+ Estos días de primavera, bajo una lluvia leve y constante, un rumor poético se cierne sobre el paisaje, como si éste se abismase, que contuviese explicaciones que no deseamos, que no necesitamos. La necesidad de leer y escribir no dejan de ser vicios, y la inmensa certidumbre del paisaje me aleja de las dos actividades. Necesito fuerza, necesito concentración, me digo y contemplo las montañas, el azulado resplandor de las cumbre lejanas y pienso en todos los importantes lienzos que he visto, que he escrutado en busca de ese mismo azul. Es un día para la poesía y la incertidumbre.
+ La lectura de Le Consentemet me lleva una vez más por calles de Paris, por ese estado de ánimo que conllevan los paseos por las ciudades. Sin embargo, contrasta con la sórdida certeza de que la literatura es un arte moralmente neutro, donde se permiten comportamientos que en otros ámbitos son netamente censurables. Reconstruyo ese mundo de los ochenta donde G., así se le nombra en el libro, se dedicaba a perseguir ninfas y a verterlo, con un gran estilo, en sus libros. Declaraciones de pedófilo, las declaraciones de un ogro. Finalmente, regreso a ese continuo martilleo de lo determinado y lo indeterminado, el servo arbitrio y el libre albedrío. No sé, me resulta tan sumamente sórdido y continúo su lectura.
+ Días de hospital. Veo a un conocido. Ni siquiera nos saludamos. Sé que es el, a pesar de la mascarilla, porque su forma de vestir no ha cambiado nada en los últimos cuarenta años. El color dominante es el marrón, calza náuticos de color marrón y su corte de pelo es el mismo que hace, eso, cuarenta años. No ha perdido pelo, no le ha encanecido el cabello, continúa con su pelo con un aspecto entre grasiento y brillante, pero se podría decir que su aspecto es atildado, limpio, ordenado. No recuerdo mucho, salvo que tenía unas grandes cualidades para la música y que fuma mucho. No nos saludamos, no sé si me reconoció (yo creo que sí), le vi y me vio, le estudié desde lejos y no pensé en nada. El tiempo todo lo diluye.
+ Libros que esperan porque es este un tiempo en suspenso. La espera determina el día a día, todo lo recubre y todo alcanza. El cambio y el regreso, se define un momento por las presencias y las ausencias, los que vuelven y los que nunca han estado. No sé, solo palabras. Así, llevó el libro de Vanessa Springora y no leo nada, ni siquiera abro el libro, pero el libro está allí: en mi bolsillo, con la reflexión que conlleva, que no es otra que la debilidad moral de la literatura, un frágil juicio sobre el escritor que lo idealiza al tiempo que diluye culpas y sentencias. El escritor se difumina hasta desaparecer, esa idea de que “el escritor ha muerto”, como dijo R. Barthes (R. B., al parecer, suscribió el manifiesto a favor de la pedofilia que apareció en Le Monde auspiciado por el ogro, redactado por ese mismo ogro). ¿Equivocaciones, errores, el elitismo de la distinción del escritor? Se abre un vacío que no deberé llenar, porque ese vacío es la representación de posiciones soberbias e irregulares, la irregularidad.
+ La irregularidad es lo común a lo cotidiano, nada de simetrías ni líneas rectas, sin una posibilidad de perfección, en ese punto que todo se ha desarticulado. El viento que no cesa, la lluvia que no alcanza la calma. Una vibración, un sonido, lo indistinguible, el poema que no recuerdo, la sentencia que acude como un veneno, como un remedio.
+ Imagen: simetrías.