sábado, 15 de abril de 2017

Vacaciones


 


+ Dos o tres días son suficientes para hacer un viaje con agradables notas de turismo convencional. Gastronomía, paisaje y cultura. Quizá se trate de dejar a un lado algunas de nuestras normas estéticas y morales (en tanto costumbres aquilatadas), aunque no todas, aunque no en demasía, y ceder en el tránsito de los días de vacaciones.

+ [Libros que se incluyen en el equipaje y que no se leen (como suele ser habitual)]. Una antología de la poesía de Góngora, Las novelas ejemplares y la impresión de un prólogo a un conjunto de estudios sobre ciberpolítica [que sí llego a leer y a subrayar, al menos, en su mitad, esto se debe destacar por lo insólito]. En fin, la lectura en los viajes resulta ser otra muy distinta,  pues se centra en los periódicos y en las hojas volanderas. En un ingenuo intento por adquirir un poco del espíritu del lugar; me interesan, por ejemplo, pequeñas noticias en las que se da cuenta de la situación de un saneamiento en un barrio del que nunca volveré a oír hablar, la concesión de un título honorífico a un empresario que mientras leo el suelto olvido su nombre, o ese artículo costumbrista acerca de la no muy célebre Semana Santa local. Persisten con mayor intensidad las fotos, las esquelas y los anuncios por palabras, pero su duración tampoco es mucho mayor. Resta, eso sí, una sensación de que todos los lugares son el mismo lugar, a pesar de notables y evidentes diferencias. Las ambiciones, el brillo de la soberbia, la lujuria de la vanidad, lo real que la muerte es, el olvido, cómo no, al que está destinada toda obra humana. Y regreso a lo mismo, como siempre. Uno alimenta la ficción de que es posible capturar ese algo inasible que conforma el lugar, pero uno se equivoca. Un ingenuo error que se transforma fácilmente en ironía. Posarse en los nombres de calles y plazas, de iglesias o de los museos. Horarios de autobuses, el color de los taxis, librerías o tiendas de recuerdos. Esa recopilación, esa nómina de elementos que el viento del tiempo ha de llevarse sin piedad.  Y, mientras, los libros dormitan en la mesilla de la habitación del hotel, emblemas que recogen el sentido último de los días de vacación, queda atrás cierta seriedad circunspecta de lo diario y se abre una flor de suave y ligera suspendida en el anguloso sucederse de los segundo, de los minutos, de las horas.

+ La conducción resulta fluida. Sin embargo, el problema de las autovías y autopistas es que resultan neutras, son bandas que parecen no tener fin, donde la sucesión de los carteles poco más es que un inventario, los árboles y los viaductos parecen ser siempre los mismos. Algo que enraíza en las características de nuestra época, en la hipervelocidad, los espacios intecambiables y la falta de personalidad. Pasan los coches, quedan atrás los letreros de las poblaciones, se llega al destino y entramos en un garaje. No podría decir dónde estamos, salvo por la certeza que aportan los mapas.

+ Las tiendas de recuerdos atesoran en su interior una cualidad dúctil y flexible. Garantizan balizas para delimitar los años que se van, recuerdos que quedan en las casas como testimonios de un tiempo: éste, sin ir más lejos. Ay, ¿es posible comprar recuerdos? Si se pudiese, no cabría mayor felicidad. Comprar, vender, intercambiar recuerdos, en un sentido literal, nunca figurado. Ay, pero no es posible, desgraciadamente, no es posible. Sólo son posibles esas balizas que nos indican que en 1989 estuvimos en Oviedo y eran las fiestas de San Mateo. De ello dan cuenta un llavero, un calendario, un bolígrafo o unos vasos desparejados. Las tiendas de recuerdos venden pistas para el olvido, nosotros compramos esa mercancía y el veneno se extiende inmediatamente.

+ Yo pensé en una ría como un escenario para un cuento de hadas. Bosques espesos, remansos amplios y una luz dorada que baja desde el cenit; pasarelas de cuerdas y tablones que unían islas, que partían desde altos árboles a altos árboles hasta llegar a masas de rocas y liquen, cobijadas por las altas copas, los helechos, la humedad, el verde intenso, el vuelo brillante de una luciérnaga. Pensaba yo que era la ría de Viveiro, pero no era así. Todo se relacionaba, ahora lo sé, con un sueño lejano donde yo caminaba por esas pasarelas, donde mi madre nos hablaba de su infancia y de cuánto le gustaba dibujar y salir al campo para encontrar violetas. Cuando murió, en la tumba, mi padre depositó una maceta con violetas. Recuerdo la escena, recuerdo esa ría que nunca existió. Hay estelas en el tiempo que parecen tocarse, levemente. Nos alejamos por una carretera secundaría.


+ Imagen: una foto de Santa María del Naranco. Busco que la foto tenga la calidad, la textura de una postal, que contenga ese impulso turístico que ha guiado el viaje, y creo que lo logro. ¿Hay un sentido irónico en el disparo? No, es una lectura literal de lo que fueron estos días, de la felicidad, del espacio y el tiempo para el amor. Los misterios que atesora la construcción se cristalizan en la geometría de dos manos en su entrelazamiento mientras contemplan el pasado y el pasado les ignora, como no podría se de otra forma.