+ Observo al vendedor de coches. Lo observo con detenimiento. El pelo engominado, la camisa con rebordes en otro color ligeramente más claro, con pespuntes rojos, la colección de pulseras, colgantes y medallas que asoman en el cuello desnudo. Me pregunto si tendrá tatuajes. Lo observo. Su gran anillo y la voz profunda, la dicción lenta. Observo su letra infantil y su seguridad, una cierta arrogancia, una cierta incapacidad para las preposiciones. Mis deformaciones me llevan por una senda de indicios y dudas. No está de acuerdo con lo que le digo y eso le disgusta mucho. No es algo personal, pero se transforma en oposición en la que la identidad parece jugar un papel relevante. Termino, me despido y no me devuelve el saludo. Al día siguiente, su inmediato superior me llama y se pliega a todas mis indicaciones. No pienso mucho sobre el tema, queda en el aire la colección de pulseras y collares que me dieron la impresión de ser su característica más relevante. El vendedor de coches tenía materia para encarnar un retrato muy de nuestra época, esa atmósfera que se desprendía de su persona.
+ Escucho hablar en la radio sobre aquel escritor que tanto leí. ¿Cómo ha variado su imagen, cómo se ha desplazado? No soy el mismo y las razones de mi interés por él han variado, hoy son bien distintas, sino opuestas. Como el vendedor de coches, lo observo en la distancia, entre la tumba y el panteón, la biblioteca y el cuaderno de apuntes.
+ Soy un observador o soy un investigador; quizá, ambas posiciones son compatibles.
+ Durante un breve instante llegó hasta mí un aire londinense. Vi una foto de una chica que trabaja en un club musical, busqué datos sobre ella en la red y surgió un mundo recóndito y sin mayor existencia que el ámbito de lo imaginado. Pero lo importante era el recuerdo de las calles, de los mercados, de las plazas y las tiendas, esos mimbre que permiten imaginar vida que nunca llegaremos a atisbar. En ese orden, ella encarnaba el esquema necesario del emblema, como resultado de todo lo posible, lo que se transmite, la noción de belleza y la atracción que produce la juventud. Nada más lejos.
+ Debo esperar hasta las cinco y media y de la estantería tomo Habla, memoria, de Nabokov. Leo veintitantas páginas y creo entender mi fascinación por esa prosa del detalle y la exactitud. Eran otro tiempos, pero los actuales conservan aquella semilla. No se trata de la escritura, sino de una forma de ver y me pregunto si se puede separar una cosa de la otra. Nabokov inicia su libro de memorias con la muestra de los dos abismos en los que está constreñida la vida de los hombres: antes del nacimiento, después de la muerte. Ambos abismos son igualmente insondables e incomprensibles, pero el primero parece tener una expresión menor. Esto sucede hasta que nos llega una foto de nuestros padres anterior a nuestro nacimiento. Todo estaba ahí, salvo nosotros. ¿Me acompañará la idea a lo largo de la semana, es, acaso, la semilla de otra idea?
+ Si escribiera un poema, encuentro el título.
+ Con cierta fluidez discurren los días, el olvido y la concreción de las tareas diarias celebran una alegría fugaz pero intensa. Sonidos aplacados, la música de los pájaros, el traqueteo de las teclas del ordenador, los subrayadores, los lápices, el bolígrafo de punta fina, el rotulador grueso, el sabor del café, la luz y las sombras, un perfil y otra sombra. Una suma y una resta. Los días se encuentran en ese terminarse que es la noche, ahí indago poco antes de dormir.
+ Imagen: la esquina que todo lo acoge.
