sábado, 7 de enero de 2017

Canciones olvidadas




+ Estos días he vuelto a escuchar algunas canciones que había olvidado. Canciones que tuvieron su importancia [para mí] y se desvanecieron, se transformaron en polvo dorado que se terminó por esparcir sobre los campos [de mi olvido]. La música es muy importante. En un instante regreso a la adolescencia y a una rabia mineralizada. El instinto, el amor, la frustración. Paseos cerca de las vías del tren, guitarras desafinadas, temores impuestos. No sé si trataba del miedo o de la vergüenza, o de ambas cosas al mismo tiempo. Las guitarras aceradas, las cervezas de media noche, cigarrillos hurtados a la paga semanal. Tanto tiempo ha pasado que resulta indiferente, como personajes de una novela sin interés, personajes mal trazados, muñecos de cera. Caía la noche y bebían whisky barato en la playa, eran los últimos días de otoño y creían que eran personas interesantes, con conversaciones llenas de brillo e ingenio, despectivos y altivos. La elegancia se confundía con la mala educación. Fumar y beber y ver cómo el tiempo pasaba. Una historia de hachís y vino, de novelas de bolsillo y poemas renacentistas que se encaramaban en los brazos de las muchachas. Hablar guiados por el humo de la droga blanda, su presión sobre la memoria a corto plazo y las risas nerviosas, el hambre de sexo urgente y la derrota en los amaneceres. El parking, el accidente automovilístico y las primeras traiciones. La adolescencia moría con la llegada de las nóminas, pero su inconsistencia permaneció más allá de lo deseable. Canciones olvidadas, los cimientos de la vejez.

+ Ayer, después de recoger un libro en Correos, me encontré con él. Hacía dos años que no manteníamos una conversación. Le agradó que le dijese si quería tomar un café. No cuentan ya las desavenencias, los enfados. Fue una charla breve y agradable, que versó sobre enfermedades, alejamientos y el trabajo. El trabajo. Qué cosa tan importante es tener un trabajo, una ocupación y una rutina. Me contó como un antiguo conocido había caído en un pozo de inactividad, algo que él suponía y yo corroboraba [aunque sólo de una manera intuitiva]. Había sido mucho y acaba de llegar a nada. Pasea en bicicleta por la orilla del río, fuma, bebe y ya no lee. Se nota en sus ojos, en su delgadez extrema, en la cenicienta piel. Viaja a Compostela en tren y cree que todavía es un hombre ocupado. Bueno, yo estoy convencido que ya no, ya no cree en nada. Nos hemos olvidado de su nombre y nos referimos a él por su apellido. Todo es tránsito, todo pasa, nada permanece, pero la inactividad se empeña en lo contrario. Las consecuencias son funestas. De alguna manera, me daba igual como igual me dan las peripecias de los personajes de una mala novela, que es en lo que terminamos todos por convertirnos.

+ Avanzo en la consecución de una idea general de la novela de Soledad Puértolas Historia de un abrigo. Me costó tres euros cincuenta en una tienda de empeños, su precio era de quince, el ticket está ahí para recordarlo [la traslación a pesetas: 2.496]. Allí estaba. Recuerdo con gratitud a la autora, recuerdo haber asentido y disentido, recuerdo novelas que me hicieron ver las vida de otra manera. Narrativamente tan certera. El bandido doblemente armado. Ay, cuánto tiempo ya. Cogí el libro y me gustó la foto, una foto de Cartier-Berson. Sí, cierto es que estoy en contra de las fotos muy buenas en las portadas de los libros porque sin duda inducen a engaño y a errores no deseados, pero, vaya, la foto está en consonancia con el contenido y, según leo, da una idea ajustada de lo que el libro encierra en sí.


+ He terminado la novela de S.P. y me ha producido una satisfación, una agradable sensación que permanecía varada en el olvido. Ay, las novelas. ¿Desconfío de aquéllos que las desprecian por considerarlas un pecado venial de juventud? Ay, yo creo que son pecados mortales de necesidad, y en ello me recredo. La vida se refleja en esa fluidez como en ningún otro espacio.

+ El año llega a su fin y escucho a Led Zeppelin. Total. Vimos, en Londres, un traje de John Lennon, una guitarra rota de Pete Townsend, visitamos un hospital y nos enseñaron máquinas carísimas que se calientan mucho y crean, dentro de los límites blanquísimos del laboratorio, un micro clima tropical, vimos cuadros sin prisa, vimos instalaciones con demasiada prisa, allí estaba el Sky Line de Londres, al alcance de la mano, de la vista: tan fuera de lugar, ¿es menos Londres este Londres?, bebimos té y comimos deliciosas pizzas, muy picantes, ricas en especias y vegetales imposibles, agua pura y fría, cerveza opaca. John Lennon era muy poquita cosa, eso me pareció al ver su traje blanco, el de la portada de Abbey Road. ¿Realmente medía 1,79? Debía de estar muy delgado, me digo. Desayunábamos bien, comíamos y cenábamos poco. Comida japonesa, algún sandwich, bananas y manzanas. No llovió, no hizo frío. Escucho a Led Zeppelin, Kashmir (Cachemir), y Londres no es mucho más que un hachís no fumado y una copa de champán olvidado sobre el alféizar, una fiesta de fin de año a la que no hemos sido invitados. Sin ebriedad, suena este hipnótico riff, circular como una voluta. Se termina el año y poco significa eso, salvo el evidente paso del tiempo, pero es algo propio de lo diario, un algo que tiene más que ver con la vida cotidiana, nuestro misterioso everyday life.

+ Soñé con un jabalí que me obedecía, un jabalí sumamente dócil. Se relaciona, según encuentro en un sitio cualquiera de la red de redes, con la perseverancia y la capacidad de adaptación. Lo tomo para mí. ¿Un emblema? ¿Su lema? ¿Nec metu, nec spe?

+ Afino una de mis guitarras. Una afinación celta. Hago un poco de ruido, apago el amplificador y la guitarra regresa a su ataúd. Una veleidad, el día muere y todo ha merecido la pena. Todo.


+ Imagen: un cuervo sobre los árboles del cementerio de O.B. [sólo escribo las inciales porque todos los cementerios son el mismo cementerio, I think so].