sábado, 23 de abril de 2022

Rutinarios acercamientos a un punto de realidad

paisaje abismo

+ La historia del aristócrata y del charlatán, ambos comisionistas, tiene un atractivo rescoldo moral que nos atañe a todos. De vez en cuando, salta a la palestra pública un personaje que se convierte en chivo expiatorio, merecida o inmerecidamente [si es que las etiquetas del merecimiento y la culpa tiene cabida]. Yo veo al apuesto aristócrata como parte de una narración muy amplia o inabarcable, en la que se mezclan las revistas del corazón con la consolidación de una clase social que proviene más allá del franquismo, pero que en la dictadura realizó sustanciosos negocios. Por ello, el aristócrata tiene un papel protagónico, ejemplar o epitome de una manera de enriquecerse. Todo reside en su apostura, su mirada, ese saber estar, una erótica propia de un siglo xix traspasado al siglo xxi. Permanece un algo de novela de costumbres y de novela realista en su persona, con ese poso moral que queda tras la desnuda exposición de los hechos, como un notario que diese cuenta de una peripecia. Escudriño la trayectoria del aristócrata, porque la del charlatán poco interés tiene [o el interés se aleja sin perder fuerza, pero pertenece a otro ámbito], y veo en él rasgos que parecen equipararlo a un personaje de Flaubert, de Zola o, incluso, si nos escoramos hacia nuestro presente, de Houellebecq, en su narrativa con ese regusto decimonónico. En todo caso, es carne de narración porque las descripciones de su persona, gustos y maneras se prestan muy bien a ese amplio ámbito que es la novela. Amores, separaciones, carísimos restaurantes, ese gusto por la ropa: los trajes cruzados, el smoking, el chaqué, celebraciones y portadas de revistas del corazón; veleros de lujo, zapatos a medida, gafas de sol carísimas y de un peculiar solo uso, trabajos insólitos e inverosímiles. Lo tiene todo. Sobre la noticia triunfa la materia narrativa.

+ Nos gusta juzgar, la superioridad moral produce un extraño placer. Estudio mis momentos de rabia y no tengo disculpa, pero tampoco deseo el perdón.

+ El ejercicio diario me aporta libertad, esa cuadrícula que es el día a día. Benditas rutinas.

+ Trazo el trabajo para los próximos seis meses. Hay en ello una erótica ordenacista y con tendencia al clasicismo. Yo soy un clásico, en el sentido que oí adjetivar en los bares, hace ya mucho tiempo. El clasicismo entendido como una permanencia anticuada en las costumbres de otros momentos, en la frecuencia en que se visitan las tabernas y en la insistencia en los mismos licores. Hoy los licores son libros y bicicleta estática; salvando la cuestión de la salud, que no es pequeña cuestión, son la misma cosa: estrategias para soportar la vida. El verbo soportar parece demasiado violento, definitivo, tajante, pero soportar es un trabajo de la voluntad, la única receta para el encarar lo diario. Lo diario, benditas rutinas.

+ Cuando veo el barco que el aristócrata ha comprado me recuerda un juguete. ¿Soporta el aristócrata bien lo rutinario? Me da la impresión de que el juguete terminará por causarle hastío, aburrimiento, la zozobra de lo insulso.

+ Mientras resumo las ediciones del Conde no dejo de sentir un aliento de voluntad, me tengo que sobreponer y entiendo el aburrimiento como medida de la cosas y de la realidad. En un juego de sombras, el día se confunde con la noche, se aproxima una teoría y desaparece inmediatamente, cada paso es un paso hacia el abismo. He dejado a un lado lecturas más placenteras, pero yo no busco el placer sino un conocimiento que se construye sobre su propia destrucción. Leo en francés como hago ejercicio. Ahora un párrafo más en el camino hacia la meta. Es así, mediante una innegable disciplina, como me alejo de lo que soy y de lo que fui, como presiento lo que seré, pero no me duermo en la tarea, sigo.

+ Imagen: el abismo del paisaje, las cumbres, las nubes, la sombra.