

+ Estoy en el aeropuerto y observo. Siempre observo. La música de Bach en el reproductor de Mp3, la botellita de agua, los otros pasajeros. Sentado, observo. Por un lado está el cómico célebre y sus excelentes extensiones electrónicas (teléfono, reloj y tableta con teclado), los integrantes de la selección nacional de taekwondo (tan jóvenes), y, finalmente, el hombre enfadado. El hombre enfadado tiene su pelo delineado con gomina y peine firme, traje, corbata verde y zapatos brillantes; sus gestos son contundentes y seguros, sin nervios, pero con energía: nadie le rebate y le dicen que por favor, señor, no se enfade, esto último se cuela entre el desarrollo de las Variaciones Goldberg. Yo no me quito la música y entiendo que es algo que tiene que ver con los equipajes. Su traje y sus zapatos son una unidad, su rostro tiene un enfado fosilizado. El hombre enfadado refleja muy bien la sentencia: usted no sabe con quién está hablando. Airado entra en el avión, coloca su equipaje y se sienta. No sé, ¿merece la pena? El enfado es una condena que se debe evitar, aislar. El hombre enfadado representa una clase que me incomoda; a la azafata de tierra le hace escuchar sus razones y al entrar en el avión protesta, otra vez; quizá tenga razón, pero su agria tempestad lo invalida.
+ [En el avión]. La azafata es amable. Me indica el asiento. Es joven, muy joven. A través de ella veo el pasado, que siempre es el mismo. La sucesión de las edades nunca aporta novedad, tal vez algún matiz, pero poco más. En ella puedo adivinar la mujer madura que será y en la mujer madura anticipo la anciana, y en la anciana veo a la niña que fue. Un nexo de unión. Junto a mí se sientan una pareja muy muy joven, ella le dice a él: llevo la piedra que me dio mi madre, porque me cuida. El tiempo del desplazamiento y el tiempo de espera siempre es un tiempo de observación. Yo soy un observador, soy un espectador, nunca un interprete; en silencio y en la semioscuridad. Oigo conversaciones sincopadas, veo rostros y gestos, intuyo enfados y presiento el amor. No participo.
+ Todo lo que observo está condicionado por una intuición sobre el mal, una capa que permanece debajo de la realidad, cubierta por otra capa. El mal existe. No puedo dejar de pensar en Sandhausen. Todo resulta muy quebradizo, muy frágil. Esa idea de fragilidad no me abandona. Como un zumbido. Me canso y sé que el regreso de los fantasmas del pasado no es un episodio pasajero, soy yo mismo. El que está aquí y ahora, el que debe convivir con el que fui. El mal existe, me digo otra vez y estudio la felicidad sencilla de las personas en el metro: enamorados, niños, estudiantes. Personas mayores que parecen satisfechas consigo mismas. Y lo vuelvo a pensar: qué frágil resulta la vida, basta con un instante de violencia. Rechazo la visión y me quedo en paz. He llegado a la estación de Atocha, por fin. Camino hasta las consignas y hay una considerable cola: algo no funciona en el escáner. Busco acomodo en una cafetería. Una cerveza sin alcohol y unos fingers de pollo (no es pollo, sino una pasta recubierta de rebozado: resulta una golosina sabrosa). Leo, subrayo, anoto. Los libros me acompañan. Observo, otra vez observo la rutina, la agradable rutina de los viajeros y sus costumbres: la cerveza, la tapa, la conversación, risas y sorpresas. Una familia compuesta por los padres y las hijas, hijas que ya son mayores, que han rebasado los cincuenta. Tres jóvenes con sus rutilantes teléfonos. La señora con su copa de vino blanco y unas croquetas. El ronroneo de la estación me tranquiliza. Este año he tenido un crisis de estrés, la superé y ahora me cuido más. Hablaré de ello y no seré escuchado. Momentos transparentes en donde ya no doy demasiada importancia a mis experiencias. Me retrato en mis silencios, he aprendido a callar y a no darme demasiada importancia. No sé si es una virtud o un defecto. Pasa media hora, tal vez tres cuartos de hora. Me levanto y regreso a la zona de las consignas; ahora es posible dejar la maleta. Así lo hago. Salgo al exterior y asciendo por la calle Atocha casi hasta su final; deshago el camino y estoy otra vez en la estación. Ha pasado otra media hora, tal vez un cuarto de hora. Me dirijo a las llegadas y espero. Veo llegar a K. y nos damos un abrazo. Un año más hemos conseguido quedar en Madrid, para charlar, para pasear, para estar en silencio en un parque; una vez rebasados los cincuenta años, somos mayores, lo sé y no me preocupa: estoy en calma y soy feliz, una felicidad sin importancia, en la zona de sombra que es mi puesto de observación.
+ Leo fragmentos de la Eneida durante las esperas. Me llama la atención cómo nos conecta la lectura con el pasado, cómo se oyen las voces que llegan hasta el presente. Una iluminación, una palabra, el gesto de sostener el libro. Se refleja aquel momento y éste, pero el libro es otro porque yo le doy el sentido que más me conviene. Qué ajena parece la estación de tren a todo lo que el libro ofrece; trato de establecer un puente y no soy capaz. La gente camina, la gente está atareada, la gente. Yo veo ese fluir de la manera humana y no tengo una explicación, a pesar de haber leído sobre tema, de las conversaciones, de la evidencia manifiesta: el trabajo, las tareas, la ocupación. La lectura es una urna de cristal, puedo aislarme y leer en medio del ruido, la música estridente o el tráfago diario de la gran ciudad. Aquí estoy yo, en mi torre de marfil, tan impenetrable como barata. Qué aprendizaje saber combatir el aburrimiento.
+ Podría entretenerme sólo con el recuerdo de libros que me resultaron especialmente gratos. Rememorarlos, reconstruirlos, valorarlos en la distancia. Mi vacuna contra el aburrimiento.
+ [En Madrid]. No podía dejar a un lado la muestra sobre Auschwitz, que se visitar en las salas de exposiciones del Canal. Vi el cartel que anuncia la exposición, pregunté y la respuesta fue afirmativa: vamos a verla, no será agradable, pero es necesario. Así fue. Era un martes cualquiera de noviembre, subimos al metro y llegamos a Plaza de Castilla, ese desolado paisaje urbano de edificios feos y escultura feas, un lugar sin personalidad donde se alza como un emblema en depósito agua, elevado sobre sus pilares es un recuerdo de otro tiempo, de otro mundo, pero que no ha desaparecido porque está ahí. Observé el tráfico, observé a los peatones a la espera del verde del semáforo y , como me sucede últimamente, vi a las personas y no dejé de reflexionar sobre lo frágil que resulta la vida, la de los otros, la mía en particular. La vida, algo que cuidar y proteger, algo que valorar por encima de las circunstancias. Llovía. Una lluvia fina transformaba ese nudo en una foto en blanco y negro añeja, un nudo no tiene belleza y eso era bueno para el momento: la belleza nubla y rebaja ciertas emociones. No era deseable. El depósito elevado era una baliza. Caminamos hasta la entrada de la sala de exposiciones. Allí estaba la vagoneta que transportó en torno a 150 0 200 personas al campo de concentración, algo que nos pareció imposible, en el interior de las salar estaba la explicación. El absurdo y el horror son hermanos gemelos. Los horrores de la vagoneta son un presentimiento que ha de cobrar vida en el interior, el absurdo preside cualquier intuición. En fin, muchas cosas se pueden decir, recordar, narrar, pero sobre ellas me llamó especialmente un juego de mesa que se titulaba: cazar al judío [Juden Raus]; no era un producto de la propaganda nazi; al contrario, se vendía en los grandes almacenes con una leyenda: «juego para toda la familia extraordinariamente divertido y muy actual». Se trataba de expulsar a los judíos de la ciudad: allí estaba otra prueba que la intolerancia no nació de la nada, no nació por generación espontánea. Se pueden dar razones económicas, añadir la humillación que devino del Tratado de Versalles, sumar otras posibilidades, pero el antisemitismo estaba allí, antes que los nazis llegasen, ellos tomaron ese odio y lo llevaron hasta sus propósitos, con las conclusiones que todos conocemos, que todos creemos conocer (esa maldad se extiende has el día de hoy). No puede uno menos que entristecerse: esos que se podían considerar buenas personas jugaban con sus hijos en sus honrados hogares; no lo desarrollaron los nazis, insisto, sino una exitosa compañía de juegos de mesa: Günther and Co. ¿Dónde habita la intolerancia, el odio, la maldad? ¿Está en los exaltados que gritan en las calles o se oculta en los honrados hogares, esa mayoría que permite que asciendan los exaltados y alcancen sus propósitos? Debemos pensar sobre nuestro papel en la sociedad porque finalmente todos tenemos responsabilidad, podemos jugar a cazar al judío, hacer chistes sobre gitanos, homosexuales o mujeres, también, podemos mirar para otro lado; pero el sufrimiento se hace solido con cada gesto, con nuestra complicidad, cada vez que miramos hacia otro lado.
+ La casualidad me llevó a la exposición de Max Beckmann, a donde no tenía pensado ir. Todos los vectores se concentran en un solo punto y nos damos cuenta más por intuición que por otras razones de cómo estamos dirigidos hacia una idea. La idea es el dolor, el sufrimiento, la crueldad gratuita. En la pintura Beckmann encontré la emoción que buscaba, las ganas de vivir, el contraste entre lo sublime y lo brutal; las salas oscuras, la intensidad de la pintura, el silencio o el rumor leve de los visitantes me retrotraía a los horrores de la época de entreguerras, pero con una posible felicidad, que se anulaba, pero que latía bajo las pinceladas gruesas y oscuras. No me gustaría describir los cuadros, ni caer en una crítica impresionista dirigida a los sentimientos y las buenas intenciones, porque prefiero la vida, con sus escollos, con sus oasis. El dolor, el placer y el amor. La abundancia y la generosidad. Ahí, en esa naturaleza contradictoria, reside lo humano y lo humano se reflejó en la pintura de Beckmann, lo más próximo a mi manera de entender la vida.
+ Imagen: son dos imágenes que parecen solaparse: el disparo y el zoom sobre el mismo motivo. El motivo es la vida cotidiana, sus rutinas, la reiteración de lo esperado; aquello que se rompió en el período de entreguerras en Alemania, que tantas otras veces se rompió o se rompe: en este momento de la lectura. Qué cuidados necesita este equilibrio. [Me fijo en el hombre y la mujer que hablan en la la cocina: parecen tranquilos, es la primera hora de un día de semana, el cielo tiene una pureza velazqueña; Madrid o cualquier otro lugar, pero es Madrid]

+ Mañana del domingo lluviosa. El gris tras la ventana, la música de Camille Saëns Saint [Sinfonía nº 3 en Do menor, Op. 78 (órgano)], el café humeante. Hay libros y periódicos sobre la mesa, pero prefiero la música: el Do menor adapta la circunstancia meteorológica al estado de ánimo. No hay cansancio, no hay aburrimiento, tampoco entusiasmo. Desde hace días se ha instalado una agradable calma que se ve reflejada en las conversaciones y en las esperas; un paréntesis, una cancelación de las prisas y las obligaciones. Dejo la música y regreso a un libro sobre la historia de Alemania: me sumerjo en las relaciones de poder en los siglos xiv y xv para luego descargar en el ordenador una imagen de mediana resolución del castillo de Wartburg en Turingia. Cierro los ojos y pienso en el castillo. Allí tradujo Lutero la Biblia al alemán. Veo, en otra fotografía, el cuarto de trabajo y creo entender aquel trabajo: la traducción o el estudio son sólo posibles en espacios con orden y un equilibrio que mantenga el hilo tenso del texto, la traducción, la lectura. Yo también preparo mi lugar de trabajo. Vuelvo a pensar. La traducción en el silencio del castillo: su disposición, la altura sobre el valle (¿más de 400 m.?), los perfiles sobre la cumbre. La música se desliza por el ensueño de los castillos y los bosques; sé que es escapismo, pero hoy es domingo y la traza de la mañana me adormece, me dejo en la virtualidad de los signos oníricos.
+ Tras su viaje oigo su voz cansada pero satisfecha. No puedo dejar de preguntarme por cierta sustancia de los viajes. ¿Aprendemos, rompemos automatismos, tan sólo es un paréntesis? No sé si hoy es posible el viaje o es esta la verdadera época del viaje, donde hay ya una representación absoluta del territorio: los mapas electrónicos y las innumerables referencias a los lugares. En cualquier caso, prefiero el recogimiento y la lectura, pero, al mismo tiempo, no estoy seguro de que sea una buena elección. Al otro lado del teléfono me habla de su cansancio tras días de largos paseos, de la experiencia y la conversación con otras personas, del ir y del regreso a las obligaciones del estudio. Todo ello conforma una metáfora, la metáfora tiene fuerza suficiente para iniciar una explicación. En este punto lo dejamos porque está realmente cansada y, aunque a mí me gustaría continuar, no es conveniente forzar la conversación, que tendrá su momento, tal vez dentro de un semana. Ella cuelga y yo me quedo pensando en qué manera la ilusión por el viaje se va transformando con la edad, pero se puede extender el cambio a casi cualquier ámbito vital. Pensé en aviones y en trenes, pensé en otros países y en bosques entrevistos desde el tren, pensé en lo que me contaron y en lo que yo no vi. Recordé a chicas que recorrían Europa en el Interrail, veían ciudades y conocían a otras personas; yo no participaba de aquellos viajes y me hacían notar una carencia: muchos años después vi las ciudades y fui consciente que nunca podría ver aquello que ellas habían visto porque yo ya no tenía veinte años, mi mirada se había contaminado de cinismo. El cinismo ha sido una nota paralizante, pero inevitable; ahora me desprendo de su nociva influencia, la verdad no es una elección.
+ Comienza la semana: coche, música en el coche o silencio. He optado en alguna ocasión por el silencio para observar el tráfico, así: todavía de noche, un tráfico denso, el palpable espesor de lo diario. Las obligaciones. Este continuo ir y venir nos configura, el contexto es otra tarea. ¿Sólo por dinero? No estoy tan seguro. He llegado a la conclusión que en una considerable cantidad de trabajo se articula en relación al juego. Una seriedad y concentración que no se abandonan nunca. Trataré de pensar en las consecuencias, pero, más tarde, mientras el coche se desliza fluidamente por la carretera hacia el límite de la provincia, creo que no es cuestión de consecuencias, ni de premios ni castigos, sino una lucha contra el aburrimiento: este temido espectro que muestra la verdad de la condición humana, su materia: el tiempo. Llueve, llueve, llueve y se abren claros. El bosque me fascina y no puedo detenerme. Vuelvo a la idea que tengo del trabajo, el trabajo como el incremento de la ganancia, pero no sólo material, sino ese espíritu de transcendencia, de falsa impresión de que el tiempo se detiene. Un cuervo vuela y el tablero del juego es inabarcable; continua el trayecto, se detiene el tiempo.
+ W. Bennett: «La enseñanza de la literatura es la enseñanza de valores».
+ Frases que nos ayudan a comprender la realidad, pero quizá la compresión no resulte completa, ni siquiera bien orientada. Leemos y copiamos las frases que nos dan la razón, esta es la guía de la cita. V. gr.: la cita anterior se podría invertir con facilidad: «La enseñanza de la literatura no es la enseñanza de valores». Percibo el cambio, la inversión y podría extenderla a la totalidad. Voy un paso más allá y entiendo que esa es mi configuración: la certeza en lo incierto y en la paradoja. Al mismo tiempo, necesito de frases para ordenar el mundo, como oraciones que no se dirigen a ninguna divinidad. Oraciones para ateos. Refranes, paremias, consejas. ¿Límites de la experiencia, el retrato o el retratista? Vuelvo a leer las dos citas, lo uno y lo contrario y me quedo con lo segundo, en este momento, pero sé de mi inconstancia y mi variabilidad, por lo tanto debería haber una síntesis. La síntesis es el abandono a las Variaciones Goldberg, que suenan en el fondo de la sala. Sin entrometerse, sin molestar, la línea de la melodía traza el reflejo la circunstancia móvil, esa dinámica que Bach establece y me alimenta, en la primera y en la última hora del día.
+ Imagen: un recorte de un campo, poca cosa, una búsqueda de un incierto pictorialismo, quizá desgana, quizá nuestro spleen.

+ [1 de noviembre, difuntos]. Vamos al cementerio. El cementerio no es un cementerio con encanto, pero eso no le resta lírica: las tumbas contienen poesía porque el tema la poesía es este y no otro. Recuerdo hablar con una chica de 17 años y me decía que toda la poesía se reducía a esa constatación de la muerte, eso había sacado en claro de las clases de literatura española, de los comentarios de texto y otros ejercicios escolares. Tenía razón, tiene razón. Se mantiene en el cementerio esa atmósfera. Poco tiempo estamos, el suficiente para dejar una rosas en la tumba de mi madre y esperar mientras mi padre reza, un balbuceo silencioso. Salimos y cogemos el coche, tomamos un café y comentamos noticias del día; ahora mi padre sonríe. El dios del instante nos bendice. No somos dichosos, tampoco infelices, una estática calma inunda el día de difuntos.
+ [2 de noviembre, día de vacaciones]. Estudio, leo, anoto. Son casi las diez de la mañana, me siento enclaustrado en una nave espacial [me gusta pensar], en una cámara estanca a donde llega amortiguado el sonido del tráfico, algún claxon, el murmullo de lejanas radios: noticias, pianos, lenvantisca música de baile. Regreso a la lectura, me adentro en la mitad del siglo xix, presiento el silencio, admito mis carencias, me vacío: la lectura es un otro yo, en ese yo pongo mis sospechas. Acierto porque retraso el juicio.
+ Días atrás, mientras tomaba un café, vi a un hombre temblar. El camarero le sirvió una larga copa de coñac, el hombre la tomó con dificultad y la apuró hasta las heces. Su rostro era tristeza y cansancio, un bigote quemado por el tabaco, la piel acartonada, los ojos: vidrio y lejanía, cubiertos de una niebla como una gasa sucia bajo la cual un azul verdoso se licuaba sin agitarse. Nos miramos y mi mirada era severa, injustamente severa, él lo percibió y bajo sus ojos con vergüenza. Me sentí mal. Era un bar cercano al puerto: maderas quemadas por mil cocinas de caldos y carnes inmortales, luz amarillas y un continúo sonido de tragaperras y conversaciones enfundadas en vino agrio y sentencias sin fundamento. No me gustaba el bar, no me gustaba el dueño [tan entrometido, tan charlatán], no me gustaba la clientela, pero finalmente no pude menos que sentir piedad por aquel hombre: la esclavitud era su emblema, pero también el mío y la solidaridad brotó. Salió. Acabé mi café y salí a coger el coche. Estaba sentado en un banco, fumando, como un conejo asustado. Ya no temblaba porque el veneno hacía su trabajo.
+ Organizo la jornada para que en la última hora del día poder leer narrativa: novelas o cuentos. He llegado a la conclusión que sin el aliento artístico la lectura se queda en nada. Al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en aquellos que consideran el abandono de las novelas y los cuentos como un síntoma de madurez. Podría ser, pero prefiero rechazar esas coordenadas. Insisto en mi sistema de canonización, qué mejor que tener unas lecturas sistemáticas: no leo libros, indago en temáticas que he establecido previamente, la sal de la narración resulta indispensable. Hay cuestiones sobre las que no acepto discusión, tampoco las muestro y así permanecen en el secreto de lo diario, sin interrupciones.
+ El hombre que tiembla merece un retrato, más fotográfico que pictórico, más cuentista que novelístico. El hombre permanece definido en mi memoria, continúa temblando. Silent film.
+ Cuentos de los bosques de Viena. El título del vals me lleva a un escenario propicio para la narración: el bosque. Suena la música y se encienden las posibilidades que sugiere el tres por cuatro: como si los viese bailar en un claro del bosque, pero percibo cierto dolor, algo que se ancla en mi tendencia a la tristeza. La música fluye sin obstáculos y pienso en la alegría y la otra cara de la moneda. Finalmente, escucho el Lied interpretado por Elisabeth Schwarzkopf: los arroyos, las montañas, los violines, el amor, el baile, la juventud.
+ Bosques: me intrigan los bosques. La profundidad y la oscura materia que esconden. Me pregunto por el silencio o por el zumbido: el viento mueve los árboles y las hojas entrechocan, fluye una corriente de agua y grazna el cuervo. Los cuervos son animales sagrados, le digo y a mi hermano mientras pienso en los cuervos que he visto tantas veces en las cercanías de la ría. La luz desciende matizada, como cuerdas tensas, la luz llega hasta la tierra oscura y grasa. Inspiro y el frío de la mañana me reconforta: no me disgusta el frío. El vaho sale mi boca y en el aliento se dibuja mi alma y el calor es otra transformación. Mi cuerpo en el bosque es mínimo: unas pisadas, alguna rama rota, un chasquido imperceptible. Vuela el cuervo y se dirige hacia el otro lado de la montaña. Los Cuentos de los bosques de Viena regresan a mi memoria, la música del vals, sus meandros y sus cotas. El territorio se refleja en el mapa, pero el mapa sólo es un herramienta para fines muy determinados, no se llega a capturar la intensa verdad que yo tampoco alcanzo a entrever. Mi madre murió hace ocho años. El bosque me anuncia la proximidad del aniversario. Yo soy el que la palabra pone en los perfiles del bosque. El coche avanza y yo guardo silencio.
+ Como ejercicio de estilo me propongo esmerar mi caligrafía, pero desisto. Luego veo una noticia en un periódico electrónico local que habla de la Livraria Lello. Una presentación de libros, tal vez, y con nostalgia recuerdo haber ido allí cuando allí no iba nadie, recuerdo haber bebido allí oporto barato y aspirar el polvo fino de los libros que no se vendía. Hoy es un atracción turística. Hay un cierto desgaste a pesar de que la librería luce como nunca. Nos gusta lo particularmente recóndito y oscuro, la soledad de los barcos naufragados, que es lo que era en aquellos día Lello. Ay, los ejercicios de caligrafía.
+ Imagen: después de pasear por una playa, en Portugal, aparece la construcción que fotografío y ahora cuelgo. Como si existiese un nexo entre el momento y el diseño espontáneo, el hilo de la creatividad, el rechazo al espíritu de la pesadez: un explosión de alegría sin fundamento, alocada y efímera. Al tiempo, algo de sepulcro veo en la fachada, pero esto en lugar de no ser un mérito instaura una posibilidad. Muere del día.

+ [La cámara de Nefertiti]. No había mucha gente en el museo. Caminábamos por las salas sin demasiado interés, más concentrados en las contradictorias sensaciones que Berlín nos ofrecía que en las piezas de arte asirio, por ejemplo. Muros azules, momias, jeroglíficos. Quizá fijarse en detalles sin importancia nos otorgaba una alegría evaporada, sin mucha consistencia, pero no era el momento. Las salas se sucedían y, como en otras ocasiones, yo observaba lo que los ventanales ofrecen. El cielo, un tejado, el perfil de una estatua: allí vuela un pájaro negro. Al fin, llegamos a la cámara de Nefertiti y fui consciente de cómo la banalidad nos traspasa: ante los milenios no somos nada, ante un segundo tampoco. Sé que el aspecto de Nefertiti es producto de restauraciones, restauraciones logradas, pero restauraciones; ya no se contempla el tiempo que en ella se posa sino la lectura experta del restaurador: aunque su propósito sea que su trabajo no se note, el trabajo está ahí. Pero había una posibilidad de enamoramiento que se conecta con la ciudad. Con todo, podría ser una mujer de hoy día y eso me turbaba: se sostiene la permanencia de los rostros y los gestos: ese realismo que la figura tiene y nos traspasa: la misma materia que sostiene nuestra forma. Desde la sala contigua la gente hacía fotos tratando de atrapar esa magia inasible. Allí con diferentes artilugios fotográficos los visitantes disparaban; yo también disparé, pero no sobre la pieza, sino sobre los cazadores. Mi tendencia hacia lo paradójico. En la tienda del museo compré una reproducción que terminé por enmarcar con un marco barato: ahora está en ese muro que construyo. Nefertiti arropa mi sueño, me gusta pensar en la última hora del día.
+ Escucho la RAI y leo una reseña del último libro de Samanta Schweblin. Uso el ordenador, uso la tableta. Ha comenzado el frío, el día es claro, me espera la tarea diaria. Todas las acumulaciones son caóticas, acumular se enfrenta al orden. El aparente orden espontáneo de las acumulaciones debe ser estudiado con atención: lo hago, pero la ubicación de los libros se plasma en los agrupamientos temáticos. Creo entender esto, pero me equivoco. La RAI detalla problemas sobre educación y Samanta S. nos habla de unos peluches con cámara incluida ante los que exhibirse, un extraño al otro lado controla la cámara y el movimiento del peluche, la cámara está tras uno de los ojos de cristal. Samanta S. vive en Berlín, Samanta es argentina. Pienso que Berlín es un buen lugar para alguien que escribe. El frío matiza la geometría de los edificios, son precisos sus perfiles a esta hora. Escribo desde el desorden, han cambiado la hora, es domingo, fiestas en el olvido, el tedio.
+ Compro un libro de Samanta Schweblin. La narración, la novela ocupa la centralidad del canon, obviarlo se traduce en apartarse del momento que nos toca vivir. Para estar en el mundo no se puede dejar de leer novelas, cuentos, crónica frívolas: incluso. Ahí una verdad que se resiste a ser conquistada.
+ Escucho a la escritora en el mar del insomnio, las cinco y media: habla de su visión. Visión, qué palabra. ¿Visión es prima hermana de iluminación?
+ Post festum, pestum et post coitum, tedium.
+ «Finalmente, una perspectiva consoladora: con ayuda de la edad, la obligación de la fiesta diminuye, la inclinación a la soledad aumenta; se impone la vida real.» M. Houellebecq.
+ Una tarde agradable en una agradable casa en una agradable compañía. Todo resulta fluido y armonioso. La vista desde el jardín o desde la terraza superior nos sorprende, el panorama de la ría se extiende ante nuestro asombro: de un golpe comprendo cierta idea de geografía política o económica, pero percibo que no tiene importancia: importa la belleza de la ría, el tacto pictórico que tiene la vista, la disposición de las edificaciones. La tarde transcurre amable y cálida. Cenamos y charlamos entre risas y anécdotas graciosas, una conversación entretenida. Su nombre es alegría, un regalo. Pero, como me sucede desde que visité Sachsenhausen, el campo de concentración, no puedo evitar percatarme la fragilidad de la vida. No me entristecí, pero sí guardé silencio, no dejaba de preguntarme por cómo sucedió el Holocausto, sin olvidar otros holocaustos [al tiempo estoy leyendo El holocausto español, de Paul Preston]. Se pude indagar en las causas, pero la respuesta definitiva no la encontraremos, porque no es la historia donde se encuentran las razones del mal, mejor sería indagar en la biología, en la psicología, en la psiquiatría. Bueno, regresamos y la noche era cerrada. Hablamos sobre la conveniencia de las visitas, de saber dar por terminado el encuentro, la buena educación, respetar las distancias y los tiempos. Llovía débilmente y no dejaba de pensar en esa certeza: el mal está ahí, entre nosotros, camuflado en lo cotidiano, en aquél que nos atiende en la gasolinera, el profesor de matemáticas o en el que toca la flauta en la banda local; hombres no muy distintos a nosotros apoyaron explícitamente o con su silencio la extensión de la crueldad. Era sábado y estábamos en paz: ahí descanso.
+ La vida cotidiana previa a la Segunda Guerra Mundial (SGM). Fotos de Roman Vishniacs el lunes a primera hora, antes de irme al trabajo. Las veo y me llevan a otras que vi sobre los días previos al estallido de la Guerra Civil Española (GCE). La SGM y la GCE en sus días previos se equiparan: la gente sigue con su vida, ajena al estallido de la guerra. En ello pienso. Lo cotidiano se rompe sin explicación y aparece la dispersión, el desorden, el dolor. El frío y el miedo. Las fotos en blanco y negro son muy expresiva y esa expresividad transforma la escena, la dota de un aliento artístico: cuántas son las caras de la realidad y qué poca cuenta las fotos dan de la riqueza que se atesora en un segundo de vida, la fracción de segundo que atrapa. Veo, otra vez, las fotos en la pantalla y me parecen muy plásticas, pero sé que la vida es otra cosas y no un trasunto artístico. Queda la memoria, pero el frío y el miedo se han fosilizado. Prefiero el testimonio escrito, hoy prefiero el testimonio escrito a cualquier otro registro del pasado.
+ Imagen: la cocina el domingo por la mañana.No he tocado nada, no hay composición, salvo el encuadre que realizo con la cámara [que no es poca composición]. Me gusta la disposición espontánea de los elementos, la luz, una coloración desvaída. Julio, domingo, primera hora; como si flotasen los restos del sueño en la atmósfera: tal vez.