, le oigo decir al crítico, con motivo la recuperación de una crítica sobre Muntadas, que uno de los signos de nuestro tiempo son las colas. No puedo menos que estar de acuerdo y en eso radica el viaje, los desplazamientos se tamizan por las esperas y las colas, la alineación del pasajero y del turista (pues esa es nuestra dualidad: pasaje y turismo). Aviones, autobuses, museos, espectáculos, restaurantes, tabernas, bares o conciertos. Habita esta situación, especialmente, en las grandes ciudades, donde el requisito de la cola es materia necesaria para cualquier actividad. Me sorprendo en mi estudio, ante el ordenador, con la tranquilidad que da el estatismo de todo lo que me rodea y mi soledad ante la lectura, la lectura como compañía durante buena parte de la jornada. Romper automatismos, quizá esa sea la tarea. Y, en este momento, recuerdo la gran sala de la terminal donde esperábamos para regresar a Oporto, donde el silencio era incuestionable, donde se percibía con claridad el débil zumbido de las máquinas y las madres reprendían a sus traviesos hijos en voz muy baja y los hijos contestaban, también, en voz baja. Las colas, el ruido, el desorden. Los aviones son los emblemas del momento. Aterrizábamos en Oporto y Portugal continuaba siendo ese refugio que se desea con nostalgia y melancolía, una hermosa posibilidad, un territorio propicio para el amor y la amistad.

+ Desgajo del vídeo una muy conocida cita de Muntadas: «La percepción precisa participación». Mientras, cuando Burdeos se desvanece, construimos un escenario de agradable melancolía en el país de Emma Bovary. [Bientôt nous irons au pays d'Emma Bovary].

+ Imagen: no he buscado que las imágenes sean signficativas, más bien: es una idea sobre el disparo fortuito que cobra sentido una vez que las imágenes se juxtaponen en el tablero que termina por ser el escritorio del blog. Una reflexión sobre este tan extraño trabajo que supone llevar el blog: viajar, pasear, disparar fotos y creer que tendrán una traducción en este espacio. La motivación debe ser alimentada a diario, la lucha contra el desánimo.