sábado, 19 de septiembre de 2015

Lisboa_2015



Tatuajes, cerveza helada, humedad. Una manifestación de taxis en contra de Uber, una manifestación que avanza sonora y contundente por las calles del Barrio Alto: se enfrentan dos taxistas a gritos: uno no quiere sumarse a la protesta y el otro le ofrece diez euros para que pare: si es por dinero, toma, agita el billete en el aire y llega un policía motorizado que los increpa ante una posible bulla: “vai embora, vai embora“.  Hay algo profético en ello y la luz es especial, nunca antes vista, atlántica y metálica: una reverberación azulada. Les oímos gritar otra vez, pero ya no entendemos lo que dicen y proseguimos nuestro camino sin rumbo. La bulla parece quedar en nada y continua la procesión de taxis negros y verdes, que colapsa el centro de la ciudad, que da un tono extraño a nuestros pasos de turistas sin ganas de ser turistas. Hablamos sobre ello y, finalmente, en un requiebro, llegamos a la misma conclusión: Uber es capitalismo parasitario: eso lo leí yo en un artículo-entrevista sobre Rafael Rojas, el profesor-ingeniero-mejicano que ejerce en Alemania. (También dice Rafael Rojas que considera los smart phones innecesarios y redundantes, él tiene un teléfono en el trabajo y otro en casa, y cuando no está allí el que lo desee o lo necesite puede enviarle un correo electrónico; lo demás es marketing o embrutecimiento). Esas cosas que tiene el conversar durante los paseos sin rumbo en una ciudad querida y extraña, por descubrir: cómo se llega de la lírica de Lisboa a los asunto del turbo-capitalismo.

Comemos en un bar muy pequeño, imposiblemente pequeño. Bocadillos de atún con queso y cerveza sin alcohol. La dueña ronda los treinta años y tiene unos hermosos ojos azules: insondables. Su pelo es muy negro y habla lentamente, con oscilaciones, con sonrisas y elevaciones cadenciosas de su tono de voz. Habla de sopas rusas y de postres caseros, es su lenta parsimonia: me parece rusa, pero no lo aseguraría: no sería la primera vez que confundo el ruso con el portugués: cuando me fijo un poco, sólo un poco, me doy cuenta de que no entiendo nada, que es ruso y no portugués, ese rumor que me llega.

El día es un don de encuentros y casualidades, de retratos espontáneos y gratuitos. Una tienda de ropa, una fábrica abandonada,  el conservatorio de danza clásica, un bar en la azotea de un garaje, el paisaje que se compone de tejados y “o mar da paja”. El cielo es un azul engastado en cúpulas de iglesias y bastiones de los bares de moda, terrazas para los últimos hipsters y litronas para los primeros pijos. Algo canalla, algo melancólico en el declinar de la tarde, cuando vuelvo a pensar en la mujer de los ojos azules, en su pequeño y ordenado bar, en su ruego: escribid algo en las redes sociales, lleva poco tiempo abierto este bar-restaurante, tan pequeño, algo, un comentario en las redes sociales: pero yo no tengo de eso, no me alcanza, soy antiguo, tan antiguo que cuando el metro que se detiene en una estación, en ese nombre de estación de metro reconozco una parte de mi pasado y está tan desligada de este presente que me siento parte de una novela, la novela de mi vida.

Mi pasado, mi biografía. Sin mirar hacia atrás, sin perder el tiempo con el futuro. Pero siempre hay unos cimientos, una base, un pedestal o un plinto. No sé, sin proyecto también se llega. Ese es mi legado para los hijos que nunca tuve: etcétera.

Otro largo etcétera de tipos y costumbres: la porcelana y el café, las pulseras y la mendicidad, deformidades y aristocráticas letanías que ya no me interesan: soy, en verdad, otro, aunque el mismo: un heterónimo de mi mismidad. Soy otro y soy mejor, lo sé y eso me satisface, me otorga una paz invisible pero solida, que se aclimata a Lisboa. Lisboa todavía es “un otro lugar”: un más allá dentro de la península, dentro de la geografía sentimental de mi adolescencia: tan lejana, tan extraña como hipnótica, rutinaria e  incomprensible. A pesar de todos los procesos de homogeneización, Lisboa continúa siendo “un otro lugar”, me digo con satisfacción.

Pero, dónde está aquel mundo del año del noventa y siete. Hoy, entre la selva de tatuajes y teléfonos inteligentes,  hay un algo que perdura más allá del paso del tiempo. Casi veinte años después, vibra la misma cuerda, en la misma longitud de onda. Se trata de esa melancolía que inspiran sus calles y su luz lavada y cegadora. Todo ha cambiado para ser lo mismo, como decía el aristócrata de la película de Visconti. Las figuras de las sardinas y la presencia constante de Pessoa, emblema de la ciudad tan desconcertante como fragmentaria. Y vuelvo al poeta, en este año quince: llama la atención que un hombre que vivió en la frontera de la miseria a lo largo de su edad adulta hoy sea una industria turística, un emblema indiscutible. So omnipresencia no se corresponde con mi idea del personaje, que considero más ajustada que todo el ritual en su entorno.

En fin, estas paradojas un tanto cervantinas nos agradan, las hacemos nuestras sin darnos cuenta, como mención a un proyecto inacabado: ese triunfo tras la muerte que ya de nada vale. Y, así, llegados a los Jerónimos se comprueba que ahora está allí su tumba, que hay una universidad con su nombre, que el perfil de su rostro es motivo para envoltorios de chocolates o cervecerías o pastillas de jabón [carísimo]. El rostro del poeta que vagó por estas calles entre la magia y el vapor alcohólico: el alcoholismo: sumido en una marea de resonancias de ciencias ocultas y poesía, de glorias pasadas y una extraña vanguardia integrada en exclusiva por el mismo. Esas aristocracias de cartón piedra y humo y viento. El sombrero, el paso nervioso, su bigote, sus gafas, la corbata. Todavía camina con paso decidido por las calles, quiero pensar cuando estoy ante su incomprensible tumba.

Lo dicho, los tatuajes son un misterio y Pessoa es otro misterio, lo que no quiere decir que sean equiparables. Su tumba es un monolito incrustado en una hornacina. Estamos ante ella, lo comentamos y hacemos una foto: con dificultad, pues el público es numerosísimo. Estudio el monolito  con dificultad, pues no dejan de pasar turistas uniformados [bermudas, sandalias, camiseta y gorra], turistas que no cesan de fotografiar esa totalidad del claustro: el autorretrato que ahora se llama selfie, que remite al egoísmo, la cámara excesiva en manos del aficionado, la pequeña cámara para instantáneas y la fugacidad del propio teléfono. Así contemplo la estela y me digo que extraño; yo también soy otro, otro que finge ser el mismo: como el poeta: un fingidor. Hago mi foto de ese recuerdo funerario. Bien: flota en la pantalla del ordenador. Cristal líquido, amor nocturno, puentes rojos que vuelan sobre el estuario.  Año 1966.





Libros y libros que tratan de explicar la crisis, el liberalismo o los recortes que se han sucedido en las diversas naciones del proyecto europeo. Recetas y responsos, lamentos que dictan sentencia, aciertos y pronósticos. Libros que duermen en las estanterías y en los mostradores junto a biografías de urgencia de políticos lusos, estadistas europeos y nuevos políticos del otro lado de la ‘raya’: Monedero o Pablo Iglesias tienen su particular altar en la librería Bertrand, que ya no me parece lo que me pareció hace casi veinte años. Los veo y los ojeo y no me sorprendo, termino por comprar una edición del Livro do Desassossego. Son treinta euros, una cantidad respetable. Me interesa profundamente el escritor, me interesaba Pessoa antes de saber quién fue Pessoa. Tal vez por que sé que hay un algo fragmentario e intangible que comparto con el libro y con el autor, que tiene para mí un interés mayor que aquello que se ajusta a la realidad más actual: la realidad como construcción se ve reflejada en una pintada sorpresiva: no tienes que encontrarte ni buscarte, debes construirte. Lo recuerdo mientras caminamos por las calles, sin rumbo. Y en ese orden de cosas entra el libro de Pessoa: la falta de un proyecto determinado, pero que poco a poco toma cuerpo casi por arte de magia, por un conjuro.

En un aparte, más tarde, en Oporto, leo le libro y percibo claramente como al tiempo que he cambiado hay un algo que se mantiene más allá del tránsito de las edades: la indecisión y la fortaleza, como la sombra y la luz (así rezaba la canción de RF [=Radio Futura], que ahora hago mía).

Allá quedan las pensiones agrias del noventa y siete, el licor, la ebriedad, el calor denso del alcohol fuerte: A Gingihna y el Bernardino, la ginebra o el whisky malo y resultón. ¿Somos los mismos, este que viaja en un cofre de erudición falsa y cámara de fotos, sin tomar notas, sin opinar, abstemio y observante, y aquél que se deslizaba por las calles, solitario, bajo una luz tangencial e hiriente, que fuma sin descanso y con desesperado nerviosismo, que leía y tomaba notas y no esperaba, en el claustro de la ebriedad, sin cuestiones que planear ni resolver?



                En las mesas de los centros comerciales se pueden ver grupos de hombres que discuten con pasión sobra la esencia de lo portugués, las próximas elecciones y la crisis. La crisis es el catalizador de todo pensamiento, me digo y desconfío de lo inmediato de esa conclusión. Lo hacen con pasión e histrionismo, ante la nada de sus mesas vacías. Se alteran, vociferan y caen en un silencio pasmoso y cargado de soberbia. No consumen nada y unos periódicos gratuitos permanecen cerrados a su vera: los estrujan, a veces. En otras mesas, algunos dormitan o escrutan al público que circula por los pasillos del centro comercial, que vomitan la multitud en esa plaza artificial, más allá: un grupo analiza resultados futbolísticos y los anota en grandes libretas escolares, una tarea que semeja estéril y al tiempo exigente. Parecen ilusionados, pero hay una falla en ellos, en el grupo, en cada individuo que lo compone. Es como si llegase el sonido de una caja de música para colorear el archipiélago de lo cotidiano. Hay algo fundamental en el centro comercial, en sus tiendas cerradas y en el tránsito de lo turistas. Es la rutina y el latido de un pueblo que se resiste a naufragar en el Atlántico, una vez más. 


                 No es posible soslayar la meditación sobre lo fragmentario que me lega Pessoa. Días más tarde, ya lejos de Portugal, releo unos papeles pendientes y me encuentro con otra suma de elementos: textos de W. Benjamin en los que subraya su incapacidad para lograr encajar sus textos en el ámbito universitario. Llegado un momento, quizá esta mañana, en la radio entrevistan a un director de cine joven: no tan joven: 40 años, algo más viejo tal vez. Le oigo hablar y semeja que en su biografía hay una misión, un asunto más religioso que artístico, donde pone más liturgia que trabajo. Su película es una película de acción. Ha estado de viaje en Estados Unidos y le fascinó encontrarse en una terraza a Al Pacino, lo relata detalladamente: no fue capaz de dirigirse a él: es lo que gana, creo yo. Una cosa lleva a la otra y todo termina por tejerse sin mi ayuda: es uno que triunfa entre mil, pero el acento se pone en el primero y los restantes caen en el olvido o en la inexistencia. Me interesa más la historia del que no es entrevistado, del que no llega al puerto de la dirección, que todas sus esperanzas nunca llegan a plasmarse. ¿Fragmentariamente? Apuntes, notas, entradas en un diario. Lisboa es un hito en mi biografía, una ciudad mágica, secreta, interna. Ahora, en la lejanía, la añoro como un adolescente en invierno añora a su novia de verano.



+ Un triunvirato: el viaje, el verano y el turismo. El viajero, el veraneante y el turista. Cada cual en su nivel, con una suerte de programa que le llevará a encarnar un papel, como en una obra de teatro. El viajero es imposible, el veraneante muda con frecuencia de piel y es muy difícil captar su espíritu [ya que no tiene otro que el momento fugaz de la estación de las playas y los anocheceres alcohólicos y deterministas], el turista, finalmente, sólo obtiene desprecio: la masa no es del agrado de los snobs que constituyen el grupo de viajeros o veraneantes. ¿Dónde encuadrarnos, o, mejor, dónde nos encuadran: viajeros, veraneantes, turistas? De un tiempo a esta parte cada vez estoy convencido de que la mayoría somos turistas de nuestra propia vida, y ni quiera por decisión propia, sino por inercia. ¿Todavía hay margen para una estancia ajena a esta clasificación?

+ Imagene(s): 1. Desde el arco de A Praça do Comércio; 2. Un azulejo que resume una visión de la vida, un estado de vida; 3. Un un entorno fabril reconvertido en centro comercial, un tanto in, un tanto out;  4. Un restaurante: ¿Primeiro Andar? 5. A Praça do Comércio, también desde el arco. Etc.