+ Comienzo a leer un libro sobre novelas y artistas plásticos. Comienzo y ya en el inicio no puedo estar menos de acuerdo. Leo dos o tres páginas y el desacuerdo continua. No es un autor menor el que lo escribe, pero su campo es el de la historia del arte, no el de la teoría de la literatura. No lo dejo y continuo. Se sitúa a mediados del siglo XVIII el inicio del auge de la novela como vehículo de expresión destinado a las masas, pero, creo, al tiempo que se hace esta declaración, se ignora que la población que podía leer era muy escasa, debida a las altas tasas de analfabetismo. Concluyo, que es algo que no se ha reflexionado adecuadamente, que el libro es fruto del mucho escribir y del poco reposar los textos. En un aparte, una larga nomina de novelistas que circunscriben sus obras al ámbito de los pintores se desliza un error de bulto: es un tema, pero el núcleo de la novela suele ser otro más profundo, que se traslada del tópico a la constitución misma, es decir, a la estructura. Pero, estas consideraciones mías, se diluyen en un prosa bien construida y me digo que no tienen mucha importancia, que, a renglón seguido, se declara el moralismo inherente a la novela, como obra que tiene en sí, siempre, una enseñanza. La peripecia parece responder a
+ La doble faceta de Flaubert: el lirismo y la exactitud de los planes, siempre llevados a cabo. El lirismo y la disciplina. Esta exigencia ha estado presente en muchos de mis proyectos a lo largo del tiempo. Una luz me ilumina y sé que F. ha resultado ser una influencia más que notable. Así, leí sus novelas, los estudios sobre ellas y algunos fragmentos de su correspondencia. Cuando vi el Sena en Rouen todo ello me vino a la cabeza y su punto álgido fue cuando cruzamos en coche, C. y yo, el Puente Flaubert, todo un símbolo de mis conquistas, el olvido de las derrotas.
+ El avance de la semana me hace percibir lo deletéreo que resulta el paso del tiempo. Comienza la semana un lunes y aparece el viernes por arte de magia, no nos hemos dado cuenta de qué pasó, qué transiciones han obrado hasta quebrar la vida de esa semana. Lo comento y es el mismo comentario de siempre, abundamos en esa evidencia, esa tautología. Pero, qué decir, cómo no asombrarse cuando lo que existe es un hiato entre el imaginario construido con la argamasa de las ficciones que tienden hacia lo eterno, como si esa fuera la única medicina que nos salvase del veneno del tiempo. No pasa un día sin que piense en ello, como si un dios del hogar fuese. Mi pensamiento se une a lo que recuerdo de Marco Aurelio, que no deja de ser una tenue niebla de la memoria de la que resta un poso de certeza: lo poco que es la vida, tanto la del mendigo como la del Papa de Roma. Mientras, cabalga la crisis, el combustible de la intolerancia. Puedo ver la violencia asoma sus garras; mientras, la semana termina.
+ Buscamos un sito donde cenar y lo encontramos. Resulta satisfactorio, como resultó satisfactoria la cantina de la estación de tren donde C. y yo tomamos agua y cerveza. Un pequeño mundo que se amplia a cada momento, esos momentos de intimidad. A lo lejos, las nubes elevaban un telón de gris y pesada presencia, un recordatorio de todo lo que se funde en el tiempo. El dios de la oportunidad nos bendijo y, así, acertamos en cierta alegría, una alegría muy superior a la felicidad, por encima del optimismo, por encima del pesimismo. La bendición del dios de la oportunidad. Kairós [el tiempo de la oportunidad]: la oportunidad y la conveniencia en el instante preciso: aquí y ahora.
+ Alguien plantea si los avances laborales y sociales son debidos al consenso o al conflicto y sus resoluciones. Me centro y debato. No quiero saldar la cuenta con una respuesta rápida y banal. Siempre he creído en los equilibrios, pero las circunstancias de la crisis me inclinan a ver la segunda opción como la única salida, pero, simultáneamente, sin consenso no se llega a un punto aceptable, deseable.
+ Me ha sucedido en más de una ocasión. Resulta sencillo. Le cedo el paso a una o a varias personas y continuan su camino sin apartar la vista, sin agradecer el gesto. También con el coche me ha pasado. No tiene importancia porque el gesto no está dirigido a una persona en particular, sino que se extiende al todo social, sin esperar nada a cambio. Y de eso se trata, de hacer cosas sin esperar nada a cambio y, al tiempo, estar prevenido contra la mala educación. Así, con el tiempo, he desarrollado una muy útil indiferencia que obtiene traslado a otras circunstancias y escenarios. Nada me inmuta, salvo lo que yo decido que me afecto. Tan selectivo soy, me digo y las nubes cabalgan en su inmutable armonía.
+ Imagen: un tríptico que, mientras camino por el bosque, toma forma por yuxtaposición, son las caras de un poliedro que se hace forma según yo disparo estas fotos que ahora se opone pero que, también, se complementan.
sábado, 25 de junio de 2022
El dios de la oportunidad
sábado, 18 de junio de 2022
Las múltiples caras de lo banal
+ ¿Por qué lo banal, por qué lo vulgar, por qué ese gusto por el kistch? ¿Porque hemos dimitido de acartonadas elegancias y del buen gusto? No hay respuesta sino un punto de vista que hace posible la descripción de las preguntas.
+ Bovarismos: mientras hago el ejercicio diario, como viene siendo habitual en los últimos días, pongo un programa grabado de la radio pública francesa. Así, he transitado por la obra de Foucault, Bourdieu y Flaubert. Divulgación. Es en este último donde estoy ahora mismo, estoy con Flaubert. Ha sido enriquecedor escuchar el programa, con los datos y las opiniones me hago una composición que se conecta con mi propia biografía, con las ansias novelísticas de otro tiempo, con los desmanes noveleros olvidados en noches que ya olvidé. Entre muchas razones dadas, vuelvo a recoger aquella de los libros tienen un punto de toxicidad, idea que expresan algunos personajes de la novela. El deseo de que la realidad se aproxime a la realidad libresca no deja de ser una enfermedad. Quizá, también, el Quijote participa de este extraña verdad: el veneno de la lectura. Y, ahí es a donde quiero llegar, yo he sufrido este envenenamiento del que, lo sé, nunca me curé. Hay una atenuación, pero nunca me recuperaré en su totalidad porque es una enfermedad que nació conmigo y conmigo morirá. Lo sé: Mme. Bovary c’est moi. Punto y seguido.
+ Continuo mi excursión turística por el mundo de Flaubert. Descubro pliegues que intuía pero que no había concretado en su momento. Hoy me acerco, una vez más, a la toxicidad de la literatura, de cómo F. dirige su vida, no sé si con un proyecto o espontáneamente, hacia el ejercicio de la escritura. La escritura que siempre llega con el parto de la lectura, la escritura, pues, es la hija de la lectura. Me identifico con F. y repaso mi biografía y compruebo que la inclinación libresca ha estado ahí, sin interrupciones. Nunca he dejado de leer y la lectura, en ocasiones, ha actuado como un veneno, en ocasiones ha ejercido su poder curativo. Veneno y remedio, la toxicidad en la dosis adecuada cura. Ay, volví a Normandía mientras pedaleaba en la bicicleta estática, la oposición entre el pueblo, la capital de provincias y ese Paris al que Emma nunca llegará. Emma Bovary, la figura que nos ha legado Flaubert, que se ramifica sin desmayo, que abarca tantas interpretaciones, la oposición al romanticismo y la victoria del mismo sobre sí mismo. La excursión continua y yo me recojo a mi estudio, a mi investigación, sin dejar de tener presente a Flaubert [el de los podcasts de la radio pública francesa, entro los innumerables F. que hay].
+ La estela de Flaubert arranca en mi recién terminada adolescencia. Creo recordar el simbiótico iluminar que supusieron Mme. Bovary y La Educación sentimental. Ambas constituyeron una forma de entender la realidad que se prolonga hasta el presente y se relaciona, sin duda, con la afilada mirada de un anatomista o de un forense. Todo se puede ver desnudo de lírica, aunque cause un cierto dolor, aunque tenga el coste de arrojarse en los brazos del nihilismo. La descripción de lo vulgar con elevada precisión es una conquista interior, ver lo sublime en lo vulgar es un triunfo sobre la mediocridad que imponen los pequeños burgueses [tan bien retratados por F. y que siempre he observado con insistente curiosidad]. Relojes caros, restaurantes de buen tono, prendas de marca con la marca bien visible, coches impresionantes, un sumatorio de cuentas y propiedades y, luego, su exposición en la comida familiar. Ahí tenéis todo ese elenco de medallas y trofeos. El fin de semana en el balneario, la excursión por Florencia plagada de aburridas estatuas y pesadísimos cuadros, “cuánto cuadro, qué fatiga”, el collar de perlas, la pulsera de oro, la trituradora de papel y el ordenador a juego con la vajilla, todo en granate, digo yo. Eso me dio Flaubert, pero también muchas otras cosas. ¿Recuerdas como Homais recibe la Legión de Honor mientras la hija de Emma termina trabajando en una embrutecedora fábrica textil? Qué lección. Continuo en la estela de Flaubert.
+ Después de terminar de escribir el fragmento anterior abrí el libro de Houellebecq en curso, Sérotonine. Habla H. de la sala de pasos perdidos de la Estación de Saint-Lazare. Habla de la banalidad del centro comercial. Una vez terminados los dos o tres párrafos no pude de dejar de relacionarlos sobre lo dicho/escrito sobre el pequeño burgués que presume de sus momentos de solaz, tan bien merecidos, tan bien procurados por su trabajo tenaz, terco y enriquecedor [un sentido espiritual, moral y económico]. Todo ese juntarse las piezas parece hacerse por ensalmo y arroja un conjunto de indiscutible valor, un documento sociológico. Y es ahí donde encuentro el punto de unión entre lo dicho y lo leído en H.: la banalidad. Lo banal como bandera, como declaración de principios. Los centros comerciales y los balnearios de buen tono parecen coincidir en esa calidad del no-lugar, equiparaciones banales y prescindibles. Yo sé que esto que digo tiene un punto de soberbia, pero, llegados a un punto, qué nos queda sino es la soberbia.
+ Yo soy el que da cuenta de lo vulgar, me digo no sin vanidad.
+ Imagen: la foto de los bañistas en el final de la primavera la tomo y la edito con mi teléfono móvil. La cámara es instrumento, y como tal es un medio, que no un fin. Cuenta el resultado final y mi intención se ve reflejada en la imagen: la querencia por una suerte de acento pictórico pasado de moda. Poco más que eso, un experimento que acierta. Para llevarlo a un tapiz con gran saturación de colores. Mientras, en el reproductor suena Bach. Resulta irónico.
sábado, 11 de junio de 2022
Playas de Normandía
+ Los sueños me interesan más por cómo pueden explicar el pasado que por las posibilidades de adelantar el futuro, de vaticinar actos o de iluminar extrañas y laberínticas relaciones entre personas, hechos y lugares. Por esta razón me parece que describir un sueño a la manera en que fríamente se analiza una oración desde la sintaxis arroja luz sobre el pasado. En primer lugar, creo que la unión entre lo vivido y lo soñado se da sin solución de continuidad. El sueño, de alguna manera, no deja de ser una limpieza, una excreción, y no necesita ser interpretado, sino reciclado, llevado a un punto de recogida para su tratamiento. Para mí este punto de recogida sería el texto, este texto, por ejemplo. Aquí y en ningún otro lugar toma fuerza, consistencia la idea de la narración como expiación. Ay, y después de todo esto, me remito a mi sueño de pintores de retratos que ganan mucho dinero, entre el burgués y el bohemio, hacia la búsqueda de un estilo perfecto. Un anhelo. Residencia repartida entre Madrid, Paris y Tánger, aspecto descuidado y elegante, pelo ni largo ni corto, piel bronceada y espacioso chalet de una planta con estudio, en algún paraje de Toledo donde el campo tiende al infinito. No sé, me remito a un deseo o la construcción de un personaje que vi en algún dominical en alguna sala de espera de la consulta de un dentista o en el salón de una peluquería. Y luego este personaje, el del sueño, realiza una extraña pregunta: ¿quién es la esposa de tu trabajo? No respondí. Pero el sujeto era el anhelo de esa vida bohemia y burguesa antes citada, a partes iguales; el verbo, la pintura y la residencia extravagante y cara; los complementos y la circunstancia se repartían entre los notables retratados, la lectura en las salas de espera y la actuación retardada de mi trabajo que se resiente. ¿Quién es la esposa de tu trabajo? La pregunta está por responder y la respuesta no deja de ser un límite. El límite y la razón de ser alguien parecen unirse.
+ ¿Cómo se relaciona con el pasado la pregunta que plantea el sueño ? ¿El trabajo como núcleo de la identidad o como un atributo importante que no llega a definir? ¿Definir se entiende como una labor de acotación, de establecer límites? En resumen, la unión entre trabajo e identidad no se puede obviar. El trabajo hace a la persona y determina su manera de actuar, su personalidad, sus afectos y rechazos. ¿Somos nuestro trabajo? Un asunto para discutir. Y, en realidad, todas estas cuestiones, con sus dudas y certezas, son una reflexión que mantengo desde hace tiempo, a lo que debería sumar esa clasificación que supone el salario, la traducción que tiene en un estándar de vida. El sueño trata de atrapar esa categorización que establece el trabajo, el salario y su traducción simbólica.
+ Playas de Normandía donde fuimos felices, extraños en un mundo nuevo, lejanos y persistentes ladridos de perros tristes, alegría de vino y queso, alegría de licores y olvido, playas de Normandía donde fuimos felices, cementerios de Normandía donde fuimos eternos.
+ [Tiempo de espera]. Por un momento, creo que lo propio de este momento es la espera y nombro este fragmento como Tiempo de espera. La enfermedad de C., el aguardar por la solución de mi plaza, los tiempos de la investigación, la concordia y un reencuentro que no llega y que ya no deseo. No es así, no es este un tiempo de espera sino que todo tiempo es un tiempo de espera. Lo anoto porque tengo, ahora mismo, la necesidad de anotarlo, mientras percibo la punzada de la espera, mientras rechazo esa misma punzada que pone al descubierto un doloroso rasgo del tiempo y de su inexorable paso, de su labor de erosión y olvido. El tiempo de espera es más que una unidad de medida, es el núcleo mismo de lo vivido y lo por vivir.
+ [Apunte fuera de tiempo] Tengo una breve charla con un hombre que, considero yo al primer golpe de vista, resulta muy atildado, en exceso incluso. Una suerte de pulcritud ceñida al tiempo presente: camisa blanca, vaqueros y zapatillas rojas NB que no desentonan. Pero sobre su atuendo triunfa un collar de cuero, creo que es cuero, un hilo de cuero negro sobre el que danzan unas medallitas de plata, entre ellas: la mano de Fátima. Entiendo que son amuletos y que el hombre es supersticioso. Está suavemente bronceado, le han cortado el pelo cortado con primor y parece que ir al gimnasio, pues bajo la camisa se dibujan sus músculos con precisión. Se gusta, es evidente. Al tiempo, su expresión es contundente y se sabe capitán de algún barco que yo desconozco pero que tiene una indiscutible importancia. Vuelvo sobre lo mismo, ante todo, destacan sus amuletos y creo que ahí se resume su persona, la confianza del personaje, su solidez, su apostura. Le miré a los ojos y él esquivó mi mirada. Algo había que yo no alcanzo a comprender, algo sin importancia pero que, estimo, merece ser reseñado porque en ese evitar mi mirada se resume algo de su persona que se conecta con un núcleo vibrante que del todo lo puede, o que cree que todo lo puede.
+ Imagen: el no-lugar como estado de ánimo.
sábado, 4 de junio de 2022
En el no-lugar del lenguaje
+ Algo en la radio sobre Lou Reed y David Bowie. Algo sobre Elton John. Mientras, hago mi ejercicio en la bicicleta estática, escucho la música y las palabras que la acompañan. Música que ya es música antigua, me digo, pero para mí tan actual porque, quizá, llegué tarde a ella, pero llegué y se convirtió en una suerte de amuleto [qué necesarios son los amuletos a pesar del saber que no son otra cosa que un engaño, benigno engaño]. Suena, en otro momento, Neil Young; en cierta manera, le tengo devoción, un emblema [sus canciones, la guitarra, el tiempo]. Escruto el reloj y todavía falta más de media hora para terminar, concluyo que estos ejercicios para mantener el peso están próximos a la oración. ¿La oración? ¿Cuánto hace que no rezas, has rezado alguna vez? Preguntas que están en suspenso. Hoy es viernes y hace mucho calor, como un certero poema soy yo el que se refleja en el espejo, la sombra que se proyecta sobre la arena. Amuletos, emblemas y oraciones, una triada para enfrentarse el tráfago diario.
+ Un semblanza de la vida de Michel Foucault en la radio francesa, en línea, resulta suficiente para evocar viejos demonios, demonios vencidos y que espero que no regresen nunca [no regresarán, lo sé y esta es mi fuerza]. Mientras realizo mi ejercicio diario escucho por segunda vez el programa y recuerdo un viaje de regreso de Compostela, con la égida de la biografía de Foucault. Recuerdo cómo leía la vida de Foucault escrita por Didier Eribon como si fuera un devocionario, la vida de un santo o algo similar, a sabiendas de que ese rescoldo moral era, precisamente, del que huía. Así comenzó una aventura que se extiende hasta el día de hoy. Aquel viaje tuvo un algo de iniciación a un secreto nunca desvelado, siempre oculto. Hubo cosas que intuí y otras que creí entender, flecos y puertas abiertas que fueron franqueadas con el tiempo, que dieron paso a corredores que todavía no he transitado o a los que he regresado con otros ojos. Me gusta en especial una expresión de uno de los intervinientes: erudición y barroquismo [ en realidad lo que dice y es un tanto intraducible es: érudit et flamboyant]. Es la prosa difícil la que me atrapó en otro tiempo, la que hoy rememoro. Rememoro el viaje en tren entre Santiago y Pontevedra y la sensación de vacío que se veía aliviada por la biografía de F. El tiempo ha pasado, tal vez casi veinte años, pero la vibración todavía resuena y este resonar es el que abre las puertas a la curiosidad, al deseo de desentrañar secretos que plantean preguntas sin respuesta.
+ Dar cuenta del título de la entrada es pervertir la misma entrada, como aquello de que él se nombra filosofo permanecerá inhabilitado para el oficio [extensible a cualquiera afecto artístico, que no técnico, donde toda profesión/oficio tiene unos límites y unos núcleos claros e indubitables]. Me acerco a es no-lugar que resulta ser el lenguaje porque creo entender lo que Foucault quiere proponer, la invitación que hace y que yo tomo con cierto egoísmo, no un egoísmo pernicioso sino saludable y vital. Sin duda, esa oposición radica en el rechazo a las explicaciones y a la búsqueda de un sentido, porque se trata, más que de buscar un sentido, de construir un sentido. Ahí está la cuenta que ofrezco ahora mismo: construyo en lugar de buscar, construyo porque solo lo construido puede ser demolido. La demolición avanza y yo descanso en ella, lo que desde siempre he hecho.
+ ¿Por qué llevo un blog? La pregunta carece de respuesta o no estoy dispuesto a articularla. Podría decir, y lo digo, que se trata de una suerte de taller o de bicicleta estática, entre el ensayo para la actuación y el ejercicio que me permite seguir en forma. Escribir es una parte substancia de mi persona, sobre ella y con el gobierno de la nave está la lectura. Escribir y leer, caras de una misma moneda. Por eso escribo, porque leo, y leo para escribir. Nada más. Cierto es, nadie me ha pedido explicaciones, pero yo necesito, tantas veces, contestarme a mí mismo.
+ Cada vez me interesa emitir juicios sobre escritores sobrevalorados. He llegado a una edad en que ya no puedo perder el tiempo. Me aíslo en la lectura de mis clásicos.
+ Imagen: en el punto álgido de la primavera el árbol se ofrece como objeto único, como representación de todos los árboles. Disparé rápido y con precisión, el momento permitía ese rédito que otorga el saber que uno acierta. Disparé y acerté. Un emblema, una senda.





