+ Han regresado. Las canciones de los Beatles han regresado sin ser llamadas, pero aquí están. No me incordian, aunque me desconciertan. No es una cuestión de estilo ni de inspiración. Me asombra su facilidad y las dificultades que encierran en sí. Las lecturas se multiplican y no puedo parar de preguntarme por mi propia trayectoria, ya que considero que está tremendamente inspirada por los cuatro de Liverpool [los cuatro en unión, nunca por separado]. Digo lo que digo porque una de las primeras imágenes en movimiento que recuerdo son unos dibujos animados donde ellos corren alegres, vestidos de atildado traje con corbata estrecha [luego estarían así, en figura de cera, en el lateral izquierdo del SPLHCB]. Mi madre, someramente, me explicó de qué se trataba y que el guapo era Paul. Me acompañó aquella imagen durante la infancia. Yo quería ser como ellos y ese deseo todavía palpita en mi interior. Pero hoy es otra cosa. Quería ser guapo, rico y sin obligaciones. Nada de esto ha sido posible.
+ ¿Son medicinales las canciones de los Beatles? Sin duda, sin duda, me digo y arranco el coche. Suena S.P. y me dejo ir. Aquí está todo, todo lo que soy y todo lo que seré, añade una de mis máscaras, una querida máscara [lo sé]. Es «A Day in The Life», un día en la vida, ¿en mi vida? La canción tiene que ver con mi mismidad en la medida en que Londres siempre ha sido un territorio mítico. Pleno de canciones, sugerencias y lecturas. No todo el mundo lo comprende y detesta la ciudad sin plantear una alternativa. La cuestión no es si me gusta o no me gusta Londres, el centro está en esa atmósfera que cuajó a mediados de los años sesenta y de la que somos deudores, que con alegría se superpuso a la estirada seriedad romántica [a la que también nos debemos]. Pasear por Kensington y recordar la canción. Pensar en Lennon y en MacCartney, en su aspecto, en sus conceptos diametrales: el orden y el desorden, el hachís y la heroína, sus parejas, sus hijos, el traslucido mensaje que transmiten los instrumentos: la guitarra y el bajo, los teclados como superficie de unión. En una ocasión C. y yo nos perdimos en las inmediaciones de Redcliffe, dábamos vueltas y regresábamos al mismo punto. No había teléfonos inteligentes y el recorrido se basaba en una gruesa guía de bolsillo. Una y otra vez. En mi cabeza sonaba el puente entre una parte y otra parte de la canción, como si Tara volviese a estrellarse en aquél punto, contra una de aquellas farolas. La vida del descapotable y la etérea modelo, qué vanos resultan los diarios, la historia que cuentan (sin principio ni final). Leo uno de los capítulos de Esto no es música de José Luis Pardo y esto trata: «[14] Sueños dorados. Cerca y lejos». No sé, quizá no se llame medicina, sino que sea un narcótico traslaticio, que nos lleva de la plenitud de lo diario a un tiempo en suspenso donde habitan aquellas intuiciones de la infancia, los atildados chicos del peinado-mopa que corrían divertidos. John, Paul, Georges, Ringo. Pero ahora era otra cosa, el sonido era otro; la orquesta, el bajo, la guitarra, la voz, las voces. Y el accidente que encomienda la canción a una fuerza superior que se inscribe en la hora del nacimiento: el destino.
+ Una vez más: el carácter es el destino.
+ Hoy, otra vez, los Beatles me ayudan en el camino hacia el trabajo. En el Mp3 hago que suene el S.P. Es el disco del momento, el verano anuncia su presencia y lo sólido se hace líquido. No es el frío, sino la melancolía de los esfuerzos inútiles. Unas veces medicina, otras veces veneno, siempre nuevos, siempre jóvenes [ese es nuestro deseo]. Explicar la conjunción de los Fab Four no es posible, pero, como tantas veces, no se trata de hechos sino de opiniones y aquí se abren las puertas de un gran horno [decía Arthur Machen]. Y, cómo no, me fijo y pienso en las bandas tributo, que llegan a una precisión musical diabólica, aunque pronto se quiebra la posibilidad: lo único que nos interesa es la grabación, la niebla que se condensa en torno a la música, la leyenda, el mito sagrado y londinense que es una manera de vestir para nunca abandonar la juventud. Ahí está el legado sacro que nos subyuga. Los vemos y nada decimos; salvo, en silencio, pensamos: las bandas tributo no son para nosotros, porque lo nuestro es deseo de eternidad. El coche, arropado por Fixing a Hole, es otro coche.
+ Cuando la melancolía me ataca recurro a los Beatles. Da resultado. Lo recomiendo, pero no estoy seguro que funcione con todo el mundo. Escucho S.P. en el orden correcto [el del disco] y comienzo a sentirme mejor. No bien, sino mejor, o en otras coordenadas. No deseo que desaparezca una cierta perspectiva, un pesimismo sereno, sino que busco adquirir la capacidad de soportarlo y moldearlo en beneficio propio, una incierta inversión del malestar. Hay un espesor diario que se contrapone a la liviana certeza nocturna. Para dormir invito a un gato imaginario que se recuesta contra mi cama, le pregunto que qué tal y me responde sin presunción: miau. Así. La melancolía puede ser un arma, pero también un veneno. A veces, a estas alturas, creo manejarla y me equivoco, hacer propio el error es comenzar a acertar. Laberintos, fosas, pasadizos, huecos, baches, agujeros, acertijos. Una acumulación de vacíos, nada menos, nada más. El disco cumple su función.
+ He encargado un póster del S.P. con la idea de enmarcarlo y dejar que presida el estudio. Una invocación a todo lo sagrado que puedo soportar. Los Beatles están bien como patronos, como emblema, como transición hacia el ateísmo. Dios ha muerto.
+ [En algún lugar de Londres]: contra la ventana se apoya la mochila, la luz la transforma en algo fantasmal. Insisto en la idea porque es la idea de los últimos días. La mochila tras el translucido cristal arroja su calidad lechosa e informe. Nada más allá del equipaje, pero el equipaje no logra alcanzar el límite de la propia vida. Una centralidad, el olvido.