+ Como en tantas ocasiones, la radio me inspira. Escucho un programa sobre Galdós y su tiempo, la biografía del escritor y su obra. He leído algunas de sus novelas y creo que tengo una cuenta pendiente con él. Quizá la cuenta pendiente sea conmigo mismo, porque más que una cuenta es una laguna.
+ Regreso a esa tarea que resulta ser la lectura simultánea de tres libros de poesía. Desde que estoy embarcado en esta preparación para un examen que podrá ser o podrá no ser, he abandonado su compañía. Hoy, domingo, en el medio de cierto asueto vespertino, abro el volumen de Ángel González. No sé, quizá sea un certero adelanto; pienso cuando leo “Nota necrológica”, cobre la vida, “Su biografía / -es decir, su expediente- / se cerró un día de brumoso enero” Vuelve una idea de Madrid, de La Castellana, de Nuevos Ministerios, donde el poeta trabajó civilmente en el Ministerio de Obras Públicas (así se llamaba entonces el MITMA). Recuerdo paseos en ese entorno, recuerdo el interior del edificio, recuerdo algunas personas con las que tomé café o comí en aquella cafetería inmensa y desangelada. Lo presentí en los anchos pasillos orlados por las mesas de los uniformados conserjes. Leo el poema que se dedica a un probo funcionario, que más que una persona es toda una clase social de aquellos tristes años de la dictadura, y al leerlo regresa una parte de mí que ya es mineral, que se ha transformado en el fósil de los años noventa del siglo pasado. Ahora, en esta cabalgada o preparación para la plaza, ¿mi plaza?, todo ello adquiere un nuevo significado que el propio poema ilumina de manera extraña y certeza. Me digo, qué grande Ángel González, que maestría.
+ Dónde estaba yo en aquel Madrid, mientras bajaba yo por el Paseo de las Delicias hacia Legazpi. ¿Quién podría responderme?
+ Sé que en unos meses volveré a Madrid y quizá se cumpla esa costumbre de visitar la ciudad todos los años. Me lo dijo un primo mío en una ocasión: a Madrid hay que ir, al menos, una vez al año. No, yo no he tomado ese propósito, pero el rito se ha cumplido espontáneamente. Tiene para mí Madrid algo familiar pero al tiempo altivo y displicente, que me atrae con un poder que emana de mitologías infantiles y transfundidas por amigos y familiares. Oía yo de niño el nombre de la ciudad e imaginaba mundos que todavía palpitan, en las lecturas, en los cuadros, en las fotografías. Leía a Umbral y yo veía allí un París manchego y precioso, con difíciles contradicciones de abrigo de cachemir y morcilla de Burgos, vinache y sofá rojo abandonado en una calle cualquiera de Malasaña o Lavapiés. Algo absurdo y brillante, bendecido por el brazo perdido de Valle-Inclán. Una meta que se enraizaba con una Galicia mucho más mitológica que verdadera. Nunca seré otro que aquel que fui, aunque los matices enmascaren al adolescente que en la noche leía Las ninfas, aquella huída.
+ Y vuelvo a Francisco Brines. Hace un intenso calor que levanta polvo y arrasa la hierba que ha comenzado a crecer. Los frutos maduros se precipitan contra el suelo y la gata maúlla sin ganas: no tiene hambre, no tiene sed, tampoco quiere amor, tampoco quiere lágrimas. El tiempo se desliza y el estudio me aparta de los negros pensamientos. Como un ensalmo, como un conjuro. Leo poemas y la tarde languidece. Playas, carreteras y el océano infinito. Vibra la cuerda última de la guitarra, una nota que queda suspendida en el aire, esa tensión liberada. Memoria y abrazos, el café templado, papeles y bolígrafos, libros, apuntes, rotuladores rojos y rotuladores verdes, sin miedo, sin esperanza.
+ Radio Futura, como baliza de un Madrid que nunca conocí y que siempre tengo muy presente. Mientras recorremos la carretera que bordea la costa, C. y yo escuchamos a Radio Futura. Viejas canciones, “señales de otro mundo.” No me parecen tan antiguas las canciones y yo menos viejo (no soy viejo). La luz de las última de la tarde matiza los perfiles de Vigo, esa línea quebrada. Aquí y ahora, comienza todo, bajo el manto de esta música.
+ También escuché un poema de Gloria Fuertes, recitado por ella misma. Así, terminó el lunes.
+ Imagen: Madrid, Plaza de España, desde la última terraza del Hotel Riu.



