sábado, 14 de mayo de 2022

Lo singular

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+ Leo algo de José Luis Pardo sobre el arte y los objetos de culto, sobre la relación del devenir histórico entre ambos. La idea de arte y creencias la llevo observando desde tiempo atrás, hasta el punto el punto de que pienso que no se restringe exclusivamente al ámbito del arte, sino que lleva mucho más allá e impregna la vida cotidiana. Sin ir más lejos, pienso en los tatuajes, que en inglés, traducción literal, se denominan arte corporal [body art]. Si sigo el camino de las suplantaciones llego hasta la certeza de que hay una necesidad de espiritualidad en hombre que no la puede evitar, una necesidad que se determinada por la certeza de la muerte. Esta muerte es la que nos acerca al arte como posible explicación o como consolación, pero también actúa en este plano el tatuaje: a la manera de los supersticiosos amuletos. Lo sé, es difícil vivir sin creer en algo, aunque este algo no implique transcendencia.

+ Me dijo que solo le gustaban dos tipos de tatuajes: los que se hacían los descendientes de los presos en los campos de concentración: el mismo numero con el que habían marcado a sus abuelos. Y, el segundo tipo de tatuajes, los que responden a un punto irónico; por ejemplo; los tatuajes de Mark Jacobs, esos EME’s o Bob Esponja. ¿Por qué? Porque ninguno de los dos responde a una superstición.

+ Y si reclamo una identidad temporal en lugar de una identidad espacial. Es decir, me gustaría volver a hablar como hablaba la nobleza o el pueblo en Siglo de Oro, reclamo una reconstrucción de la legua del XVII en beneficio de ese mi sentimiento. Quiero que mi identidad se ancle en el tiempo y no el espacio. Dijo todo esto en un tono irónico que desvela cierta inmodestia.

+ Leo un texto donde un profesor habla de la poesía de otro profesor. Poesía oculta, poesía inédita, poesía póstuma. Es un texto antiguo y los dos han muerto, el primero recientemente, el segundo hace décadas. Es imposible no tener presente alguna de las sentencias que Marco Aurelio dedica a la muerte, ese estado donde los que te admiran y los que admirarán han de morir como tú y así se borra cualquier rastro de tu memoria. Se extiende lo literario, conocimiento frágil, y se une esta a una cita vista en una librería en Viana do Castelo, que se podrías resumir en que las flores más bellas son las que se cortan cuando todavía se ignora la muerte. La cita, antes, habla sobre fragilidad del conocimiento poético y reflexiono sobre esa fragilidad de la poesía, ese conocimiento que tanto me ha condicionado. Todo ello sumaba y la tarde era agradable, hasta alcanzar ese punto, digamos, lírico. La compañía de C., el estallido primaveral de las terrazas, las flores orgullosas y festivas, la luz, el contraste entre los jóvenes y los viejos, cierta atenuación de viejas tristezas, la conducción agradable, los límites del mar, los límites del continente. Todo suma y en la suma se manifiesta la muerte, pero el tiempo, misteriosa y falsamente, se ha detenido. Es suficiente. Es un límite personal y no un instrumento para mostrar la disposición del paisaje, pero lo acogemos en el inventario del día porque sin su presencia nada es posible, como no hay luz sin sombra, ni sombra sin luz. ¿Aprendimos algo? Sí, la presencia del inefable y frágil conocimiento de lo poético son materia constituyente de nuestra sentimentalidad.

+ He comenzado a leer el libro de Vanessa Springora Le Consentement. A raíz del inicio de la lectura me descargué un podcast de la radio francesa sobre el libro. Lo escuché en el coche del trabajo, en un desplazamiento rutinario, y surgió la pregunta sobre el tema, como si se tratase de una cuestión escolar. ¿El tema? ¿Qué tema? ¿La pedofilia y la gloria literaria, el modo en que la fama diluye el delito? ¿El tema principal es este y no otro, pero también sus ramificaciones y la conformidad, por no decir otra cosa, social y cultural? El abuso que el adulto ejerce sobre la menor se resuelve en una extraordinaria posición de fuerza donde se obtiene el placer sexual unido al placer de la dominación. Los cuerpos jóvenes en manos de hombres maduros, con un algo de vampiro, con un mucho de ogro. Recuerdo la publicación del libro y de qué manera llamó mi atención, cómo indagué sobre los protagonistas del libro y cómo postergué su lectura a sabiendas de que llegaría su momento. Ahora que la polémica parece apagada comienzo su lectura. Pienso en esa fascinación de la adolescente por el escritor de éxito y prestigio mientras me debato entre los paisajes, arquitecturas y parques parisinos, entre conversaciones y escenas. La protagonista habla del divorcio de sus padres y de una muñeca a tamaño natural que encuentra en el armario del dormitorio de su padre mientras recuerda la manía por el orden que él tenía, como descubre que ha movido unos tomos. Pienso en todo lo que ignoro y todo aquello que mi imaginación no alcanza en relación con esas posibles vidas que se desarrollaban en los años ochenta, cuando yo también era adolescente. ¿Quién era yo en los años ochenta? Recuerdo esa misma fascinación por la literatura, conectada con la creación de una personalidad porque creía yo encontrar ahí una suerte de redención a ciertas carencias. Qué equivocado estaba, me digo hoy sin mucha convicción. Deseaba esa singularidad del escritor, una singularidad que como una sombra fantasmal me ha acompañado durante demasiados años. Ay, eso evoco yo en los inicios del libro de V. S. Seguiré leyendo, pero permanece esa percepción condicionada por mi propia biografía y ahí busco explicaciones que sé que no encontraré.

+ La lectura está condicionada, pero qué lectura no está condicionada. Mis incapacidades y mis virtudes están en comunión de extremas yuxtaposiciones.

+ Imagen: una pausa en el citado podcast, mientras conduzco, mientras bebo agua, mientras como una manzana disparo la cámara del teléfono.