sábado, 28 de julio de 2018
Lo necesario, lo bello y lo superfluo
+ Revuelvo viejos papeles y entre ellos emerge un recorte de periódico. Oporto. Una guía de viaje, una exigua guía de viaje. Son fotos, recomendaciones y un breve texto. Se habla de Miguel Torga (cosa que me sorprende y me agrada), de las características de la ciudad (desde tópicos gastados), de la laboriosa vida de los portuenses (sin venir a cuento), y se concluye con que Oporto nunca podrá estar de moda: el tiempo se ha encargado anular esta última afirmación. El recorte tiene más de veinte años, de treinta años y las referencia que ofrece eran en su momento unos reclamos turísticos manidos. Tenía yo ya un conocimiento de la ciudad que resultaba ser más intuición que aproximación a una posible verdad, pero una intuición en la dirección correcta. Todavía se mantiene ese instinto. La mirada del viajero que hace fotos siempre es errónea, me digo, pero admite en su interior una chispa de aproximación, el acierto por la vía de la casualidad, la nota exacta en el piano porque una piedra cae sobre la tecla precisa. Finalmente, lo que resta es la nostalgia de un tiempo de tabaco, vino y conversaciones, la apertura de los sueños y el reflejo del adolescente en la trama urbana de esas ciudades que desconocía. Todo es cambio y el artículo es ya un otro artículo, de la misma manera que el que lo lee es otro: éste que escribe y muta en cada segundo.
+ La triada que encabeza esta entrada responde a una concepción de la génesis del arte, de cómo es la evolución de su razón de ser. Según la serie que plantea Winckelmann, estaríamos en el tercer estadio. Aunque el autor pertenezca al siglo xviii y su serie no alcance nuestros días, yo lo tomo y lo utilizo en mi provecho. Sobre todo la última fase: lo superfluo. Creo ver ahí un nexo con las visitas a los museos, la lectura o los paseos por la ciudades que se transitan sin mucha esperanza de tener un conocimiento profundo. Esta articulación de los intereses es superflua, ya que sin ella se puede vivir. Lo digo con cierta frecuencia desde hace un temporada: leer está sobrevalorado. Descanso en la afirmación y me dejo mecer por lo superfluo, en oposición a lo necesario, pero no a lo bello. La belleza inútil, esa estampa que recogemos de la calle y nuestro bric-a-brac la colocamos en el corcho que preside nuestro estudio: billetes de metro, calendarios caducados, gomas de borrar con forma de guitarra eléctrica, escudos de coches que han sido encontrados en la cunetas [el accidente y sus restos, el memento mori], una foto estropeada que un día encontré en la calle [quizá una atractiva muchacha que se ha quedado anclada en ese tiempo roto, que ya no es ella, salvo la constatación del paso del tiempo], fotos, postales, etiquetas, tarjetas de visita, un chiste antitaurino, notas a mano, recortes de periódico (…) Ese imprescindible acumulación de fragmentos de lo diario da cuenta de mi forma de habitar el mundo, de una manera intencionada se acumulan en ese corcho. ¿Arte? En ese mar nadamos, en ese mar nos sumergimos: lo necesario, lo bello y lo superfluo.
+ La palabra: crestomatía. Me enamoro de las palabras que el corrector informático no reconoce.
+ Recuerdo días de playa ahora que a la playa no voy. Las últimas veces llevaba yo un libro de poesía y leía con empeño, me gustaba el condicionante de los cuerpos, el rumor del mar y la calidez del sol. Un velo, una frontera, la realidad dada en contraste con la construcción de una imagen, lograda o no lograda, que se elevaba sobre esa vibración que resulta ser una playa en verano. Así lo hice hasta que leí a uno que en los periódicos escribe decir que él leía a Luis Alberto de Cuenca en la playa. Entonces entendía algo sobre mis posiciones, mis gustos y esa manera de elegir y rechazar. Cómo despreciamos lo que nos arroja nuestro reflejo. Hoy soy ajeno a la playa, no por aquel paralelismo sino por un aislamiento impuesto mediante la lectura y la espera. Recuerdo la playa con ternura. La sal, la arena, las barcas y los veleros que se alejan y se pierden en el horizonte. Latas de refresco tan brillantes, el color eléctrico de algunas sombrillas, el juego con el mar que los niños todavía creen posible. Veo que todo está condicionado por el tiempo que surcamos y según me adentro en las profundidades de la edad madura más alejado me siento de ese fragmento de vida, tan vital = me digo en redundante sobreimpresión hacia el final de la tarde. Todo es una cuestión de gustos, me agrada repetir en una frívola disposición de herramientas para triunfar en la batalla contra la abulia diaria. La playa cumplía esa función ayer, hoy es una niebla pálida de lo que fui. Ya no soy aquél, tampoco seré éste que escribe hoy.
+ Sonidos inesperados. La electrónica transformó nuestro sentido musical, nada fue lo mismo después del nacimiento del sintetizados. Leo la Obra abierta de Umberto Eco y se habla de Henri Pousseur Scambi (es decir, Cambios). Busco la obra y la escucho. Me interesa como me interesan lo sonidos reiterados del oleaje, me interesa esa posibilidad de lo aleatorio y esa obra por construir. Dejo que suene durante unos minutos y no veo diferencia entre el ruido blanco y este fluir. No tengo una opinión clara. No quiero sumarme a los que aquí sólo verían una acumulación de ruidos, pero al mismo tiempo reconozco el ruido, pero un ruido con unos valores estéticos y sensoriales que me ayuda a modificar el sentido de ciertas apreciaciones. Escribo y trato de tener clara la diferencia entre señal y sentido, la música de Pousser agita la calurosa tarde, enfatiza el ir y venir del segundero del reloj que guía las jornadas. En suspendo dejo la idea que tengo de música, salvo la necesaria apertura que la conforma.
+ Un poco más tarde, mientras el reloj sigue su curso: el insoslayable metrónomo que preside el cuarto, continuo con la lectura de Obra abierta. U.Eco pasa a describir una suerte de obras plásticas en movimiento de Bruno Munari, donde se componen cuadros mediante láminas coloreadas que difieren por la acción de lentes que el espectador puede manipular. A la vez que leo la descripción trato de unirlo a las cosas que ayer en una cena con amigos escuché. Conversaciones sobre la irrupción de los teléfonos inteligentes en la vida y su paradójica realidad: entre lo útil y lo diabólico. Lo que antes era inocencia ahora es inocencia perversa, me digo. Me gusta la obra del Calder: ese inestable equilibrio, la música seriada, una idea de futuro que se desprende de aquellas manifestaciones artísticas que hoy parecen tan alejadas de este presente de la ultra-velocidad y el espanto y sus simulacros. Estoy más próximo a los colores que se forman mediante la suma de láminas de acetato y la operación de las lentes que de la pantalla que todo lo puede y todo lo advierte. ¿Soy mayor? Sí, algo de ello hay, pero sobre ello está la cuestión de los puntos de vista variable, aleatorios, intencionados, irónicos o cínicos, con el gobierno de la adictiva lectura. Así, no puedo dejar de ver el presente de una manera arqueológica, literaria, técnica o experimental, arquitectónica o culinaria, sumida en los recodos de lo cotidiano, un presente enfrentado a lo que otros leyeron antes y la constitución de un otro punto de vista: posible, negado, afirmado, ignorado. La identidad atraviesa el haz de luces que de las pequeñas pantallas surge con mágica verosimilitud. Yo trabajo para deshacerme de toda identidad y las pantallas son identidad. La lectura me vacía y en ello descanso. Prefiero el instante lúdico e irónico del diseñador-artista italiano, como si ahí estuviese una posibilidad no explorada. Quizá lo suyo tenga una mayor permanencia, al menos en mi imaginario, en mis construcciones perceptivas. Eco, Pousser, Munari, los tres han reinado en esta tarde del 25 de julio de 2018, yo soy el espectador impasible del desfile.
+ Las novelas de formación cuajan en el desarrollo diario de las ilusiones, las certezas y las decepciones. Una forma de ver: todo es novela, todo es novela de formación. Se estructura la narración de vidas en el cristal de las conversaciones. Sigo con interés esa manera de contar: como novela que es, ese poso moral, la alegoría y el dato sin interés pero que confirma lo anterior, que se vierte sin intención y así taladra todo lo contado. Las cenas y sus extensiones depositan propuestas y sugerencias que, narrativamente, no se llevan a cabo. Yo no escribo novelas.
+ Imagen: encuentros con la abstracción que se resuelven en un disparo, me fijo en la recurrencia de las imágenes que atesoro y creo ver ahí un mensaje. No hay un mensaje, soy yo: la bandera de un apátrida y su cinismo.
