sábado, 30 de mayo de 2015

Contexto




+ Un hombre me cuenta que comenzó a trabajar a los catorce años, en el mar. Se preparó: aprendió mecanografía y taquigrafía, estudió por las noches, se guardó de malgastar el dinero que tanto le costaba ganar. La vida le sonrió, afirma con solemnidad, pero el trabajo fue la clave. La suerte no existe. El trabajo y la preparación. Yo insisto en la necesidad de la suerte, la oportunidad y la visión de ambas, pero él regresa a que la clave está el trabajo y el sacrificio. Me cuenta cómo sus hijos se han colocado bien, y todo se debe a una suerte de astucia entre soltar cuerda y atar corto, dar y quitar y luego proponer la responsabilidad. El registro de su vida es positivo. Trabajón en Correos cuando Correos era Correos, hoy es otra cosa: algo que se desmorona, que languidece y se deja morir a la espera de demostrar que lo público es malo y es preferible lo privado: qué estrategia, qué ya a nadie se le escapa este truco, ese truco malo y efectivo. Se lo digo y todo lo cifra en el avance de la informática, de cómo antes no había más que dinero en papel y en moneda y hoy todo es plástico, un dinero que no se ve. Esto recoge la decadencia de la sociedad: el plástico y su baja calidad, frente al papel y el metal, frente a otros materiales: la madera, la piedra, los tejidos. Le doy la razón porque la tiene. El reloj marca las horas, y la aguja del segundero no se detiene nunca: ese inquietante flujo. Le digo que tengo prisa y, finalmente, añade que si uno conoce al padre conoce al hijo. Esta frase certifica su triunfo vital: esta orgulloso de sus hijos, de la tarea cumplida, en la espera en calma del último momento. Me voy y parece dormido, es una pieza en tres movimientos: el esfuerzo del adolescente, la consecución del hombre, el plácido retiro del viejo. La espera del último suspiro. El secreto es el mismo que para andar en bicicleta: no parares a pensar, porque el que se para, se cae.

+ Fue una agradable cena. Un dinero bien empleado. La celebración es lo más próximo al sortilegio que conjura la muerte. La lubina cruda, transparente y helada en su mar de limón y aceite, la merluza:  láminas blancas y perfectas sobre una compota de tomate, el arroz, el flan de huevo y el rumor de la crema que estalla e inunda de un crujiente y esperanzado dulzor. La conversación, los otros clientes, la música entreverada con el lejano rumor del Festival de Eurovisión. Fuera ya, la noche era clara y el viento azotaba los cuerpos, como un oleaje invisible, implacable, dispar. En fin, un dinero bien empleado porque fue un regalo que no se paga con dinero.

+ Jarvis Cocker en su Sunday Service felicita a Bob Dylan, que hoy 24 de mayo está de cumpleaños. El domingo tiene sus aristas doradas, que tanto agradan a los que dormimos la siesta y soñamos con playas y relojes, guitarras y pueblos de la costa sur de Inglaterra y un Bob Dylan en coches negros, cámaras de fotos y cigarrillos, guitarras en Denmark Street. En fin, el domingo: sin restricciones. Versiones, dedicaciones, raros y especiales. All The Tired Horses.

+ Hay detalles  que resuelven extrañas preguntas: motivos náuticos, faros, golondrinas, veleros. ¿Son tatuajes o son los ornamentos que decoran la entrada de una casa, junto a la carretera, frente al mar? ¿Son intercambiables: los ornamentos y los tatuajes? La mañana ofrece reflexiones que no tienen mucho valor, pero, a veces, ese punto de cocción, esa hermosa paradoja nos reconcilia con otros que fuimos: más soñadores, ebrios de viento y libres de sueldos y horarios.

+ Un estado de pasividad, la indiferencia que muestran un milano cuando se dejan caer sobre un ratón. Lo hace sin sentido alguno, un comportamiento moralmente neutro. Hay que alimentarse día a día.  El presente, sin otro motivo. Llega la hora de regresar a casa y la reflexión se debate entre el silencio o la indagación en la jornada laboral.  Sabemos que no hay nada más deseable que un sistema de cajas estancas. La música da paso al ensueño y a la sinestesia. El grado cero de la escritura es la desnudez de ornamentos, la expresión natural en su contexto natural, el espíritu limpio de su tiempo; pues eso: silencio.


+ Imagen: inquietantes figuras de una atracción de feria. Su relación con lo humano es algo más que una mera apariencia. Como una investigación sobre la maternidad y el egoismo, sobre la paternidad y la no consciencia. Ese niño-sirena que duerme en brazos de su madre, ese optimismo ligero y deforme. Como los clowns que habitan las películas de terror barato. Una tarde cualquiera, un tiempo cualquiera. Carpe diem.

sábado, 23 de mayo de 2015

El extranjero




+ ¿Soy un extranjero, un extranjero de mí mismo, en el corazón de mi mismidad?

+ Todo comenzó cuando yo conducía hacia el trabajo, cuando en el programa de radio de cada mañana llegó el invitado que habla de libros y de las impresiones que estos le producen, los sentimientos que se despiertan y las posibles conexiones. El invitado, esa mañana de martes, inició su intervención con Camus, con El extranjero. Afirmaba que sin duda era una metáfora del hombre que habría de llegar con la Segunda Guerra Mundial, la guerra y sus horrores. Expuso su punto de vista con detalle y precisión. Añadió que había leído la novela siete veces, siempre en la misma edición: un libro muy gastado ya, y muy anotado, desencuadernado, viejo y sucio, pero personal: la presencia de lo vivido. Volvería a él, otra vez, durante este verano: sin prisa, con delectación, a pesar del dolor que sabe que le va a producir. Entonces, cuando terminó está última afirmación sobre la lectura y el dolor, recordé la novela, vagamente, la recordé como un flash que deslumbra súbitamente al conductor despistado, ausente, evaporado. El invitado volvió sobre el libro una vez más: realmente era importante para él, algo definitivo en su biografía literaria. Me interesó su manera de entender su papel de lector: una suerte de regreso y alejamiento del libro a lo largo de los años, pero siempre palpitando tras él una idea, un recordatorio de las posibilidades de la indolencia y el mal. Me quedé pensando en ese desapego que el protagonista muestra y que el invitado subrayaba. Pero yo había perdido la verdad de la lectura, mi recuerdo no me sirve: es necesaria una impresión fresca para fundar un juicio. Decidí volver a leerlo. Y lo hice: en dos días, en un robo al sueño y al descanso, sin poder detenerme. Terminé el libro y regresó aquella sensación de la primera lectura. Todo estaba dirigido al discurso que el protagonista lanza contra el cura en el final del libro. Un discurso certero y definitivo sobre el absurdo de la vida, un negocio que no cubre gastos. Para mí lo más importante del libro es esa conversación, certifiqué que la narración es un contexto necesario e imprescindible para llegar a ese punto, al discurso: tan conectado con la modernidad, con el sinsentido, y al tiempo resulta una recolección de una suerte de literatura sapiencial que se extiende a lo largo de los siglos [qué largo sería detallarla]. Una cuestión de perspectivas. Lo que para él era relevante: la indiferencia del protagonista, su tibieza, su desapego, para mí era secundario [en cierto sentido], porque lo importante es su convencimiento en la falta de sentido de la vida, de que tanto es morir hoy como dentro de veinte años. Cómo me recordó a Marco Aurelio, qué presencia, qué herramienta para hacer que las preocupaciones desciendan a la profundidad. La irrelevancia del ser humano y sus preocupaciones. Nacer, crecer, morir: una vez que Dios ha muerto, el hombre ha de ocupar su lugar y establecer reglamentos y castigos, premios y ofensas. Una manera de conducirse que le aboca a la soledad, la soledad absoluta y absurda. ¿Cómo romper el maleficio?

+ No pudo ser de otra manera. Con su estilo claro y certero, la lectura de El extranjero impregnó la semana de melancolía. La melancolía es el desarrollo del humor negro, una enfermedad que obliga a la postración y a lo contemplativo. Indagaciones sobre la novela y su conexión con la realidad, esquemas sobre lo que es fundamental y lo que es accesorio, el sentido de la rutina, el dinero, el paso del tiempo, su huella, el cuerpo y sus esclavitudes. El paisaje se desdibuja, las conversaciones de los compañeros de trabajo son una música lejana y ensordecida, confesiones y la noticia de la proximidad de la muerte en las habitaciones de la muerte. Todo se acelera, pero hay un instante de paz. Es esa placidez de la ría a las siete y media de la mañana, el perfil de las bateas, el puente en su estructura de vieja reliquia anterior al diluvio, anterior a la glaciación. El día comienza y el tráfico se mueve con una inercia propia de seres con un sistema nervioso delicado, frágil, simple: como insectos. Los coches son insectos, me digo. Los coche insertos  en sus carriles son muy poca cosa en comparación con los árboles y la lámina azul intenso. No hay nubes y el cielo es puro y exacto. ¿La vida es un regalo? El sentido que puede llegar a tener la vida es mediante una construcción diaria y sin interés, sin reflexiones sobre la trascendencia. El amor es la estructura: en un sentido amplio, sin abusar de la palabra, sin obligarla a contener espurias ataduras, esclavitudes y baratijas. El sol regresó y su luz tiñó la mañana de una alegría renovada: después de la tormenta.

+ La poesía: leo de Luis Alberto de Cuenca "Brujas suicidas en un bar" y rescato un fragmento: "Las brujas. Sus escobas alineadas / en el aparcamiento intergaláctico". ¿Me reconforta? Sí. Hago una pausa y recuerdo bares y desgarros. Como un licor, como un veneno, en ocasiones el pasado regresa y me recuerda quién soy o quién fui. ¿Hay alguna distinción entre una cosa y la otra? Hay brujas en el gym, con sus mallas doradas o fucsia, con sus tatuajes tribales o con esos dibujos de helados de cucurucho, muñequitas o nombres y frases. Esas brujas tan hermosas que esculpen con dolor y disciplina su cuerpo. ¿A quién besarán, quién acariciará esos muslos tensos y aéreos, el peso exacto de sus senos, el dibujo de su pubis? Y termina el poema, ya muertas las brujas en su suicidio etílico: "En cuanto a las escobas, nadie sabe / para qué sirven, ni le importa a nadie / qué ha sido de sus dueñas". 

+ La modernidad es angustia, la angustia es miedo, el miedo es paralizante. Luchar contra el miedo. Nunca pasa nada, es la sentida sentencia: nunca pasa nada. Aquella cita que apunté y que retomo hoy: "durante mi vida he sufrido miles de desgracias que nunca llegaron a ocurrir". La risa como medicina. La cita podría ser de Montaigne, o no: en este momento carece de importancia.

+ [Imagen: colección de teteras en una tienda muy especial de Oporto. El té como bálsamo y certificado del presente: como ritual y presencia].

sábado, 16 de mayo de 2015

Kitsch




+ “I think that minimalism has become kitsch”, Grayson Perry.

+ El kitsch es un territorio, un algo a lo que pertenecemos. Sin darse cuenta uno entra en su ámbito comparativo: yo no soy kitsch, eso es para los demás. Pero, como tantas otras cosas, es un punto de vista y todo el mundo tienen un punto de vista: lo que no es decir mucho. Otra cosa es la elegancia, que tiende a lo absoluto y se escapa del corsé territorial. La elegancia se reconoce pronto: quién puede dudar de las manos de un pianista, de los lienzos en un corredor bien iluminado y sin público, de la maestría de unos tomos en el mercado de las pulgas: baratos y singulares. Pero la vulgaridad habita en nosotros, en gestos y renuncias, en las discusiones, en los desencuentros, y mientras caminamos con prisa no reparamos en la belleza de los detalles. No es elitismo, se trata de elecciones.

+ La niebla, en la primera hora, cubre la ría. Ese desvaído paisaje, los elementos fuera de foco, el gris apagado y los pájaros que vuelan sin fuerza, que se dejan mecer por la brisa, la suave brisa de la mañana. Lucho contra la melancolía y recuerdo frases que dan fuerza, alegría circunstancial y risa y música. Hay algo que queda en suspenso. Se repite la escena y recuerdo haber ya escrito este párrafo. Secuencias, hitos, marcas en el calendario: todo pasa y la niebla regresa, como habrá de regresar cuando ya no estemos, cuando ya no importe. Pero hoy es martes, y me espera la lectura y el estudio: la rutina diaria que vivifica los días y las noches. El placer de la conversación, el regalo del silencio, el amor y su solida realidad. Como si este apunte hubiese sido ya escrito: certifico su permanencia.

+ Reflexión sobre la pasiva: el foco en el sujeto acrecienta su peso. ¿Era necesario? Se debe vivir para el instante. Nadie lo hará por ti: la lectura o el alimento.

+ [Empleada de banca, tal vez]. Traté de recordar a modo de inventario su comportamiento las cuatro o cinco veces que la vi en las últimas semanas. El cálculo y las metas, la consecución y el trabajo duro. Las metas. Vuelven las palabras de los faunos una y otra vez, su correr por los campos, más allá de los árboles, más allá del bosque. La risa es la medida, no hay otra cura. Esto queda a un lado: recuerdo sus palabras y sus gestos, su manera de mover las manos, sus botas rojas, su chaqueta roja y su vestido negro, sus medias negras. La plasticidad de su atuendo era inadecuada, elegida con cuidado, pero inadecuada. Entre lo formal y lo informal, para la calle y para la oficina. El peinado completaba el esquema: corto y desordenado. Manos afiladas y poco maquillaje. No se rió, no sonrió, no dijo nada y dejó la moneda sobre la barra. Tomó su café en una de las mesas próximas al ventanal. Era su media hora de descanso. El café, el periódico y una llamada. No podía dejar de pensar en cuáles serían sus ocupaciones, al tiempo que no entendía muy bien por qué me intrigaba: un veneno que se llama curiosidad o novelería o fermento para lo literario, para lo inútil. Sin ganas de investigar, prefería imaginar su vida: oficinista, empleada de seguros, recepcionista en una clínica dental. No sé. Otras veces la vi en la cola del banco. Jugaba con la llave de su coche: nerviosa y segura de su belleza. Es tan compleja y equívoca la belleza. Llegué al final: su atractivo era un equilibrio entre su indudable belleza y su kitsch espontáneo.

+ Otra mujer: pienso en su piel destrozada por el viento y el sol, por las mañanas cerca del mar. La salitre, la arena. Su pelo parece quemado, sus labios secos apenas sonríen. Un reloj parpadea: la consulta se demora. Ella me mira y me pregunta cuál se mi turno. ¿Qué edad tiene? No creo que supere los treinta y cinco, pero no lo podría afirmar. El viento ha dibujado su cara y sus hombros desnudos. El trabajo y la fe en la vida. Yo carezco de esas certezas, me digo y ya es su turno. Todo esa baratija minimalista de la consulta contrasta con la verdad del cuerpo escuálido que desaparece tras la puerta de aluminio. Sí, el minimalista es el nuevo snob: sine nobilitas. El centro del kitsch: el contraste entre la mujer y el centro de salud: el margen de aristas y el cuerpo trabajado por la naturaleza: el viento, el mar, la arena.

+ Para su Audi: antiguo y ventrudo, viejo y lustroso, plata pulida, cristal verde pálido. Baja la ventanilla y me dice que hay una pila de piedras: si lleva un leve temblor las piedras se caerán sin remedio. No sé, ¿un terremoto? Asiente y yo me fijo su camisa: en cada pecho un tigre. LA barba recortada, las gafas oscuras, el gran anillo. El disco de zarzuelas. Sonríe y es educado, un tanto entrañable. Nos saludamos y sube la ventanilla. Veo como el coche se aleja y trato de establecer nexos: no merece la pena: la estampa del momento. Poco más. Los tigres, la zarzuela, los terremotos. Etc.

+ Una simulación, una forma simple: como siempre. El fragmento y lo entrevisto es un contrapeso, una medicina en el paso del tiempo.

+ El ruido me molesta y busco una emisora: música clásica, sin saber en concreto qué suena: es música renacentista: un laúd y una voz evaporada en el transito de los siglos. El valor del vapor: ninguno, el mismo que la totalidad ante la muerte. Es esta mi tendencia y debo conseguir reírme de ella: en ello trabajo y por momentos lo consigo. El día llega a su fin.


+ Imagen: lo mínimo: líneas. El minimalismo, en verdad, es otro kitsch más, pero es el nuestro: con plena consciencia.

sábado, 9 de mayo de 2015

La oscuridad

 
+ En ocasiones un pequeño detalle, una frase suelta, una mirada de desdén o desprecio nos hacen reconocer una suerte de enfermedad que ha vivido en nosotros durante años y no la habíamos reconocido, o nos negábamos a reconocer. Una enfermedad que nos ha hecho daño, silenciosamente. Son venenos que nos inyectaron y los desconocemos. Tal vez en la infancia, quizá en la adolescencia, podría que ser que más tarde: en el inicio de la madurez. Cuando digo esto me resulta imposible no pensar en una persona en concreto: se trata de una vecina que no me saluda fuera del edificio y cuando coincido con ella en el ascensor se esponja en una suerte de confidencias estúpidas: los quebraderos de cabeza que le supone la mudanza a la casa en la playa, las preocupaciones que le da su marido con la moto de gran cilindrada con la que se pierde en la costa o su hijo en una universidad británica, tan cara, un esfuerzo tan grande. Con el dinero que tiene no sé porqué vive todavía en un edificio tan cutre como este, me pregunto. Se tiene por una persona con clase, que pertenece a un sector social superior, un círculo importante en la capital de provincia, y le gusta que quede constancia en sus gestos y sus palabras, aunque siempre hay algo que la traiciona. Por ejemplo: su dequeísmo. Su vida es simple, que no sencilla. Ella es profesora en un colegio religioso y su marido empleado de banca, aunque su porte es aristocrático y elegante: es guapo, sin duda. Ella desconoce su lugar en el mundo: vive una ficción de casino y corbatas de seda, de veraneos y gin-tonic en club de yates, de hijos, bodas gloriosas y colocaciones soberbias. Su felicidad radica en el desconocimiento de su posición: ha creado una hornacina impenetrable donde una persona del vulgo no tiene cabida. No deseo intimar con ella, pero si me tuerce la cara en la calle y luego en el ascensor me hace esas confidencias tan importantes, con ese tono tan intimista,  me esta otorgando un incierto derecho. Puedo juzgarla, puedo hacer un retrato, puedo utilizar bien la sátira o la ironía, según me levante. Sin embargo hay algo nuclear en sus maneras que traza el mapa de su estupidez, la estupidez propia de la ciudad en la que vivo: para bien y para mal. Ella es un emblema y su marido su ayudante mágico. Esa perfección inquebrantable de mesocracia falsa y verano y casino, y traje de noche y cocteles bien afinados. Es esa novela de lo barato y la aspiración, donde los vestidos se cortan de las cortinas y al tiempo se fingen embutidos en el viento de la historia porque un día el presidente del gobierno les dio la mano y otro día vieron bailar al rey en la Escuela Naval. Total, que no me interesan sus opiniones, no me interesan sus hijos, ni su patriotismo, nada me es próximo en ellos, pero debo aguantar con educación su confidencia en el ascensor: una vez más. Y nos da una lección, una más: cómo hacer una maleta para un vuelo trasatlántico. Qué estilo, qué manera de retratarse.

+ Mientras escribo suena el Nº9 de los Beatles: todo ayuda.

+ La noche es oscura y llueve. Es una lluvia molesta y constante, fina, afilada, que a veces crece y se transforma en un torrente que golpea un pequeño tejado: suena rítmica y amenazante. El día de hoy ha terminado, pronto apagaré la luz. El tránsito hacia el domingo siempre es extraño. Ese sumirse en el sueño sin la condena del despertador. Pronto estaré en los portales del sueño y pensaré en todo lo que el día me ha dado y me ha quitado. Pensaré, ante todo, en la enfermedad, en el torbellino que nos conduce a lo oscuro que habita en nosotros, un otro yo que desconocemos, que regresa en ocasiones con toda su herencia de odio y rencor, que emerge de las tinieblas del pasado. ¿Es el destino? Cada nombre que empleamos se apropia de una parte de nosotros, las etiquetas no son gratuitas. He leído páginas insustanciales en periódicos insustanciales, y al leerlas he sentido una melancolía muy unida a su raíz etimológica: la bilis negra. El color negro que todo lo abarca. Ese oscuro líquido que circula por las venas de la provincia. Es una cárcel, son sus habitantes, sus maneras, su peculiar y estúpida mediocridad. El sueño es reparador, en mi caso. La noche es una ciénaga y pienso en los que abrevan en los bares, los que fuman en los soportales y ven llover, en el tacto suave de un seno en la bancada junto a una iglesia, en esos besos que no volverán. Y la lluvia no cesa y el sueño no llega. Apago la luz.

+ El fragmento anterior estaba gobernado en su redacción por el dolor de cabeza. Agudo, afilado, exacto. Qué lírica contienen el dolor de cabeza si nos aleja y nos lanza contra un pozo oscuro donde el silencio y la oscuridad son el único consuelo.

+ La totalidad es móvil. Nada permanece, todo cambia. ¿No lo sabías?

+ En la óptica observo cómo se desenvuelven los empleados y los jefes, cómo utilizan sus reglas metálicas [sobre el rostro de una mujer de mediana edad], sus lupas, la maquina que se asoma a la profundidad del globo ocular, los gestos y la proximidad. Espero mi turno. Es el dueño quién me atiende, solícito. Tiene mi edad. Es un hombre pulcro, aunque huele a tabaco: suave y perfumado. La vida es un espectáculo asombroso cuando uno comienza a fijarse en los pequeños detalles que estructuran la escena. Adminículos, monturas, expositores, espejos, una oreja de goma donde se aloja un audífono, la silla de plástico transparente, sobres, bolsas con el logotipo, herramientas delicadísimas, esferas de metal que no sabría decir si la suya es una función decorativa o técnica. Pero, más tarde, prefiero centrar mi atención en el fluir de las palabras, en su tono y ornato: otro nivel de abstracción, me digo no sin pedantería. Hay algo allí que me reconcilia con mi mismidad, que rebaja un malhumor que arrastro desde hace días. Supongo que se relaciona con el orden, con la pertinencia de los ritos y ese aroma de limpieza y muebles nuevos. El viernes semeja evanescente, qué palabra para este momento, pero qué precisa para el instante y para la eternidad.


+ Imagen: en algún edificio, mientras en el exterior llueve: hay una abstracción en el recorte, el recorte es intencionado: la búsqueda de una composición que desmonte lo reconocible.

sábado, 2 de mayo de 2015

Códigos




+ En un catálogo de maquinaría de jardinería hay un modelo que se ríe estrepitosamente. Viste un pantalón claro y una camisa verde, a su lado una mujer parece empasta contra el fondo y ajena a la alegría imposible de su compañero: parece contenta, pero con la felicidad propia de las estatuas de cera. Todo resulta excesivamente codificado y un aire de falsedad recubra la escena: hay menos vida en las figuras que en las herramientas o los setos que componen la escena. Ella es hieratismo en su sonrisa y él ríe: sin motivo. Me fijo con más detalle y esa risa me recuerda las esculturas de Juan Muñoz que se aposentan en un parque, en Oporto. Es el mismo rostro, es la misma risa histérica. Trato de establecer una conexión a sabiendas de que no existe o que el hecho de plantear la posibilidad es forzar la conexión. Es materia para la investigación, obra por construir, la sugerencia y el motivo del día: la risa que estalla sin motivo.

+ Los deseos se solapan con las felicitaciones, alguien me dice y poco después leo una cita: "anillo de oro en nariz de un puerco". La yuxtaposición de las dos aserciones crea un significado desconocido y/o desconcertante. Se ilumina el día con una luz especial, una luz que descubre parcelas de lo real ancladas en la rutina. Su visión es la visión: el atuendo y su sentido, es un reflejo de la personalidad, la belleza sin gusto: el oro en la nariz del puerco. Maquillaje y sensaciones confusas que se dirigen hacia la reproducción. Un sentido literal, una mancha de vino en la camisa, imprevista irracionalidad en el orden diario. Las felicitaciones, los deseos, el engaño del oro: el oro no es comestible, el cerdo sí. Una turbulencia desordena todo lo que el día trajo, el sueño es tranquilo y reparador. No recuerdo nada de lo soñado, eso está bien.

+ "¿Es la Luna o es el anuncio de la Luna?" Juan Ramón Jiménez.

+ Comienza a llover. La bocana de la ría se ve enmascarada por un niebla densa e impenetrable. Son poderosas las luces del puerto a esta hora: casi el mediodía: es su oscilar, como si atesorasen realidades y alegorías. La marea está alta, los camiones se alejan rápidos y aéreos. Nadie está en los bancos de almejas. Ese trabajo, que duerme, que latente espera la bajamar. Un trabajo duro y no muy bien pagado. Comienza un fin de semana largo. No es nostalgia, pero se percibe cierto cansancio: nadie está preparado para esta lluvia insistente.


+ Imagen: fragmento del grupo escultórico de Juan Muñoz, en el jardín de la Cordoaria, en las proximidades del hospital de Santo António, en Oporto.