+ ¿Por qué lo banal, por qué lo vulgar, por qué ese gusto por el kistch? ¿Porque hemos dimitido de acartonadas elegancias y del buen gusto? No hay respuesta sino un punto de vista que hace posible la descripción de las preguntas.
+ Bovarismos: mientras hago el ejercicio diario, como viene siendo habitual en los últimos días, pongo un programa grabado de la radio pública francesa. Así, he transitado por la obra de Foucault, Bourdieu y Flaubert. Divulgación. Es en este último donde estoy ahora mismo, estoy con Flaubert. Ha sido enriquecedor escuchar el programa, con los datos y las opiniones me hago una composición que se conecta con mi propia biografía, con las ansias novelísticas de otro tiempo, con los desmanes noveleros olvidados en noches que ya olvidé. Entre muchas razones dadas, vuelvo a recoger aquella de los libros tienen un punto de toxicidad, idea que expresan algunos personajes de la novela. El deseo de que la realidad se aproxime a la realidad libresca no deja de ser una enfermedad. Quizá, también, el Quijote participa de este extraña verdad: el veneno de la lectura. Y, ahí es a donde quiero llegar, yo he sufrido este envenenamiento del que, lo sé, nunca me curé. Hay una atenuación, pero nunca me recuperaré en su totalidad porque es una enfermedad que nació conmigo y conmigo morirá. Lo sé: Mme. Bovary c’est moi. Punto y seguido.
+ Continuo mi excursión turística por el mundo de Flaubert. Descubro pliegues que intuía pero que no había concretado en su momento. Hoy me acerco, una vez más, a la toxicidad de la literatura, de cómo F. dirige su vida, no sé si con un proyecto o espontáneamente, hacia el ejercicio de la escritura. La escritura que siempre llega con el parto de la lectura, la escritura, pues, es la hija de la lectura. Me identifico con F. y repaso mi biografía y compruebo que la inclinación libresca ha estado ahí, sin interrupciones. Nunca he dejado de leer y la lectura, en ocasiones, ha actuado como un veneno, en ocasiones ha ejercido su poder curativo. Veneno y remedio, la toxicidad en la dosis adecuada cura. Ay, volví a Normandía mientras pedaleaba en la bicicleta estática, la oposición entre el pueblo, la capital de provincias y ese Paris al que Emma nunca llegará. Emma Bovary, la figura que nos ha legado Flaubert, que se ramifica sin desmayo, que abarca tantas interpretaciones, la oposición al romanticismo y la victoria del mismo sobre sí mismo. La excursión continua y yo me recojo a mi estudio, a mi investigación, sin dejar de tener presente a Flaubert [el de los podcasts de la radio pública francesa, entro los innumerables F. que hay].
+ La estela de Flaubert arranca en mi recién terminada adolescencia. Creo recordar el simbiótico iluminar que supusieron Mme. Bovary y La Educación sentimental. Ambas constituyeron una forma de entender la realidad que se prolonga hasta el presente y se relaciona, sin duda, con la afilada mirada de un anatomista o de un forense. Todo se puede ver desnudo de lírica, aunque cause un cierto dolor, aunque tenga el coste de arrojarse en los brazos del nihilismo. La descripción de lo vulgar con elevada precisión es una conquista interior, ver lo sublime en lo vulgar es un triunfo sobre la mediocridad que imponen los pequeños burgueses [tan bien retratados por F. y que siempre he observado con insistente curiosidad]. Relojes caros, restaurantes de buen tono, prendas de marca con la marca bien visible, coches impresionantes, un sumatorio de cuentas y propiedades y, luego, su exposición en la comida familiar. Ahí tenéis todo ese elenco de medallas y trofeos. El fin de semana en el balneario, la excursión por Florencia plagada de aburridas estatuas y pesadísimos cuadros, “cuánto cuadro, qué fatiga”, el collar de perlas, la pulsera de oro, la trituradora de papel y el ordenador a juego con la vajilla, todo en granate, digo yo. Eso me dio Flaubert, pero también muchas otras cosas. ¿Recuerdas como Homais recibe la Legión de Honor mientras la hija de Emma termina trabajando en una embrutecedora fábrica textil? Qué lección. Continuo en la estela de Flaubert.
+ Después de terminar de escribir el fragmento anterior abrí el libro de Houellebecq en curso, Sérotonine. Habla H. de la sala de pasos perdidos de la Estación de Saint-Lazare. Habla de la banalidad del centro comercial. Una vez terminados los dos o tres párrafos no pude de dejar de relacionarlos sobre lo dicho/escrito sobre el pequeño burgués que presume de sus momentos de solaz, tan bien merecidos, tan bien procurados por su trabajo tenaz, terco y enriquecedor [un sentido espiritual, moral y económico]. Todo ese juntarse las piezas parece hacerse por ensalmo y arroja un conjunto de indiscutible valor, un documento sociológico. Y es ahí donde encuentro el punto de unión entre lo dicho y lo leído en H.: la banalidad. Lo banal como bandera, como declaración de principios. Los centros comerciales y los balnearios de buen tono parecen coincidir en esa calidad del no-lugar, equiparaciones banales y prescindibles. Yo sé que esto que digo tiene un punto de soberbia, pero, llegados a un punto, qué nos queda sino es la soberbia.
+ Yo soy el que da cuenta de lo vulgar, me digo no sin vanidad.
+ Imagen: la foto de los bañistas en el final de la primavera la tomo y la edito con mi teléfono móvil. La cámara es instrumento, y como tal es un medio, que no un fin. Cuenta el resultado final y mi intención se ve reflejada en la imagen: la querencia por una suerte de acento pictórico pasado de moda. Poco más que eso, un experimento que acierta. Para llevarlo a un tapiz con gran saturación de colores. Mientras, en el reproductor suena Bach. Resulta irónico.
