Tatuajes, cerveza helada,
humedad. Una manifestación de taxis en contra de Uber, una manifestación que avanza
sonora y contundente por las calles del Barrio Alto: se enfrentan dos taxistas
a gritos: uno no quiere sumarse a la protesta y el otro le ofrece diez euros
para que pare: si es por dinero, toma, agita el billete en el aire y llega un
policía motorizado que los increpa ante una posible bulla: “vai embora, vai
embora“. Hay algo profético en ello y la
luz es especial, nunca antes vista, atlántica y metálica: una reverberación
azulada. Les oímos gritar otra vez, pero ya no entendemos lo que dicen y proseguimos
nuestro camino sin rumbo. La bulla parece quedar en nada y continua la
procesión de taxis negros y verdes, que colapsa el centro de la ciudad, que da
un tono extraño a nuestros pasos de turistas sin ganas de ser turistas.
Hablamos sobre ello y, finalmente, en un requiebro, llegamos a la misma
conclusión: Uber es capitalismo parasitario: eso lo leí yo en un artículo-entrevista
sobre Rafael Rojas, el profesor-ingeniero-mejicano que ejerce en Alemania.
(También dice Rafael Rojas que considera los smart phones innecesarios y redundantes, él
tiene un teléfono en el trabajo y otro en casa, y cuando no está allí el que lo
desee o lo necesite puede enviarle un correo electrónico; lo demás es marketing
o embrutecimiento). Esas cosas que tiene el conversar durante los paseos sin
rumbo en una ciudad querida y extraña, por descubrir: cómo se llega de la
lírica de Lisboa a los asunto del turbo-capitalismo.
Comemos en un bar muy pequeño,
imposiblemente pequeño. Bocadillos de atún con queso y cerveza sin alcohol. La
dueña ronda los treinta años y tiene unos hermosos ojos azules: insondables. Su
pelo es muy negro y habla lentamente, con oscilaciones, con sonrisas y elevaciones
cadenciosas de su tono de voz. Habla de sopas rusas y de postres caseros, es su
lenta parsimonia: me parece rusa, pero no lo aseguraría: no sería la primera
vez que confundo el ruso con el portugués: cuando me fijo un poco, sólo un
poco, me doy cuenta de que no entiendo nada, que es ruso y no portugués, ese
rumor que me llega.
El día es un don de encuentros y
casualidades, de retratos espontáneos y gratuitos. Una tienda de ropa, una
fábrica abandonada, el conservatorio de
danza clásica, un bar en la azotea de un garaje, el paisaje que se compone de
tejados y “o mar da paja”. El cielo es un azul engastado en cúpulas de iglesias
y bastiones de los bares de moda, terrazas para los últimos hipsters y litronas
para los primeros pijos. Algo canalla, algo melancólico en el declinar de la
tarde, cuando vuelvo a pensar en la mujer de los ojos azules, en su pequeño y
ordenado bar, en su ruego: escribid algo en las redes sociales, lleva poco
tiempo abierto este bar-restaurante, tan pequeño, algo, un comentario en las
redes sociales: pero yo no tengo de eso, no me alcanza, soy antiguo, tan
antiguo que cuando el metro que se detiene en una estación, en ese nombre de
estación de metro reconozco una parte de mi pasado y está tan desligada de este
presente que me siento parte de una novela, la novela de mi vida.
Mi pasado, mi biografía. Sin
mirar hacia atrás, sin perder el tiempo con el futuro. Pero siempre hay unos
cimientos, una base, un pedestal o un plinto. No sé, sin proyecto también se
llega. Ese es mi legado para los hijos que nunca tuve: etcétera.
Otro largo etcétera de tipos y
costumbres: la porcelana y el café, las pulseras y la mendicidad, deformidades
y aristocráticas letanías que ya no me interesan: soy, en verdad, otro, aunque
el mismo: un heterónimo de mi mismidad. Soy otro y soy mejor, lo sé y eso me
satisface, me otorga una paz invisible pero solida, que se aclimata a Lisboa. Lisboa
todavía es “un otro lugar”: un más allá dentro de la península, dentro de la
geografía sentimental de mi adolescencia: tan lejana, tan extraña como
hipnótica, rutinaria e incomprensible. A
pesar de todos los procesos de homogeneización, Lisboa continúa siendo “un otro
lugar”, me digo con satisfacción.
Pero, dónde está aquel mundo del
año del noventa y siete. Hoy, entre la selva de tatuajes y teléfonos
inteligentes, hay un algo que perdura
más allá del paso del tiempo. Casi veinte años después, vibra la misma cuerda,
en la misma longitud de onda. Se trata de esa melancolía que inspiran sus
calles y su luz lavada y cegadora. Todo ha cambiado para ser lo mismo, como
decía el aristócrata de la película de Visconti. Las figuras de las sardinas y
la presencia constante de Pessoa, emblema de la ciudad tan desconcertante como
fragmentaria. Y vuelvo al poeta, en este año quince: llama la atención que un
hombre que vivió en la frontera de la miseria a lo largo de su edad adulta hoy
sea una industria turística, un emblema indiscutible. So omnipresencia no se
corresponde con mi idea del personaje, que considero más ajustada que todo el
ritual en su entorno.
En fin, estas paradojas un tanto cervantinas
nos agradan, las hacemos nuestras sin darnos cuenta, como mención a un proyecto
inacabado: ese triunfo tras la muerte que ya de nada vale. Y, así, llegados a
los Jerónimos se comprueba que ahora está allí su tumba, que hay una
universidad con su nombre, que el perfil de su rostro es motivo para
envoltorios de chocolates o cervecerías o pastillas de jabón [carísimo]. El
rostro del poeta que vagó por estas calles entre la magia y el vapor alcohólico:
el alcoholismo: sumido en una marea de resonancias de ciencias ocultas y
poesía, de glorias pasadas y una extraña vanguardia integrada en exclusiva por
el mismo. Esas aristocracias de cartón piedra y humo y viento. El sombrero, el
paso nervioso, su bigote, sus gafas, la corbata. Todavía camina con paso
decidido por las calles, quiero pensar cuando estoy ante su incomprensible
tumba.
Lo dicho, los tatuajes son un
misterio y Pessoa es otro misterio, lo que no quiere decir que sean
equiparables. Su tumba es un monolito incrustado en una hornacina. Estamos ante
ella, lo comentamos y hacemos una foto: con dificultad, pues el público es
numerosísimo. Estudio el monolito con
dificultad, pues no dejan de pasar turistas uniformados [bermudas, sandalias,
camiseta y gorra], turistas que no cesan de fotografiar esa totalidad del
claustro: el autorretrato que ahora se llama selfie, que remite al egoísmo, la
cámara excesiva en manos del aficionado, la pequeña cámara para instantáneas y
la fugacidad del propio teléfono. Así contemplo la estela y me digo que
extraño; yo también soy otro, otro que finge ser el mismo: como el poeta: un
fingidor. Hago mi foto de ese recuerdo funerario. Bien: flota en la pantalla
del ordenador. Cristal líquido, amor nocturno, puentes rojos que vuelan sobre
el estuario. Año 1966.
Libros y libros que tratan de
explicar la crisis, el liberalismo o los recortes que se han sucedido en las
diversas naciones del proyecto europeo. Recetas y responsos, lamentos que
dictan sentencia, aciertos y pronósticos. Libros que duermen en las estanterías
y en los mostradores junto a biografías de urgencia de políticos lusos,
estadistas europeos y nuevos políticos del otro lado de la ‘raya’: Monedero o
Pablo Iglesias tienen su particular altar en la librería Bertrand, que ya no me
parece lo que me pareció hace casi veinte años. Los veo y los ojeo y no me sorprendo, termino
por comprar una edición del Livro do Desassossego. Son treinta euros, una cantidad respetable. Me
interesa profundamente el escritor, me interesaba Pessoa antes de saber quién
fue Pessoa. Tal vez por que sé que hay un algo fragmentario e intangible que
comparto con el libro y con el autor, que tiene para mí un interés mayor que
aquello que se ajusta a la realidad más actual: la realidad como construcción
se ve reflejada en una pintada sorpresiva: no tienes que encontrarte ni
buscarte, debes construirte. Lo recuerdo mientras caminamos por las calles, sin
rumbo. Y en ese orden de cosas entra el libro de Pessoa: la falta de un
proyecto determinado, pero que poco a poco toma cuerpo casi por arte de magia,
por un conjuro.
En un aparte, más tarde, en
Oporto, leo le libro y percibo claramente como al tiempo que he cambiado hay un
algo que se mantiene más allá del tránsito de las edades: la indecisión y la
fortaleza, como la sombra y la luz (así rezaba la canción de RF [=Radio Futura],
que ahora hago mía).
Allá quedan las pensiones agrias
del noventa y siete, el licor, la ebriedad, el calor denso del alcohol fuerte:
A Gingihna y el Bernardino, la ginebra o el whisky malo y resultón. ¿Somos los
mismos, este que viaja en un cofre de erudición falsa y cámara de fotos, sin
tomar notas, sin opinar, abstemio y observante, y aquél que se deslizaba por
las calles, solitario, bajo una luz tangencial e hiriente, que fuma sin
descanso y con desesperado nerviosismo, que leía y tomaba notas y no esperaba,
en el claustro de la ebriedad, sin cuestiones que planear ni resolver?
En las mesas de los centros comerciales se
pueden ver grupos de hombres que discuten con pasión sobra la esencia de lo
portugués, las próximas elecciones y la crisis. La crisis es el catalizador de
todo pensamiento, me digo y desconfío de lo inmediato de esa conclusión. Lo
hacen con pasión e histrionismo, ante la nada de sus mesas vacías. Se alteran,
vociferan y caen en un silencio pasmoso y cargado de soberbia. No consumen nada
y unos periódicos gratuitos permanecen cerrados a su vera: los estrujan, a
veces. En otras mesas, algunos dormitan o escrutan al público que circula por
los pasillos del centro comercial, que vomitan la multitud en esa plaza
artificial, más allá: un grupo analiza resultados futbolísticos y los anota en
grandes libretas escolares, una tarea que semeja estéril y al tiempo exigente. Parecen
ilusionados, pero hay una falla en ellos, en el grupo, en cada individuo que lo
compone. Es como si llegase el sonido de una caja de música para colorear el
archipiélago de lo cotidiano. Hay algo fundamental en el centro comercial, en
sus tiendas cerradas y en el tránsito de lo turistas. Es la rutina y el latido
de un pueblo que se resiste a naufragar en el Atlántico, una vez más.
No es posible soslayar la meditación sobre
lo fragmentario que me lega Pessoa. Días más tarde, ya lejos de Portugal, releo
unos papeles pendientes y me encuentro con otra suma de elementos: textos de W.
Benjamin en los que subraya su incapacidad para lograr encajar sus textos en el
ámbito universitario. Llegado un momento, quizá esta mañana, en la radio
entrevistan a un director de cine joven: no tan joven: 40 años, algo más viejo
tal vez. Le oigo hablar y semeja que en su biografía hay una misión, un asunto
más religioso que artístico, donde pone más liturgia que trabajo. Su película
es una película de acción. Ha estado de viaje en Estados Unidos y le fascinó
encontrarse en una terraza a Al Pacino, lo relata detalladamente: no fue capaz
de dirigirse a él: es lo que gana, creo yo. Una cosa lleva a la otra y todo
termina por tejerse sin mi ayuda: es uno que triunfa entre mil, pero el acento
se pone en el primero y los restantes caen en el olvido o en la inexistencia.
Me interesa más la historia del que no es entrevistado, del que no llega al
puerto de la dirección, que todas sus esperanzas nunca llegan a plasmarse.
¿Fragmentariamente? Apuntes, notas, entradas en un diario. Lisboa es un hito en
mi biografía, una ciudad mágica, secreta, interna. Ahora, en la lejanía, la
añoro como un adolescente en invierno añora a su novia de verano.
+ Un triunvirato: el viaje, el verano y el turismo. El viajero, el veraneante y el turista. Cada cual en su nivel, con una suerte de programa que le llevará a encarnar un papel, como en una obra de teatro. El viajero es imposible, el veraneante muda con frecuencia de piel y es muy difícil captar su espíritu [ya que no tiene otro que el momento fugaz de la estación de las playas y los anocheceres alcohólicos y deterministas], el turista, finalmente, sólo obtiene desprecio: la masa no es del agrado de los snobs que constituyen el grupo de viajeros o veraneantes. ¿Dónde encuadrarnos, o, mejor, dónde nos encuadran: viajeros, veraneantes, turistas? De un tiempo a esta parte cada vez estoy convencido de que la mayoría somos turistas de nuestra propia vida, y ni quiera por decisión propia, sino por inercia. ¿Todavía hay margen para una estancia ajena a esta clasificación?
+ Imagene(s): 1. Desde el arco de A Praça do Comércio; 2. Un azulejo que resume una visión de la vida, un estado de vida; 3. Un un entorno fabril reconvertido en centro comercial, un tanto in, un tanto out; 4. Un restaurante: ¿Primeiro Andar? 5. A Praça do Comércio, también desde el arco. Etc.




