sábado, 27 de octubre de 2018

Fragmento de Berlín







+ Llegamos a Berlín de noche y de noche nos fuimos de Berlín. Aviones, trenes, estacionamientos, metros en superficie, metros bajo tierra, la luz difusa y nocturna que embosca la geometría de la ciudad,  la geometría se pliega. Los trenes nocturnos poseen una lírica particular. Berlín eran trenes nocturnos y pasajeros con su botella de cerveza (1/2 litro): ese hipnotismo nervioso. El cine expresionista entrevisto en la adolescencia. Entonces pensé en los Lieds de R. Strauss cantados por Elisabeth Schwarzkopf: me gusta la profundidad que aparece en ciertas consonantes, me trasladan a valles profundos y bosques infinitos, los pilotos rojos de los coches que comienzan a dibujarse en el declinar de la tarde y en el inicio de la noche, coches que surcan perfectísimas carreteras orladas de coníferas, montañas que apuntan más allá de lo que la vista alcanza.

+ El tren atravesaba la noche velozmente, luces lejanas, silbidos, árboles, tejados, la lechosa claridad de una estación donde el tren no se detenía. Nos mirábamos y sonreíamos, ya que el viaje es una parte de la construcción del amor, del amor y sus proyecciones, territorios y tiempos.

+ [Nuestra casa en Berlín] M.B. nos esperaba: camisa vaquera, pantalón vaquero, y unas chancletas que acogían sus muy cuidados y hermosos pies: uñas rosa pálido, como porcelana, tal vez. La mezcla de acentos que emergía en su correcto inglés transformaba la estancia en música alzada. Era el portugués de Brasil el que triunfaba sobre las otras lenguas. Luego esbozaba con gracia frases en español o en italiano, en una indistinta continuidad. La casa se asomaba a un parque, los árboles comenzaban a perder sus hojas, la imposición del otoño; esa melancolía agradable, nos dijo. Lejos de la paradoja, los árboles siempre tienen una humilde dignidad que me reconforta. Silencio. Como el frotarse los élitros, el sonido de los electrodomésticos recubría la música proveniente de un pequeño altavoz. Una capa de intensidad. Me fijo en estas cosas y las recuerdo con precisión, me planteo las posibles relaciones entre ellas y edifico un mundo: soy improvisación y dispersión, no siempre. Mi tendencia al barroco y a la fantasía, de niño era así y en ello me reconozco: ahora lo veo veo con claridad, antes no. Nos despedimos de M.B. y nos fuimos a la cama tomados por el cansancio. Caí en un sueño profundo: el discurrir del relato se estructuraba en torno a actividades cotidianas, sus derivaciones y la posibilidad de un ascenso. No tenía esperanza de que fuese un presagio, pero me hizo gracia. El día llegó y la previsión era cielo despejado: erraba. Las nubes volaban suaves, tranquilas, marmóreas en el cielo de Berlín, pero oscuras, profundas, románticas. Así entiendo yo la expansión del romanticismo: un paisaje que alcanza nuestro presente, tan deudores somos de su presencia. Un anuncio de lluvia en cada voluta, en cada circunvolución.

+ No puedo construir un relato ordenado sobre Berlín. La emoción y la indiferencia. La lluvia, el cielo gris, las calles.

+ [La botella de cerveza, medio litro de cerveza]. En muchas ocasiones lo que nos da el tono de una ciudad son detalles y no las indiscutibles landmarks. Así, nosotros, cuando viajamos en el el S-Bahn no podíamos dejar de fijarnos en los viajeros que bebían cerveza de sus botellas de medio litro: metódicos, impasibles, concentrados en el trago lento y substancioso. Miradas al frente, perdidas en el traqueteo del tren, en la nada, sin deseo. Una atenuada sensación de finitud: en cada trago parece desvanecerse la anomia, me digo una vez más. Las botellas de medio litro, un recuerdo nítido. ¿Hay una referencia en ese hábito, tan extendido? Pensé: ahí hay una nota disonante en disciplina extraña y necesaria, una nota que se opone a la perfección de la ciudad. Una regulación explícita que se salta, pues son evidentes los letreros donde se está prohibido beber alcohol en los trenes, pero los bebedores de cerveza son tenaces y yo los observo porque sé lo que supone la ebriedad, la anulación manifiesta que contiene, por leve que sea esta ebriedad: se bebe para sentir ese despojarse, por una cierta desinhibición o por un recogimiento que nos aleja de nuestra mismidad, de la circunstancia, del tiempo que nos comprime. La ciudad es luz y geometría pero un fantasma se desliza siniestro entre nosotros, en el vagón, en las botellas, un genio habita en el vacío y la única respuesta que entrega es el olvido. El olvido flota en los trenes nocturnos, de regreso al hogar desde los rutinarios trabajos, el olvido flota translucido y yo lo he visto.

+ [¿Cabe la posibilidad de que beber cerveza directamente de la botella sea una excepción a la norma que impide beber alcohol en los trenes?, me pregunto hoy, cuando corrijo el texto].

+ Me preguntan por los días en Berlín y no tengo respuesta, porque hablar de decepción es necesariamente injusto y mostrar entusiasmo es la otra cara de la misma mentira. Por un lado sé que hay un punto siniestro dentro de mi visión, que alcanza a Berlín, a Alemania, que encaja con un algo construido desde la infancia: recuerdo la primera vez que vi el rostro de Hitler, lo recuerdo muy bien. Recuerdo preguntarle a mi padre quién era aquél hombre, y recuerdo que me explicó algo, no demasiado, y aunque me resulta imposible reconstruir aquellas palabras, sí me puedo volver a ver la portada de la revista, los ojos fríos y penetrantes. Una semilla germinó: un presentimiento sobre la maldad: la unión de aquel rostro y lo que mi padre me dijo sobre la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y el dolor. Pienso, ahora, en la maldad, en una violencia cruel y reiterada; me percute, me hago cargo de una paradójica naturaleza, que se resiste a ser atrapada, pero lanza un zarpazo inesperado y frío, certero. Sí. Cuando vi la primera placa en el pavimento en memoria de los que llevaron de su domicilio al campo de concentración o de exterminio me asaltó esa misma perturbación que cuando vi el rostro de Hitler y escuché lo que mi padre me explicó: han pasado más de cuarenta años.

+ Ahora íbamos en un ultramoderno tren hacia Sachsenhausen, el campo de concentración: 37 kilómetros lo separan de Berlín. Me pregunté, entonces, por el núcleo de lo humano y me vi incapaz de dibujar un trazo limpio que fuese de un punto a otro: era imposible, permanecí en silencio y observé los bosques que orlan las vías del tren. A C. y a mí nos llamó la atención la ausencia de relieve, no había ni siquiera una colina (es un detalle sin importancia pero yo pensaba en aquellos que iban hacia el campo de concentración sin saber a dónde iban, qué les esperaba; pero ellos veían el mismo paisaje de bosques inmensos, apeaderos, algún almacén). Las estaciones se suceden y el tren no para, el vagón está vacío, salvo nosotros y una anciana de gafas doradas, espeso pelo blanco y un bastón negro, brillante, esbelto. La agitación que me perturba se manifiesta en toda su magnitud: la misma que sufrí aquella mañana en casa de mi abuela, cuando someramente mi padre me explicó algo sobre aquél hombre, unas palabras flotaban sobre la portada de la revista y yo estudiaba su mirada, nada más: el mal. Llegamos a la estación de Oranienburg y había una multitud en la parada de autobús, me recordó a las colas que vimos en Lisboa para tomar un tranvía [en qué medida el turismo es intercambiable, sin importar lo que se visita: la pastelería donde se venden os pastéis de Belem o el campo de concentración; sentí pena: yo estaba allí y yo era parte de eso mismo].

+ El autobús 804 iba atestado de gente, con sus cámaras, su ropa de trecking, las mochilas, y los teléfonos no cesaban de consultarse: fotos, vídeos, canciones, respuestas […]. Oía con claridad las risas brillantes de unas chicas francesas: su lozana presencia, el palpitar de su alegría, la verdad incontestable de su juventud. El contraste era doloroso: veía casas, árboles, urbanizaciones; hombres que trabajaban en un huerto, mujeres con una bolsa de la compra, un operario que repara una avería en un poste telefónico. La vida sigue en una sucesión de tareas, gestos y obligaciones que son incapaces de acallar el pasado. Una áspera presencia inmaterial me asaltaba, un déjà vu, una sensación hipnótica que comenzó con el aterrizaje en Berlín. Una vibración agitó un algo sin nombre que habita en el aire.

+ El campo de concentración me conmovió: una punzada. El espesor del pasado se trasladaba al presente, y esa transición constataba certezas sobre el hombre que no se pueden obviar: la crueldad extrema. Los objetos de los prisioneros, la palabra asesinato, la juventud de los asesinos y sus prácticas (…): la acumulación de pruebas que atestiguan los crímenes,  pero, entonces, me inquietó con mayor intensidad el bosque, los árboles, su elegante perfil: testigos mudos, silenciosos, con el silencio eterno de la muerte. Ese silencio.

+ [Arquitecturas del mal]: funcionalismo, los azulejos de las cocinas, la enfermería, la contundencia de las formas, la geometría y la exactitud de la disposición en triángulo que el campo tiene; el color verde de los muros, la biblioteca del comandante, la visión del campo que se tiene desde la ventana en la que se situaba una potente ametralladora. Recordé a Foucault, recordé que las arquitectura son un texto que se debe leer como el texto que es. Recordé colegios, cuarteles, hospitales. Las arquitecturas disciplinarias por donde yo había transitado. Recuerdo bajar por las escaleras, recuerdo su pasamanos, recuerdo el brillo de los barnices. Recuerdo la biblioteca del comandante del campo y recuerdo el sillón donde leía. El silencio. La arquitectura traza un texto que como todo texto reclama interpretación y sentido, pero tanto la interpretación como el sentido parte de nosotros, más allá del texto. Recuerdo ver en un panel la foto de uno de los crueles vigilantes del campo: apenas tenía diecinueve años.

+ En una ocasión alguien me dijo: «Cómo mi abuelo iba a recorrer España matando rojos si tenía sólo 19 años», nada dije y pensé: «Precisamente por eso, porque tenía 19 años».

+ No se debe hablar mucho de la visita. La evidencia se reflejaba en las personas: unos lloraban y otros permanecíamos en silencio y turbados. El relato del horror que trenzaba la audioguía, el plomizo cielo y, otra vez, los arboles que arropan las torres de vigilancia, que se asoman tras el muro, en torno a la terrorífica vivienda del comandante. Silencio, paz, horror. Salíamos del sueño pesado, de la certeza de una pesadilla, pero un terror era más punzante por su conexión con la realidad y lo banal: no desapareció con la vigilia.

+ Tomamos otra vez el 804. El silencio, los cuerpos, el zumbido. Los árboles, las casas, la estación que aparece otra vez ante nosotros. Descendemos y el guía de una excursión se despide, alguien le dice algo en español: esas preguntas sobre el mal y pienso que bastaría la instauración de una impugnidad para que surgiese otra vez. El cielo ofrecía su plomo sucio, había charcos en la explanada de jabre pisado, el zumbido se rompe cuando se oye la llegada del tren. Regresamos a Berlín.

+ Ahora que el recuerdo comienza a sedimentarse veo la ciudad desde otros ángulos, al calor de una otra poética en la que colabora una foto de Nan Goldin, fuera de la crueldad entrevista: paisajes que emergen en los sueños y no nos anuncian nada, salvo la contemplación a la que nos remitimos. Berlín ahora es un escenario propicio para narraciones, como las que se contienen en la foto de Nan.  Busqué el pequeño libro de fotos de Nan Godin. Lo abrí y llegué hasta la mujer que se mete en el baño, una foto tomada en Berlin: «Käthe en la bañera, Berlin, Alemania, 1984». Espejos, un monocromo escenario, el cuerpo desnudo como realidad inconstable, la honestidad evidente, la evidencia de lo finito. Un acento sobre aquellos días llegó del pasado con esta foto, la certeza del mal, pero también una certeza de su contrario: la generosidad, el silencio, la posibilidad del amor. Así quiero recordar Berlín, mediante esta foto, sin olvidar mis tribulaciones.

+ Nos despedimos de M.B. y de su familia. Aquella última media hora antes de tomar el S-Bahn hacia el aeropuerto me aproximaron a la ciudad, a la belleza de aquella última hora de la tarde que se reflejaba en los rostos que viajaban con nosotros en en S-Bahn. Alguien irguió la botella de medio litro y bebió. Yo comencé a despertar. La noche caía implacable.


+ [Hubo muchas otras cosas: comidas agradables, el hermoso concierto de la Filarmónica de Berlín (Sibelius y Grieg), paseos, fotos, risas, cervezas, atractivas mujeres y atractivos hombres, esbeltas bicicletas, parques, niños felices, Nefertiti, algún cuadro, alguna foto, unas postales, una carta, besos, abrazos (...), pero yo dormía, dormía desde que llegué a Berlín y en ese estado me desplacé y sentí el peso de la ciudad, un gran peso que no he conseguido liberar. En el Museo del Cine Alemán vi una foto de Cesare, el sonámbulo de Das Cabinet des Dr. Caligari, vi a Cesare y en él me vi reflejado: ¿era yo también un durmiente, todavía lo soy?].

+ Imágenes: el S-Banh llega a la estación: llueve, los árboles, la nostalgia de la adolescencia decrece y el presente se ensancha. Un portal en Belín Este, la noche nos arropa y la avenida es muy amplia: las sombras, el silencio, el perfil de la masa de árboles. El número 3 es mágico: enumeraciones de tres elementos. Un fragmento de alguna arquitectura mínima: la evocación, la geometría, lo que se puede abstraer en el disparo de la cámara. Las placas en el suelo que recuerdan a los que se llevaron y nunca volvieron: es también nuestro presente, podemos vernos reflejados en un pasado que no hemos vivido, donde palpita el infierno; un sonido sordo y constante, un zumbido que tres semanas después persiste, las dos placas constatan la tentación siempre presente: la maldad [no se puede obviar].  Por último, coloco en el atril que utilizo para el estudio el pequeño libro de Nan Goldin, busco la foto de Käthe en Berlín y disparo: queda reflejado el reencuentro. ¿Volveremos a Berlín?

sábado, 20 de octubre de 2018

El regreso




+ Bosques entrevistos desde el coche. Los veo en invierno, en otoño, en verano, en primavera. Los veo, los observo, los estudio. No es mi trabajo, pero mi trabajo diario me lleva por sus orillas, desde la carretera los veo mientras me desplazo a mis diarios objetivos laborales. Así, he adquirido la capacidad de leer en sus líneas de fuerza: el liquen asciende por los troncos en el final del invierno: tan visible, esa simbiosis, veo los caminos perfilados por los intersticios que se forman entre los árboles, las rocas, el fin del bosque y el comienzo de la montaña desnuda, donde asoman piedras, lacerados páramos, casas salpicadas y en la cumbre un repetidor de televisión: antena y caseta cercada. Observo desde lejos la caseta: la arquitectura requiere otra lectura, la arquitectura es un texto y me pregunto por el texto que conforma la caseta y la antena. ¿El bosque es un texto? Hay una radiación que imposibilita lo absolutamente natural porque ya no es tampoco una realidad a imitar [me digo y dudo, como siempre dudo]. La música atesora preguntas por explorar, esa abstracción me transporta a indicios difusos, que no desean la concreción y en ellos me detengo. Me dejo llevar y me centro en la conducción porque esa es la tarea.

+ Soy incapaz de descifrar el rostro que asoma en el ordenador. Es un retrato de Goethe. Estudio su mirada. Lo dejo y pienso en el pequeño tomo que compré en Capodimonti. Goethe en italiano. Nápoles. No me he esforzado mucho en la tarea de llegar a la traducción del rostro del escritor alemán, ni siquiera tengo ganas de aventurarme, así son estos días de otoño, este otoño cálido, de agradables brisas y provechosas lecturas. Sólo escribir, sólo leer, y observar cómo la calle tiene vida propia. Pero el rostro sigue ahí: la severidad, la autoriadad, el respeto; tal vez. Sé que me falta algo, que nunca llegaré a tener la clave que ilumina la verdad del retrato, pero verlo me retrotrae a tiempos ya lejanos donde el retrato me interesaba muchísimo. ¿Todavía me interesa? Oigo murmullos que ascienden desde la calle y me parece que habito en una torre. Las 17:34. Hombres que trabajan, niños que corren, el día es amplio y su dimensión me abruma: ¿duran todos los días lo mismo? Conocemos la respuesta: no, pero la pregunta es pertinente. Goethe me deslumbra, por su figura, por la veneración profesada. Ay, en otro momento comenzaré con el retrato de Hegel. Otro día, otra semana.

+ Recupero el libro de fotografías de Charles Bukowski y el libro de letras de Jarvis Cocker. Los coloco juntos, en un primer momento. No sé si constituyen una unidad, pero interesa pensar en la posibilidad. Las extrañas alianzas llevan a descubrir una parte de nosotros, quizá no se trate tanto de descubrir y sí de construir. En cualquier caso, el libro de Bukowski es para descomprimir cierto nerviosismo previo al viaje, el libro de Jarvis es para el viaje mismo. En realidad el enlace está en el viaje, pero la verdad del enlace está en ese mi deliberado fetichismo. El estilo, la posibilidad de la paradoja, la escritura, la lectura, una inclinación hacia lo libresco y a la constitución de percepciones a partir de la actividad lectora. (Voces que llegan desde otros pisos me recuerdan que soy mortal, y cuánto bien me hacen). Veo el equipaje a medio terminar y yo me reflejo en su materialidad, aquí utilizo la herramienta marxista del reflejo: toda obra de arte refleja la sociedad donde se ha producido [Georg Lukács], así mi equipaje refleja mi mismidad [etc]. Los libros y los lectores concretan una alianza duradera, pero efímera, yo soy en ellos, pero ellos son porque yo soy. Bukowski y Jarvis, hoy.

+ Recupero el libro Historia poética de Nueva York en la España Contemporánea, de Julio Neira.

+ La lectura se detendrá por unos días. Es bueno dejar la rutina a un lado, para volver con más ganas. Mientras tanto, debo reflexionar en cómo Nueva York se ha constituido en un tema, del que no sé el recorrido que tendrá. ¿Leeré poemas, tendré noticias más o menos curiosas, fotos, vídeos? Todo está al alcance de mi mano, incluso visitar la ciudad. La lectura no descansará totalmente porque llevo una introducción a la teoría literaria y el libro de Jarvis del que antes hablé. «Nulla dies sine linea».

+ Devuelvo el libro sobre la poesía española en Nueva York al estante, no es el momento, pero llegará. Los libros establecen su momento, por encima de nuestros deseos. Creo que es ahí  donde el autor se diluye.

+ Se muere la diva operística y con muy mal gusto publican una antigua entrevista donde ella sale muy mal parada. Hay cosas que se deberían penar. La mañana comienza con ese recuerdo y no deseo que sea un desagradable acento, al contrario: para reflexionar sobre la fugacidad y la imposibilidad de enfrentarse a la certeza inapelable.  Más tarde escuché la voz de la diva, que inundó el coche, que tiñó la mañana. Sólo escucho música clásica, a no ser que los locutores hablen demasiado: entonces busco alguna emisora pop, donde sepa que no hablan, que como mucho presentan las canciones. Ay, la muerte y la maledicencia.

+ [Nota: durante el viaje y la estancia en Berlín nada leí del libro de Jarvis. Podría haber tenido la intuición, pero confié, una vez más, en mi capacidad para leer en los viajes, una capacidad nula]

+ Imagen: deliberadamente la foto ha sido maltratada, hasta perder el foco, los colores, el sentido. ¿Ha perdido su sentido o adquirido otro, un reflejo de la intención del momento? La lectura se abre como esas flores de té japonesas: inunda la transparente tetera. [Me parecen tan actuales las dos mujeres, operando con las pequeñas pantallas de sus teléfonos inteligentes, sus ropajes negros, el escenario que Arco2018 supone: y un etcétera de ítems]

sábado, 13 de octubre de 2018

Wahlheimat


La Rochelle


+ A última del día leo, leo cosas que no conciernen a la obligación diaria. Ayer en esas lecturas encontré dos veces *más bueno. En un filosofo y en un novelista. Ninguno de los dos es un mediocre, tampoco un ignorante.  Eso confirma que la forma mejor va muriendo. Es raro, cada vez es más raro que oír que se emplee. Las palabras tienen vida, en el sentido que nacen, crecen, se reproducen y mueren, con la particularidad que tienen la posibilidad de resucitar. Yo no tengo labor de fiscal, simplemente observo. Soy un observador, del lenguaje y de la vida.

+ En lugar de superstición, prefiero ritual [repito].

+ Ese oficio del observador invade mi actividad, la totalidad de mi actividad. Como el agua que anega un prado, cada vez hay menos zonas abierta al aire de la mañana. Me siento y veo la vida pasar, lo dejo y regreso a la lectura. Mi actividad me lleva al apartamiento. No me planteo cuestiones morales. La biografía no puede ser dilucidada por el que la construye, la sufre. Mi calidad de observador me hace ocupar un lugar neutro, este lugar tiene su concreción en la última hora del día cuando toca, con la luz apagada, hacer un examen de lo que ha ocurrido, el sueño me alcanza y todo se desvanece. Ese diálogo con un otro yo me hace saber donde está la juntura entre la vida y el sueño, la vigilia y el sonámbulo. No soy un sonámbulo, pero la vigilia me produce rechazo: la actividad frenética, la ambición y la codicia, la seguridad, la risa de la fiesta, la marcha de marea humana, los político y los votantes. Me corrijo y alcanzo llega una extraña paz. El prado está totalmente inundado y el agua refleja el sol, la caricia del aire templado es agradable, sé que tengo suerte y lo celebro porque sé darme cuenta de ello, la suerte existe, aunque positivamente no se aceptable esta concreción. En fin, la radio atruena y hay que acudir al trabajo: ese deseable u odiado bucle.

+ Por casualidad he visto en mi teléfono la duración de todas las llamadas, desde que tengo el teléfono:he hablado con el más de 488 horas, horas que superan veinte días continuados de conversación, sin interrupción. Poner sobre el dato un acento aporta una astilla de inquietud, pero es mucho tiempo. ¿Una etiqueta? Dónde está todo lo hablado, me digo y cierro el contador del cacharro. Nuestra vida se somete a variadas contabilidades, por un acierto o por un error se eleva nuestra configuración y casi no lo contamos.

+ Una visita a una enferma, un entierro y una medición. Ese fue el periplo del penúltimo viernes de septiembre. El hospital se eleva sobre una montaña, desde allí la ciudad aparece como un animal tendido al orilla de la ría de Pontevedra; acero, colores pastel, pasillo iluminados tenuemente; la enferma se ha recuperado y regresa a su casa, al borde de la ría de Vigo: está contenta y habla con distancia de la cicatriz que le ha quedado en el vientre; su alegría hace que me sienta bien. El funeral previo al entierro: un pequeña iglesia, el campo de la fiesta, los coches apiñados, conversaciones sobre el pasado lejano, la traza de una autovía, el atuendo, las costumbres olvidadas, cenas y nombres que se comienzan a olvidar: Jallejo, o Páxaro-Cabra, Manolo o do Monte. El sonido de su voz hunde su huella en mi memoria. La medición es un éxito, no hacen falta ni quince minutos y el resultado satifactorio: 297,00 m2.

+ Lectura de Foucault en las última horas de la tarde, poco antes de salir a pasear. Es domingo y la fuga de Bach llega desde el salón. Hace calor, es domingo, las novelas tienen un componente de conocimiento que nunca se debe despreciar. Sumo las tres afirmaciones y me retrotraen épocas pasadas no tan felices. La yuxtaposición y la distancia entre enunciados es algo propio de la ebriedad. La ebriedad ha sido desterrada y leo a Foucault. ¿Es otra ebriedad ésta que se hace carne en la lectura? No.

+ A veces escribo palabras en Google y le doy a la pestaña para buscar imágenes. Retrotraer, proposición, enunciado. Las imágenes que recupera el buscador tienen un punto de definición que debe ser observado.

+ Busco aleta en el catálogo de imágenes. No me satisface. Duermo. Sueño que camino descalzo; cuando me despierto busco el significado del sueño y se me devuelve tras la búsqueda la razón: inseguridad, soledad, miedo; no estoy de acuerdo. La acumulación de detritus entorpece el comienzo del día, una limpieza superficial lo soluciona.

+ Pienso el entierro. Las series que se deslizan por el tiempo, como una generaciones narran los avatares de las generaciones anteriores, pero llegará un día en que nadie esté para narrar lo que ahora sucede. Es un mundo que desaparece. Yo sólo soy un observador, pero en la mirada pongo todo lo que sé, que no es mucho, pero me gusta pensar que tiene la posibilidad de flexibilizar la descripción, la anécdota, la peripecia. Es flexible mi intención, en su plasticidad reside su fuerza.

+ Wahlheimat (al.): patria adoptiva.

+ Imagen: una licorería en algún lugar de Francia cuando la noche ya es cerrada y disparo por una luz que me conmueve, por el color del oro, por la venenosa y engañosa transparencia de los licores.

sábado, 6 de octubre de 2018

Las supersticiones y los rituales


La Rochelle

 + Leo a últimas horas una novela. Creo que la novela tiene una capacidad de agrupamiento que resulta ajena a cualquier otro texto. Cada texto tiene su textura. Al final del día, después de una intensa tarde de lectura, estudio y notas, encuentro en la novela un aproximación a un cierto sentido de mi actividad, tal que me recordase quién soy. No es algo que se pueda llevar al laboratorio y extraer consecuencias válidas para una generalidad de lectores, porque es algo íntimo y responde a una construcción. Así, un día leo: la novela ocupa la centralidad del canon, y esto se opone a una afirmación absurda: yo ya no leo novelas, y respondo con falsa ingenuidad: ¿por qué? No hay respuesta. Las dos puntas de la horquilla constituyen una brújula para indagar en el asunto de la lectura, ese tema. No hay solución y me abandono a la lectura sin esperar demasiado, salvo ese bálsamo de última hora, esa conjunción que hace que me deslice hacia el sueño, el reparador sueño. ¿Una superstición? No me gusta la palabra, pero sí hay ciertas concomitancias.

+ En lugar de superstición prefiero ritual.Corrijo.


+ [Ansiedad]. Los altos directivos del hipermercado veraneaban cerca del centro comercial. Cuando se aburrían iban allí a realizar inspecciones sorpresa. Disfrutaban con la expectación que generaban y con el nerviosismo que flotaba en la plantilla, desde el director [un hombre obeso, calvo y mal humorado] hasta los limpiadores [intercambiables en el anonimato de sus uniformes: pantalón azul, chaqueta y camisa amarilla y gorra otra vez azul].  Eran dos hombres de mediana edad, altos, bronceados y con un aspecto jovial y robótico. Su atuendo veraniego respondía a un código donde también se encuadraban tanto trajes, corbatas y zapatos. Gafas de sol,  deportivas, colores intensos, ácidos, ropa que revelaba un precio elevado, una frontera entre ellos y los uniformes, esa mezcla entre lo provisional del verano y su autoridad indiscutible. Eran el resultado de una evolución en las clases dirigentes, lo sabían. No eran originales, pero sí perversos. Paseaban con interés entre los lineales y se hacían confidencias. Reían, se mostraban curiosos y displicentes,  se marchaban en el potente BMW X6 y tras ellos quedaba una estela de inseguridad. [Así podría comenzar, pero no será el caso].

+ Sábado noche, en un bar de tapas. Ruido, olor a fritanga, olor a vino, olor a humedad. Es un lugar no muy cómodo, pero la comida resulta aceptable. Los camareros son amables, la dueña también. El ambiente es bueno, salvo por los comensales que están detrás de mí. Son dos parejas que parecen no llegar a los treinta: sólo ellos hablan, ellas se ríen satisfechas: con estruendo. Parecen mandos intermedios de una fábrica de algo, donde se dan cita hojas excel, pedidos, notas de desplazamiento, el departamento financiero, becarios y peripecias, reprimendas, organización y desarrollo de proyectos (…) Relaciones laborales que van más allá del trabajo y se extiende al fin de semana. Sólo hablan de trabajo y lo hacen con mucha pasión. La vehemencia imprime volumen y celeridad. Me fijo otra vez en que las mujeres no intervengan pero sí asientan con sus risas nerviosas, con estruendo y sin disimulo, cada vez más desinhibidas. No me interesa su conversación, pero no queda más remedio que escucharlos. Flota insistentemente la palabra proyecto y el sintagma desarrollo de proyectos. No puedo verlos, pues yo estoy de espaldas y la curiosidad me mata. Es una cuestión taxonómica. Uno se levanta y lo veo: unos vaqueros sucios, una camiseta azul que le marca los michelines, camina como John Wayne: se escora hacia la derecha. Regresa y veo un rostro ovino, la mirada vidriosa que ha cristalizado el vino, un braceo arrítmico. Se sienta y dice: ya está. Las dos mujeres se ríen. Trato de volver a nuestra conversación, pero la de los vecinos me lo impide. No quiero escuchar más el resumen de sus últimas semanas en la factoría, ese subrayado que realizan sobre los términos recién adquiridos. Y dice: «le llamé la atención: no me vuelvas a presentar un documento ileíble». Algo se desmorona. Salimos y no puedo dejar de estudiar el atuendo del segundo: su camisa blanca con ribetes azules en el cuello y en los puños, el colgante celta que lleva al cuello [con la cinta de cuero muy ceñida], su peinado, el gesto desmayado, el moreno extremo, la colección de anillos, el reloj tan pesado. No saco conclusiones, me queda el ruido, la molestia y la certeza de que en España gritamos mucho y mejor sería no haber escuchado esa conversación. Su circunstancia, me guste o no, ha interferido en la agradable conversacione que se desarrollaba en nuestra mesa, la agradable conversación en voz baja.

+ [Antes de Berlin]. Pronto estaremos en Berlin, me dije, y no puedo dejar de pensar en algunas películas que vi hace tiempo. Un hombre con sombrero, gabardina y paraguas, que camina con indolencia. Espías, traficantes, estraperlistas. Un muro que parte la ciudad. El blanco y negro que se hacía materia en los pesados televisores de la post-adolecencia. El aparto para reproducir cintas de vídeo, el vapor de la tarde, aquella habitación de humo, whisky y pedanterías. La cocaína no había aparecido, pero se presagiaba. Hachís, libros, cine. Se asomaba la habitación a una de las calles principales de la ciudad. La cinta corría y en la calle la vida era vida, no un reflejo, no un simulacro. Pero yo sentía Berlin como un destino necesario porque se mezclaban escritores, músicos y pintores. Una apuesta por el arte y por lo sublime del arte. Hoy veo todo aquello como un refugio, una manera de camuflar ciertas incapacidades sociales, laborales y políticas.  Demasiada esencia de mediocre aristocracia de la provincia. ¿Era Berlín el trasunto de un ensueño de drogas y alcohol, tabaco y deseo? ¿La literatura como religión, como destrucción? Los recuerdos son elaboraciones inconscientes y este construir se hace solido en el tiempo en que escribo. La escritura alza aquél Berlin, que no se corresponde con este que visitaremos; un punto intermedio es necesario: otra vez la escritura, una vez más el olvido.

+ [Después de Berlin]. Me dijo: crème caramel, es decir: flan, pero suena mejor en francés, como todo (?). El televisor dejó de funcionar, aquel gato negro nunca volvió, sus libros componían una errática biblioteca y la lectura era su única actividad. [Fragmentos del sueño que me asaltó en el avión].

+ Imagen: la bola de espejo que floja en una improvisada discoteca exterior, el verano se había terminado.