sábado, 26 de septiembre de 2015

Estalagem


+ Tea for two, me digo y recuerdo que Shostakóvich realizó una versión orquestal en una hora, en un vagón de tren: es cierto, pero si no fuese así, la anécdota contendría en sí toda la intuición en esa hora de la mañana.  Lo he escuchado en el  El mundo de la fonografía, que escucho mientras leo y leo y leo. Oh, este encierro voluntario, este hermetismo, este claustro hermético.

+ [Lisboa_B]. Días atrás, entre papeles y publicidades y tickets, encontré una postal promocional de unas colecciones de ropa fémina que se responden al adjetivo inglés Tiled, obviamente: en clara referencia a los azulejos, que una (im)posible traducción sería azulejados o no: azulejeados, tal vez. El caso es que me encontré con otra posible candidata a un poema no escrito: lo veo como un muestrario de poemas que se sustentan en la fascinación de poetas sin existencia. En esta ocasión sería la actriz lisboeta: Sandra Celas. La foto de la postal nos la presenta apoyada contra una pared recubierta de azulejos y la blusa que viste reproduce la geometría de esos  azulejos. Hay algo en la mirada o en el estar que sobrepasa el propio rostro: hermoso y portugués. Luego, busco en la red y no es lo mismo: es otra mujer, muy diferente a la que me imaginado. Por esta razón el posible poeta varía, debe ser otro, más mundano, más conectado con las aguas tibias de las fiestas nocturnas dominadas por el control y el autocontrol. La idea primera, la entonación que arroja la postal es algo que viene del pasado y no tiene mayor conexión con el presente que el vapor de un sueño y su música olvidada. Aunque permanezca la letra, no es suficiente. Quién escribirá ese poema. Nadie, pues es un ejercicio de lo inútil, en ello estamos.


+ "As arvores, no seu alinhamento pelas avenidas, eram independente de tudo isto." Pessoa Livro do desassossego.


+ Sobre el Pessoa y Livro do desassossego: la multiplicidad y lo fragmentario se han instalado en una suerte de léxico de urgencia, una suerte de caja de herramientas. Esta semana será lo fragmentario el tema que gobierne el día a día y los momentos previos al sueño. Los treinta mil fragmentos de baúl de Pessoa llegan a mi curso diario. Veo autores que son una novela en sí mismos, la unión de la biografía y la obra se hacen una unidad consistente y pasan a ser relato. Narración arborescente según se penetra en ellos: "la bibliografía". Me sucede con Foucault, me sucedió con Pessoa y ahora éste último se hace presencia una vez más, presencia diaria. Es un conjuro. Recupero cada día un libro y leo las observaciones que tomé en la primera página y remiten al propio libro: página e idea. Veo el que fui y veo el que soy, comparo y reparto papeles en ese teatro vital: la propia novela de la vida. Aquella Lisboa que fue y esta Lisboa que es: la amistad y el amor. Sobre ambas transita Pessoa, sin mucha intención, distante y ocupado en sus quehaceres, obviando mi presencia. Pero le he visto, una vez más, en este septiembre hermoso de 2015.


+ A la espera de que llegue un repertorio bibliográfico, que no llega, que se retrasa muchísimo. Llamo al librero y me explica por qué se retrasa el pedido, doy por buena la explicación. A renglón seguido, me dice que recuerda perfectamente cuando compró el libro, que se lo compró a la hija del dueño anterior, que éste era un notable bibliotecario de la Biblioteca Nacional de España, una autoridad en bibliografías. No recuerdo el nombre, pero es una materia para una investigación que no emprenderé. Como tantas veces, hay una novela: todo libro la tiene una vez que se compra y comienza a circular, pues no son nuestros, son un préstamo. Toda biblioteca está destinada a ser revendida. Aunque, si nos detenemos un poco, se puede extender a toda posesión: una vajilla, una casa, una joya [v.gr.]. Ahí queda y sigo a la espera, ahora con el deseo incrementado.


+ Imagen: harinera, la geometría seca en una tarde de otoño. Castilla. Una suerte de enfrentamiento entre el cielo y la utilidad. Lo veo y disparo, encuentro la foto y la cuelgo aquí. Sin consecuencias.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Lisboa_2015



Tatuajes, cerveza helada, humedad. Una manifestación de taxis en contra de Uber, una manifestación que avanza sonora y contundente por las calles del Barrio Alto: se enfrentan dos taxistas a gritos: uno no quiere sumarse a la protesta y el otro le ofrece diez euros para que pare: si es por dinero, toma, agita el billete en el aire y llega un policía motorizado que los increpa ante una posible bulla: “vai embora, vai embora“.  Hay algo profético en ello y la luz es especial, nunca antes vista, atlántica y metálica: una reverberación azulada. Les oímos gritar otra vez, pero ya no entendemos lo que dicen y proseguimos nuestro camino sin rumbo. La bulla parece quedar en nada y continua la procesión de taxis negros y verdes, que colapsa el centro de la ciudad, que da un tono extraño a nuestros pasos de turistas sin ganas de ser turistas. Hablamos sobre ello y, finalmente, en un requiebro, llegamos a la misma conclusión: Uber es capitalismo parasitario: eso lo leí yo en un artículo-entrevista sobre Rafael Rojas, el profesor-ingeniero-mejicano que ejerce en Alemania. (También dice Rafael Rojas que considera los smart phones innecesarios y redundantes, él tiene un teléfono en el trabajo y otro en casa, y cuando no está allí el que lo desee o lo necesite puede enviarle un correo electrónico; lo demás es marketing o embrutecimiento). Esas cosas que tiene el conversar durante los paseos sin rumbo en una ciudad querida y extraña, por descubrir: cómo se llega de la lírica de Lisboa a los asunto del turbo-capitalismo.

Comemos en un bar muy pequeño, imposiblemente pequeño. Bocadillos de atún con queso y cerveza sin alcohol. La dueña ronda los treinta años y tiene unos hermosos ojos azules: insondables. Su pelo es muy negro y habla lentamente, con oscilaciones, con sonrisas y elevaciones cadenciosas de su tono de voz. Habla de sopas rusas y de postres caseros, es su lenta parsimonia: me parece rusa, pero no lo aseguraría: no sería la primera vez que confundo el ruso con el portugués: cuando me fijo un poco, sólo un poco, me doy cuenta de que no entiendo nada, que es ruso y no portugués, ese rumor que me llega.

El día es un don de encuentros y casualidades, de retratos espontáneos y gratuitos. Una tienda de ropa, una fábrica abandonada,  el conservatorio de danza clásica, un bar en la azotea de un garaje, el paisaje que se compone de tejados y “o mar da paja”. El cielo es un azul engastado en cúpulas de iglesias y bastiones de los bares de moda, terrazas para los últimos hipsters y litronas para los primeros pijos. Algo canalla, algo melancólico en el declinar de la tarde, cuando vuelvo a pensar en la mujer de los ojos azules, en su pequeño y ordenado bar, en su ruego: escribid algo en las redes sociales, lleva poco tiempo abierto este bar-restaurante, tan pequeño, algo, un comentario en las redes sociales: pero yo no tengo de eso, no me alcanza, soy antiguo, tan antiguo que cuando el metro que se detiene en una estación, en ese nombre de estación de metro reconozco una parte de mi pasado y está tan desligada de este presente que me siento parte de una novela, la novela de mi vida.

Mi pasado, mi biografía. Sin mirar hacia atrás, sin perder el tiempo con el futuro. Pero siempre hay unos cimientos, una base, un pedestal o un plinto. No sé, sin proyecto también se llega. Ese es mi legado para los hijos que nunca tuve: etcétera.

Otro largo etcétera de tipos y costumbres: la porcelana y el café, las pulseras y la mendicidad, deformidades y aristocráticas letanías que ya no me interesan: soy, en verdad, otro, aunque el mismo: un heterónimo de mi mismidad. Soy otro y soy mejor, lo sé y eso me satisface, me otorga una paz invisible pero solida, que se aclimata a Lisboa. Lisboa todavía es “un otro lugar”: un más allá dentro de la península, dentro de la geografía sentimental de mi adolescencia: tan lejana, tan extraña como hipnótica, rutinaria e  incomprensible. A pesar de todos los procesos de homogeneización, Lisboa continúa siendo “un otro lugar”, me digo con satisfacción.

Pero, dónde está aquel mundo del año del noventa y siete. Hoy, entre la selva de tatuajes y teléfonos inteligentes,  hay un algo que perdura más allá del paso del tiempo. Casi veinte años después, vibra la misma cuerda, en la misma longitud de onda. Se trata de esa melancolía que inspiran sus calles y su luz lavada y cegadora. Todo ha cambiado para ser lo mismo, como decía el aristócrata de la película de Visconti. Las figuras de las sardinas y la presencia constante de Pessoa, emblema de la ciudad tan desconcertante como fragmentaria. Y vuelvo al poeta, en este año quince: llama la atención que un hombre que vivió en la frontera de la miseria a lo largo de su edad adulta hoy sea una industria turística, un emblema indiscutible. So omnipresencia no se corresponde con mi idea del personaje, que considero más ajustada que todo el ritual en su entorno.

En fin, estas paradojas un tanto cervantinas nos agradan, las hacemos nuestras sin darnos cuenta, como mención a un proyecto inacabado: ese triunfo tras la muerte que ya de nada vale. Y, así, llegados a los Jerónimos se comprueba que ahora está allí su tumba, que hay una universidad con su nombre, que el perfil de su rostro es motivo para envoltorios de chocolates o cervecerías o pastillas de jabón [carísimo]. El rostro del poeta que vagó por estas calles entre la magia y el vapor alcohólico: el alcoholismo: sumido en una marea de resonancias de ciencias ocultas y poesía, de glorias pasadas y una extraña vanguardia integrada en exclusiva por el mismo. Esas aristocracias de cartón piedra y humo y viento. El sombrero, el paso nervioso, su bigote, sus gafas, la corbata. Todavía camina con paso decidido por las calles, quiero pensar cuando estoy ante su incomprensible tumba.

Lo dicho, los tatuajes son un misterio y Pessoa es otro misterio, lo que no quiere decir que sean equiparables. Su tumba es un monolito incrustado en una hornacina. Estamos ante ella, lo comentamos y hacemos una foto: con dificultad, pues el público es numerosísimo. Estudio el monolito  con dificultad, pues no dejan de pasar turistas uniformados [bermudas, sandalias, camiseta y gorra], turistas que no cesan de fotografiar esa totalidad del claustro: el autorretrato que ahora se llama selfie, que remite al egoísmo, la cámara excesiva en manos del aficionado, la pequeña cámara para instantáneas y la fugacidad del propio teléfono. Así contemplo la estela y me digo que extraño; yo también soy otro, otro que finge ser el mismo: como el poeta: un fingidor. Hago mi foto de ese recuerdo funerario. Bien: flota en la pantalla del ordenador. Cristal líquido, amor nocturno, puentes rojos que vuelan sobre el estuario.  Año 1966.





Libros y libros que tratan de explicar la crisis, el liberalismo o los recortes que se han sucedido en las diversas naciones del proyecto europeo. Recetas y responsos, lamentos que dictan sentencia, aciertos y pronósticos. Libros que duermen en las estanterías y en los mostradores junto a biografías de urgencia de políticos lusos, estadistas europeos y nuevos políticos del otro lado de la ‘raya’: Monedero o Pablo Iglesias tienen su particular altar en la librería Bertrand, que ya no me parece lo que me pareció hace casi veinte años. Los veo y los ojeo y no me sorprendo, termino por comprar una edición del Livro do Desassossego. Son treinta euros, una cantidad respetable. Me interesa profundamente el escritor, me interesaba Pessoa antes de saber quién fue Pessoa. Tal vez por que sé que hay un algo fragmentario e intangible que comparto con el libro y con el autor, que tiene para mí un interés mayor que aquello que se ajusta a la realidad más actual: la realidad como construcción se ve reflejada en una pintada sorpresiva: no tienes que encontrarte ni buscarte, debes construirte. Lo recuerdo mientras caminamos por las calles, sin rumbo. Y en ese orden de cosas entra el libro de Pessoa: la falta de un proyecto determinado, pero que poco a poco toma cuerpo casi por arte de magia, por un conjuro.

En un aparte, más tarde, en Oporto, leo le libro y percibo claramente como al tiempo que he cambiado hay un algo que se mantiene más allá del tránsito de las edades: la indecisión y la fortaleza, como la sombra y la luz (así rezaba la canción de RF [=Radio Futura], que ahora hago mía).

Allá quedan las pensiones agrias del noventa y siete, el licor, la ebriedad, el calor denso del alcohol fuerte: A Gingihna y el Bernardino, la ginebra o el whisky malo y resultón. ¿Somos los mismos, este que viaja en un cofre de erudición falsa y cámara de fotos, sin tomar notas, sin opinar, abstemio y observante, y aquél que se deslizaba por las calles, solitario, bajo una luz tangencial e hiriente, que fuma sin descanso y con desesperado nerviosismo, que leía y tomaba notas y no esperaba, en el claustro de la ebriedad, sin cuestiones que planear ni resolver?



                En las mesas de los centros comerciales se pueden ver grupos de hombres que discuten con pasión sobra la esencia de lo portugués, las próximas elecciones y la crisis. La crisis es el catalizador de todo pensamiento, me digo y desconfío de lo inmediato de esa conclusión. Lo hacen con pasión e histrionismo, ante la nada de sus mesas vacías. Se alteran, vociferan y caen en un silencio pasmoso y cargado de soberbia. No consumen nada y unos periódicos gratuitos permanecen cerrados a su vera: los estrujan, a veces. En otras mesas, algunos dormitan o escrutan al público que circula por los pasillos del centro comercial, que vomitan la multitud en esa plaza artificial, más allá: un grupo analiza resultados futbolísticos y los anota en grandes libretas escolares, una tarea que semeja estéril y al tiempo exigente. Parecen ilusionados, pero hay una falla en ellos, en el grupo, en cada individuo que lo compone. Es como si llegase el sonido de una caja de música para colorear el archipiélago de lo cotidiano. Hay algo fundamental en el centro comercial, en sus tiendas cerradas y en el tránsito de lo turistas. Es la rutina y el latido de un pueblo que se resiste a naufragar en el Atlántico, una vez más. 


                 No es posible soslayar la meditación sobre lo fragmentario que me lega Pessoa. Días más tarde, ya lejos de Portugal, releo unos papeles pendientes y me encuentro con otra suma de elementos: textos de W. Benjamin en los que subraya su incapacidad para lograr encajar sus textos en el ámbito universitario. Llegado un momento, quizá esta mañana, en la radio entrevistan a un director de cine joven: no tan joven: 40 años, algo más viejo tal vez. Le oigo hablar y semeja que en su biografía hay una misión, un asunto más religioso que artístico, donde pone más liturgia que trabajo. Su película es una película de acción. Ha estado de viaje en Estados Unidos y le fascinó encontrarse en una terraza a Al Pacino, lo relata detalladamente: no fue capaz de dirigirse a él: es lo que gana, creo yo. Una cosa lleva a la otra y todo termina por tejerse sin mi ayuda: es uno que triunfa entre mil, pero el acento se pone en el primero y los restantes caen en el olvido o en la inexistencia. Me interesa más la historia del que no es entrevistado, del que no llega al puerto de la dirección, que todas sus esperanzas nunca llegan a plasmarse. ¿Fragmentariamente? Apuntes, notas, entradas en un diario. Lisboa es un hito en mi biografía, una ciudad mágica, secreta, interna. Ahora, en la lejanía, la añoro como un adolescente en invierno añora a su novia de verano.



+ Un triunvirato: el viaje, el verano y el turismo. El viajero, el veraneante y el turista. Cada cual en su nivel, con una suerte de programa que le llevará a encarnar un papel, como en una obra de teatro. El viajero es imposible, el veraneante muda con frecuencia de piel y es muy difícil captar su espíritu [ya que no tiene otro que el momento fugaz de la estación de las playas y los anocheceres alcohólicos y deterministas], el turista, finalmente, sólo obtiene desprecio: la masa no es del agrado de los snobs que constituyen el grupo de viajeros o veraneantes. ¿Dónde encuadrarnos, o, mejor, dónde nos encuadran: viajeros, veraneantes, turistas? De un tiempo a esta parte cada vez estoy convencido de que la mayoría somos turistas de nuestra propia vida, y ni quiera por decisión propia, sino por inercia. ¿Todavía hay margen para una estancia ajena a esta clasificación?

+ Imagene(s): 1. Desde el arco de A Praça do Comércio; 2. Un azulejo que resume una visión de la vida, un estado de vida; 3. Un un entorno fabril reconvertido en centro comercial, un tanto in, un tanto out;  4. Un restaurante: ¿Primeiro Andar? 5. A Praça do Comércio, también desde el arco. Etc.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Noche oscura del alma




+ Hoy pensé en alguien que en este momento escribiese un poema para Amy Poehler. Sobre sus ojos, sobre su voz, sobre su presencia, sus pechos, la sonrisa, las manos o un gesto velado que incite a la lujuria. Un enamorado en la longitud de la pantalla del ordenador, en el esquema breve de lo mediático. Una singular obra: un soneto, tal vez, una décima, quizá, o una colección de silvas. El juego de estrofas le daría al objeto una altura insuperable, pero ¿dónde está ese poeta? No sé, la actriz encarna nuestro tiempo, me digo y no creo en la afirmación, sólo me interesa la posibilidad de un poema. Flota esta incerteza en el ambiente y en ella me descanso. Ve las fotos de Amy y encuentro un atractivo ambivalente y moderno, en el punto de su edad próximo a la cincuentena. Vuelvo a verla y me recuerda a una profesora de inglés que tuve hace ya unos años: su sonrisa, la voz, la mirada, una suerte de estructura de curvas y ademanes. La rememoración no es gratuita: vuelve aquel momento y creo ver en ese retorno la esencia de ese poema posible y no escrito y muy nocturno: la muerte es el tema, siempre es el tema. En las últimas semanas lo he repetido cínicamente: cuando comentes un poema, aunque sea tras el decorado, afirma siempre, explícita o implícitamente, que la muerte es el tema. En Amy Poehler encuentro esa certeza de la muerte, pero también la encontraría en cualquier otro rostro. Lo sé. Pero es ella, hoy es ella.

+ En el inicio de La arboleda pérdida de Rafael Alberti se hace una contraposición entre dos belenes. El primero es el que realiza un empleado de la familia, con mucho esmero y dedicación, sin admitir intromisiones. El segundo es obra de un tío del poeta, del que dice que era un belén "arisco y helador", algo que sorprende cuando se trata de algo tan inocente, infantil y hermoso. Pero es posible, las combinaciones se lanzan al infinito continuamente. En esta prosa tan rica y fluida, plagada de admirables hallazgos que cruzan con disimulo el curso del relato, la función de los belenes parece ser la de poner un acento en la oposición que hay entre lo popular y lo construido con intención de imitar lo primero, pero sin conseguir ese propósito: un belén todo de arcilla, "un planeta petrificado": la metáfora del derrumbe de una casa, de una familia. Abandono el libro por un momento y escribo esto que lees.. Mientras la idea aletea y se aleja, regresa nuestra infancia, pues resulta difícil no pensar en los belenes que se compusieron en aquellos años de niños, cuando nuestros padres nos llevaban a los montes próximos a la ciudad en busca de musgo y piedras, líquenes y arena, ramas y hojas con las que simular ese mundo tan fantástico como imposible pero con una razón auténtica y verosímil: el avance de los Reyes Magos, la espera de la llegada del Niño Jesús, el caminar diario de los pastores hacia el portal. La lectura de las experiencias de Rafael Alberti trae consigo recuerdos de infancia: como se ha dicho hace un momento, de una infancia feliz que nuestra madre se encargó de cuidar y preservar con la ayuda necesaria de nuestro padre. Qué satisfacción produce ver el panorama tras el tiempo, como el trabajo bien hecho de un artesano, la perfección de un botijo o de un cedazo, ese imponderable que no alcanza lo fabril, por muy exacto que éste sea. Ahí vive. Todavía, nuestra madre, los belenes, los niños que fuimos y que respiran en nuestro interior, aunque con frecuencia no queramos oír sus pasos: de nuevo, en este mes de septiembre.

+ Pájaro-cabra: un mote que no fui capaz de descifrar, tampoco quién lo citó lo logró. Qué regocijo en la mañana. Cuánto espacio para imaginar el relato del apelativo. ¿Una cabra voladora, un pájaro de cuidado que no está muy bien de la cabeza o una simbiosis emblemática entre el que vuela y la que cornea? A saber, pero la cita queda ahí.

+ Un hasta pronto [Foucault]: Copio una cita de (F.) del libro de Miguel Morey Lectura de Foucault: "En cuanto al problema de la ficción, es para mí un problema muy importante, me doy cuenta de que no he escrito más que ficciones. No quiero decir, sin embargo, que esté fuera de la verdad. Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad; de inducir efectos de verdad con un discurso de ficción, y hacer de tal suerte que el discurso de verdad, 'fabrique' algo que no existe todavía; es decir, 'ficciones'. Se 'ficciona' historia a partir de una realidad política que la hace verdadera, se 'ficciona' una política que no existe todavía a partir de una realidad histórica" [Les rapports de pouvoir passent à l'intérieur des corps, entrevista con L.Finas 1977].


+ Recuerdo cuando disparé la foto. Hace ya casi un año, en Guadalajara, en busca de un acento abstracto: un banco en un paseo que se convierte en algo o futurista o constructivista. No sé. Hoy hubo un momento en que la abstracción fue requerida, aquí queda constancia de ello.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Lectura rápida




+ A veces necesito con urgencia  un libro para leer de un tirón, una novela que comenzar y terminar en un mismo día o en dos, no más de tres días, nunca cuatro días. Obviamente: la brevedad es una cualidad cuando la condensación es un logro y no una muestra de incapacidad. Sin dispersiones. Una tarde es una fracción deseable, por qué no: sería, sin duda, la opción perfecta. Un libro como una droga, un libro que vaya más allá de sí mismo, que su efecto dure unas horas: como el hachís, como un whisky venenoso, levemente venenoso. Confío en ello, ya que es una manera de atrapar una totalidad que me redime de lo fragmentario cotidiano. Una posibilidad de agregarle al ritmo de los días un aliento de fantasía o irrealidad: establecer los límites de lo vivido, elevar el punto de vista, el punto de fuga.

+ Así, llegó de repente una intuición. Leía con placer el Cuaderno de verano, de Luis Alberto de Cuenca, cuando un poema me llevó hasta el libro elegido. La sorpresa anima la alegría de la lectura: Carmilla. Carmilla y Laura, detalla el poema, que no es gratuito y va más allá de lo leído, para traspasar percepciones y certezas. A renglón seguido, lo compré en formato digital por menos de dos euros y esa inmediatez era otra satisfacción: la unión de la novela gótica con la prontitud del siglo XXI. Comencé una noche de viernes y el sábado, tras la siesta, lo había terminado. No podía ser mejor y nunca menos ejemplar. Una historia de vampiros, sobre el amor y la muerte, el vuelo de un amor prohibido: el amor entre mujeres. Esa nota ilumina las posibilidades de la metáfora, aunque uno, en muchas ocasiones, prefiera la lectura literal, porque en ella se contiene lo netamente literario y esquiva escolios indeseables. Sin dilaciones, la fuerza del amor, la necesidad de la posesión del cuerpo de la amada, el filo acerado de la muerte y la consumación sexual siempre en suspenso.

+ La narración está muy bien ordenada y ello contribuye a incrementar los efectos sorpresivos sobre el lector. Finalmente: la certeza de que lo imposible adorna las pasiones. El argumento es sencillo: Laura y su padre presencian el accidente de un carruaje, como consecuencia de ello aparece en sus vidas Carmilla, hermosa, ambigua, extraña. Carmilla está enmorada de Laura, pero no es algo explícito, aunque fácilmente se supone, como una melodía que trae el viento, que apenas se adivina. Carmilla precisa de sangre humana para vivir, porque Carmilla es un vampiro. Finalmente, Carmilla se ve abatida debido a una fuerte necesidad de justicia poética que cierra con perfección el círculo que se comienza a dibujar en el inicio del libro.  No es posible evitar que la voz, la confesión de Laura nos aproxime a una duplicidad, a la ambivalencia de Carmilla: el amor y la muerte. Algo tan presente en la pasión. Evidentemente, en esa diana hay una metáfora, pero también lo literal forma parte del relato y es muy importante: lo estructura y da idea del terror como manto y ocultación una verdad subterránea y simultánea. El amor como proyecto y/o como condena. Bajo la violencia y el terror se oculta el amor de una adolescente por otra adolescente, que una veces parece correspondido y otras no. ¿Así es la vida? Con sus mil facetas, cada segundo es inaprensible: sólo el orden que lo escrito propone sirve y guía. La moraleja de esta rápida lectura es la presencia de la nada, lo fugaz y violento que el amor, el deseo y el sexo contienen. Todo es evaporación, niebla confusa en la alta montaña de los sentimientos y el sexo. Se agolpan viejos recuerdos de amigos y amigas que el tiempo ha borrado: sus nombres, sus rostros; nada es permanente, pero la literatura nos deja a una Carmina y a una Laura que se aman en el ámbito de los siglos y la seguridad de los libros en las estanterías.

+ ¿La irregularidad frente a la simetría? Un dato: libros que llegan del pasado, en su momento ignorados: hoy centro de una investigación sobre aquel pasado. No merece la pena una indagación profunda y en exceso seria: llegados al reino de la risa. Otro fauno ha sido entrevisto esta mañana en los bosque que frecuento, en su borde, en su frontera. Él es la encarnación del miedo pánico: su sonido, el ulular del viento, la cuerda que vibra en soledad, el árbol que cae y nadie conoce el sonido que produce en su caída. Irregularidades, vértices, lejanía.


+ Imagen: en algún lugar de Londres, donde podría habitar Carmilla. ¿Por que asociar esta ciudad con ella? Llega un momento, siempre llega un momento en que se necesita una investigación, ¿es el caso?