sábado, 25 de septiembre de 2021

Salve Lucru[m]

Salve Lucrum

Pompeya

+ Recuerdo con precisión muchas cosas de nuestro viaje a Nápoles, de la visita a Pompeya, pero hay una que destaca hoy de una manera especial. Para comenzar por el principio debería volver a aquella mañana limpia cuando nos dirigimos a la Stazione Di Napoli Centrale en la Plaza Garibaldi. Compré los billetes y nos dirigimos al andén para esperar el tren que nos llevaría a Pompeya. No pude dejar de observar al resto de viajeros, integrados en su mayoría por turistas (como nosotros). No sentía yo nada irrelevante o inferior en el término turista, pues es una condición de nuestro tiempo que no es incompatible con cierto sentimiento de cosmopolitismo y eso, para qué engañarnos, me gusta. El tren partió y a buen ritmo cruzaba pueblos con resonancias hermosas, por ejemplo: Torre di Greco. Subió un conjunto de músicos rumanos y sonó aquella conocida canción de Renato Carosone Tu vuo fa l’americano [mientras escribo pongo la versión de R. C. en el reproductor de vídeo]. Mientras, corría el paisaje con la vigilancia del Vesubio y nosotros, C. y yo, saboreamos una delicada alegría adornada por la música y el idioma. Cayeron las monedas en el sombrero que pasó ante los felices viajeros. Así, llegamos a la estación de destino. Nadie nos pidió aquellos hermosos billetes, de cartón y con filetes dorados, billetes que todavía conservo y, ahora, han tornado su función, pues se han convertido en marca páginas. Caminamos y guardamos silencio y entramos en la ruinas, en las excavaciones. No pudimos menos que maravillarnos, en un sentido amplio y neutral, sin tratar de establecer una conexión con el pasado, sino con una relevante huella en el presente de todo aquello, de tal memento. Allí estaba la muerte y la vida, la característica principal del presente: su fugacidad. Se reflejaba en nuestros ojos el escenario y condicionaba nuestro silencio asombrado, solo interrumpido por otro visitantes (tal como nosotros a ellos también los interrumpíamos). Fue entonces cuando penetramos en aquella villa en la que su entrada, como recibimiento, habían incrustado teselas para escribir la frase: Salve Lucru[m]. Qué claves me otorgaba, sobre los afanes y los días, sobre un impulso del que carezco. Allí estaba todo y no había nada. La tarde comenzó a declinar y regresamos en el mismo tren, sin música y con el aliento de un poema de Leopardi y una misión cumplida. Esos momentos que le dan sentido a la vida, un sentido efímero y transparente cargado de promesas y desafíos.

+ Rescato libros de las estanterías, libros que son espejo del pasado y hago la cuenta de todo el dinero que en ellos se gastó y sé que carece de importancia. Ay, la contabilidad como una de las bellas artes.

+ Me refiero al libro de David Leavitt titulado Baile en familia. Ya la portada me traslada al pasado, a un tiempo que no fue mejor, pero tampoco peor. Ese joven tirado en una cama, adormecido, ese dibujo de lápiz de color. Lo veo y me veo. Mis sueños y las porfías del destino [ese resultado de nuestro carácter, me digo una vez más]. Tiempos de ebriedad y citas literarias, “peces asirios” y tabaco negro en su distinción y distancia. Eran timbres y ausencias, portales y besos hurtados, la recién abandonada adolescencia. La nunca abandonada adolescencia. No había lucro ni perspectivas de su presencia en futuro próximo. Otro día, me dije mientras dejaba el libro de D. L. en su lugar, me pararé a pensar en aquellos que culminaron el proyecto económico con éxito, pero ahora, C. y yo, debemos coger el coche y recorrer la costa, tomar algún que otro café, charlar, regresar y dormir a la espera del comienzo de la semana. ¿Dónde está la plusvalía?

+ Sobre las plusvalía habría que escribir un tratado. Un tratado centrado en la lectura y su influencia en el destino de los lectores, ¿será esta la plusvalía a la que se refería en aquel lejano bar de en Toledo? A saber. Ahora no recuerdo otra cosa que esa palabra y el sabor agrio de un vino barato que caía chispeante desde una frasca sutil. La plusvalía estaba contenida en aquella conversación y en el olor a leña vieja y a mostrador refregado con lejía. Síntomas de envejecimiento son estos acrisolados recuerdos, minerales extraídos de las profundidades de una memoria que ya ni ese nombre admite, salvo por una conexión fósil con todo lo que fuimos y lo que hoy no somos.

+ Durante un instante perdí esta nota o entrada. Sentí una ligera melancolía, como si lo escrito tuviese más valor del que en realidad tiene, que no es poco, ni mucho, sino una extraña calidad que me sirve para orientarme en lo diario. Un algo que tampoco hubiera perdido definitivamente porque su reconstrucción hubiera sido una nueva cartografía para los mismos mares y costas.

+ Imagen: poco hay que decir, la villa en Popeya, aquel día, recuerdos de la felicidad que irradia hasta el día de hoy, hoy  mismo.