+ Han pasado los días de viaje. Todos queremos ser viajeros y nadie quiere ser turista. En ello me detengo. Observo en Segovia a los grupos de japoneses. Uno de estos grupos lo volveré a ver, con manifiesto cansancio, en la tarde del mismo día, en Ávila. Una vez me contaron que en tres días se puede ver una parte muy importante del patrimonio español en un radio de doscientos kilómetros en torno a Madrid, un pretendido tour en el que se incluiría el Museo Del Prado. Yo, en alguna ocasión, he participado de festines similares y he terminado con una terrible borrachera que, cómo no, derivó en una espectacular reseca. No es el síndrome de Stendhal, no hay lírica, sino malestar, profundo malestar somático. Supongo que a estos japoneses les pasará algo similar. Sin embargo, no lo descarto, quizá aquí resida el placer. Quién sabe. La digestión de tanta historia, arquitectura y arte se vuelve contra uno, creo yo. Y, aunque no soy yo quién para dar consejos, quizá sea mejor elegir dos o tres cosas [una vista de Segovia y otra de Ávila, un breve paseo por Toledo y cinco cuadros significativos en el Prado] y, luego, sentarse en una terraza a ver cómo evolucionan los españoles en todo su esplendor. Desde atalaya privilegiada, la terraza, todo se tiñe de una suave melancolía, donde se abrazan por contraste los modos y costumbres de lo propio con lo visitado para resolverse en una nueva diatriba. Un alimento para la duda, la nutritiva duda. Pero, claro, esto es literatura, ¿no?, y la literatura no es un valor en alza (de ahí su importancia). Me detengo y dejo de dar consejos que nadie me ha pedido. El apunte es válido y lo aplico a mi persona. Con calma han pasado los días de viaje, que han resultado muy provechosos y, pienso ahora, que su grandeza reside en una programada improvisación, esas leves líneas que funcionan a modo de carril, que nos protegen de pérdida indeseada del precioso tiempo y nos dejan la libertad necesaria para sentarnos en el banco de un parque cualquiera para no hacer nada, salvo ver la vida pasar.
+ [León]: Todo fue caminar y detenerse, retomar el paseo y preguntarse por los motivos que la ciudad eleva, por los razones de los ciudadanos para levantarse cada mañana y trabajar, ese ciclo indesmallable. Agua, café, algo de conversación, el color de la piedra, las líneas y los perfiles del horizonte, pájaros y gatos. Hablamos y recordamos otros tiempos, otros viajes, recordamos como un año atrás, cuando comenzó el tratamiento para la enfermedad de C, las laberínticas transiciones no agotaron las fuerzas, sin desfallecer avanzamos en aquella noche de pasillos blancos, máquinas dosificadas del carísimo líquido naranja, analíticas y medicina nuclear. La medicina nuclear y la estricta postración que exige para que funcionen sus elementos de diagnóstico. Ha pasado el tiempo y estamos aquí, ha pasado un año y en la catedral de León, ante sus vidrieras, pienso en ese intangible que es estimar a todos los que antes vieron la luz y la piedra desde aquí, desde donde ahora estamos los dos, un tanto abortos, un tanto escépticos. No hay solución de continuidad. Hace calor y siento la urgencia de descansar, pero no es cansancio sino la sed de otro tiempo, un tiempo que no ha de volver. Me hago cargo de mi edad. Guardo silencio y me reconcentro, es un defecto que yo tengo, algo que no me gusta: subir, bajar, no alcanzar la estabilidad, y saber que nadie está libre de las simas de lo cotidiano, mi humor es cambiante, el cierre es austeridad y ausencia de la generosa comprensión del otro. Solo es un momento, pero es. Demasiado examen de conciencia, me digo y alzo la vista y trato de entender el programa propagandístico de la catedral: no lo conseguiré, pero abandono la expresión interior de los pecados y sus penitencias. Cuánto daño me ha hecho la técnica de la confesión. He aprendido a vivir con todo ello. Guardo silencio y no es agradable. Paseamos junto a los restos de la muralla y la mano es el dibujo del amor, la leve mano de C.
+ [Palencia]: Dibujo una silla, una botella y un vaso. Son dibujos característicos en mis libretas, un rasgo o un índice. Deliberadamente asimétricos, contienen una idea sobre el dibujo en sí mismo más próximo a una práctica que a un resultado, más el trabajo en sí que el producto del mismo. Comimos en un restaurante un tanto pasado de moda pero muy limpio. El color verde de las paredes me recordó tiempos pasados y me detuve en ello mientras guardaba la libreta roja. En realidad hay demasiadas cosas que me recuerdan el pasado, mi tiempo se orienta hacia el pasado, se hunde en recuerdos que se desdibujan en una niebla, pero que siempre terminan por concretarse. Así, me hizo recordar tiempos de la infancia y viajes larguísimos en tren, estaciones ocres y paisajes secos y duros, como si viese a mi padre mucho más joven de lo que yo ahora soy, a mi madre, a mis hermanos que son niños. Ese verde no es otra cosa que una guía. Los colores, la historia, la narración de la infancia. Todo se acumula y nada se pervierte, lo conservo con cariño y no lo comento. Guardo silencio. Estoy callado en exceso y no es bueno. Trato de corregirme. Comemos y nos encaminamos a Valladolid. La música establece seguridad y confianza. El coche se desplaza con soltura, responde bien. No necesito ir rápido, la velocidad no me interesa. El color verde que vi en las paredes del restaurante es ese que llaman verde inglés, creo. No sé. Queda atrás y, como sucede con los sueños, lo recordado se difuminó. El navegador me indica el camino al parking del hotel, pero yo me confundo varias veces y realizamos varios círculos, que se terminan por resolver. Valladolid.
+ [Un banco cualquiera en el Campo Grande, Valladolid]: Nos sentamos porque estábamos cansados. Nos sentamos en el banco porque nos gusta sentarnos en los bancos y ver a la gente pasar. En silencio. A veces, consulto el teléfono, otras veces: no. El tiempo pasa y yo dibujo, sin mucha intención, en la liberta roja. Trato de memorizar los colores para que, en el futuro, cuando llegue a casa y toqué colorear, ser lo mas fiel posible a lo observado. Es un propósito fallido de partida, pero el objeto no es acertar, no se trata de constatar fielmente lo que vi, sino dejar testimonio de un algo que observé y que brotaba de la voluntaria y voluntariosa torpeza de mi mano derecha. Hablamos de la familia y de los amigos, fuimos generosos con sus errores y maldades y, también, agradecimos cierta cortesía, poco más. Las conversaciones fueron breves. Hablamos de Valladolid, de las esculturas que vimos antes de comer, de Vicente Escudero y su arte. Conversaciones reflexivas, pausadas, atenuadas por el rumor de la leve brisa entre los árboles. Pensé en los árboles. Pensé en cómo se adquiere, en medio del caluroso julio de Castilla, al fresco abrigo de los árboles en el Campo Grande, la condición de intimidad con la otra persona, ese trabajo. Todo es trabajo, esfuerzo, orden y estructura. Ay, la estructura y lo arquitectónico de la vida, de la novela de la vida. Pasó una mujer muy joven con un perro y un niño, se detuvieron ante nosotros y ella nos sonrió. No sé. Si das alegría, recibes alegría, también: a la inversa. El cielo era claro y en el teléfono se anunciaban tormentas que nunca llegaron. Seis días estuve en Castilla y no llovió, todos los días el teléfono vaticinó lluvias.
+ Dejé a C. en la Estación de Segovia, Guiomar. Salí de la estación solo y puse la música muy alta, dejé que el navegador me guiase hacia Ávila. El coche se deslizaba con una asombrosa fluidez. Quise a mi viejo Skoda como se quiere a un viejo amigo. A pesar de los gastos causado en los últimos meses, quise a mi viejo Skoda. Le agradecía que estuviese allí conmigo. El aire acondicionado me produjo placer. Me distancié de lo que llevaba días pensando y logré un aislamiento ambiguo e impuro, pues no resultaba todo lo terapéutico que yo hubiera podido desear: al contrario. Cambié en la radió en línea la emisora pop por la de música clásica. Qué revelación. Un piano, sobre el que no quise indagar, esmaltaba el paisaje de geométrica vanguardia. Recordé personas que se han alejado, de las que yo me he alejado. Recordé las cosas que de ellos aprendí y me di cuenta de que había olvidado sus voces, pero no sus rostros. Regresé a ese vacío que me ofrecía la música, el paisaje y el aire acondicionado. Una cámara hermética. ¿Dónde estaba C.? Estaría, a esa hora, en Madrid para hacer el transbordo y volver sobre los pasos, ya sin parar en Segovia, para regresar a Galicia [qué trayecto tan absurdo]. Mientras, yo me deslizaba por las pendientes con asombrosa facilidad. Mi conducción estaba en el justo punto, dentro de las normas que la vía precisaba, que la señalización horizontal y vertical imponen con sabio criterio. En el reloj vi que eran ya las cuatro y cuarto, lo que se traducía que C. ya lleva un corto trecho del viaje de regreso (Madrid - Pontevedra). Yo me dirigía a tareas que me he impuesto (pensé en ello y abandoné pronto esas ideas). Calculé gastos e ingresos, el balance desde principio de año y me pareció que tenía que, en los próximos meses, contener los gastos. Ahí quedó este breve examen de conciencia. Ay, la conciencia. “Estos días azules y este sol de la infancia…” Repetí el nombre de la estación de Segovia y me dije qué extraña es la vida de las palabras.
+ [Un paseo nocturno por Ávila, intramuros]: También mi vida es extraña y extraña es toda vida que llegas a conocer con algún grado de penetración e intimidad. Ávila se dibujaba en perfiles y sombras. Investigaba los escaparates de las tiendas de alimentación, me demoraba ante la luz de una ventana (allí, en lo alto), saboreaba el silencio y la soledad. Paseaba absorto en el recuerdo de Fortunata y Jacinta. Esto me devolví un tiempo que nunca fue el mío, pero podía intuir. Aquellas casas, aquellos palacios, el descenso de la vida en sus últimos tramos. La verdad oculta tras las piedras, sentencias que no alcanzarán concreción. Escuché a unos adolescentes hablar en árabe, tal vez árabe. Eran fuertes y vestían galácticamente. Me senté a una distancia prudencial y sus voces tenía algo de hipnótico: el idioma, su contundencia gutural, los gestos y la desafiante certeza de los que todavía son eternos. El horizonte de montañas azules y nubes espesas que el inicio de la noche comienza a difuminar. Todavía no era de noche y amenazaba una tormenta que no llegó a cuajar. Cayó la noche, bebí agua (se había calentado y ofrecía una blanda y sensual sensación de fluido, como un cuerpo que se recuerda por extraña sinestesia: su dibujo, su silueta), terminé la botella y la tiré a la papelera. Traspasé la muralla por la puerta del Mercado Grande y continué mi paseo. Toda la vida se ahorma en un trazo: solo es un deseo. Me senté, intenté dibujar y no lo conseguí. Hay que saber cuándo es el momento y cuándo uno debe detenerse. Así, otro espacio estanco, un aislamiento, un silencio y una acotación [ya no eres joven y compórtate, aunque no te guste, conforme a tu edad].
+ Mi persona se refleja en los dibujos de mi cuaderno rojo. Rápidos y nerviosos trazos sobre lo cotidiano, los objetos, nunca las personas, sin intención de perfeccionar la técnica porque más que una práctica es una terapia. Más tarde, una vez en casa, coloreo lo que antes dibujé sin arte ni parte. Coloreo y todo se para, la conexión entre la mano y el papel precisa un mediador: el lápiz de color [para lo torpe que soy, qué exigente soy con las herramientas: la manía es mi identidad, pero lo disimulo].
+ “Elle prenait déjà les courses suivantes de la main gauche et tapait sans regarder de la main droite.” La place, Annie Ernaux.
+ La cita anterior es la última frase de la breve ¿novela? de A.E. He pensado mucho en este final y entiendo lo literario que hay aquí, en ese punto de conocimiento que no resulta transmisible salvo por el desarrollo narrativo magistralmente ofrecido. El secreto está en la cantidad y la administración de la misma. Sé que voy a releer el libro. En breve, quizá en breve. La próxima lectura tiene que ser, necesariamente, la traducción al español. Tarea pendiente, pues. Apunto en la agenda electrónica en que se han constituido las lista que me ofrece mi sesión en la Biblioteca Pública de Pontevedra.
+ ¿La traducción del libro de A.E. es lectura o re-lectura?
+ Llego a la biblioteca y finalmente decido no coger el libro de A.E., quizá por no romper cierta magia que quedó en suspenso tras su lectura. Quizá cambie de opinión.
+ En sueños me llega un título: El papel tumbado. Lo escribí en un post-it porque sé que, de no haberlo hecho, nunca lo hubiera recordado. Intento darle sentido pero no soy capaz. Se lo comenté a C. y me dijo que no le gustaba. No sé, creo que no se trata de gustar o no gustar. ¿Podría conmutar ’tumbado’? Tampoco tengo una opinión sobre ello, prefiero mantener el adjetivo, alejarme de cierta idea del buen o mal gusto, establecer mi razón en el desarrollo de una ráfaga de onírico absurdo, incluso: áspero y punzante sueño. ¿Podría eliminar, así, ‘papel’, y como resultado: El tumbado? Sigo sin saber y esta ausencia es precisamente donde se muestra su inquietante realidad, porque cuando el sueño apunté en el papel amarillo [ese post-it] renuncié deliberadamente a dejar constancia de su contexto: por lo tanto, difuminadas las condiciones para su explicación, queda solo una huella que podría llevar a reconstruir aquello que nunca existió. De esto sí que estoy seguro, no irá más allá su vida de esta anotación en esta suerte de diario.
+ Por encima he leído algo sobre los hermanos Machado. Algo, también, sobre Guiomar y Leonor. Sobre Leonor Izquierdo un poco más. No entiendo el porqué se me aparece un hilo que me lleva a Fortunata y Jacinta. ¿Una tarea más que apuntar y resolver? No.
+ Imagen: tapia, pájaro, cielo.