+ Como medicina veo una película de Jacques Tati, Las vacaciones del señor Hulot.
+ De la estantería tomo un libro de Juan José Millás, La soledad era esto. Se trata del premio Nadal de 1990. Recuerdo a una chica que me habló muy mal del libro y recuerdo, también, cómo me había gustado y el porqué de ese placer que me había aportado. Una lectura fácil y conectada con una idea de Madrid que había germinado. Leo unas páginas en un intento de recuperar el placer de la lectura, pero no lo consigo aunque debo reconocer que tiene un aire que todavía me atrae. No sé qué me pasa, me digo. Intento leer y no soy capaz, salvo los mandatos de la investigación, que van por otros caminos. ¿Soy yo o es otro el que ocupa mi lugar? Dejo el libro en su lugar y pienso en cómo el tiempo ha pasado por él y por mí. No soy el mismo que lo compró en una librería que ya no existe. Todo termina por desaparecer, pero el instante es este y en ese sentido es eterno. La novela comienza con la muerte de la madre la protagonista, que se está depilando y cuando la noticia le llega, la tarea le queda a medias. Lo vuelvo a leer y creo que está bien contado y que aquella chica no tenía razón. Tampoco creía yo que tenía razón en su momento. Ahora mi instinto desconfía de las opiniones lejanas, hundidas en el transcurso del tiempo. Y era una buena novela, tal vez, pero ella tenía una cierta autoridad en aquel grupo y desmontaba con su mirada de chica guapa mis argumentos. ¿Dónde está ella ahora? ¿En las imágenes que me devuelve la novela, su portada, en la levedad de su recuerdo? Qué poco importa, salvo por llenar un tiempo en esta tarde de febrero, cuando cae la noche y tengo en reproducción continua un oratorio de Bach. Observo la portada y le doy la vuelta al libro. La ilustración de la portada es un fragmento de un cuadro de Georgia O’Keeffe; no es que me guste mucho la obra de la pintora, pero creo que como ilustración del libro funciona: un atisbo de equilibrio entre los delicados rosa pastel y una idea de muerte, que se transmite mediante el gris de la ciudad que se adivina. Ella no lo entendió, yo acabo de comprenderlo, pero ya nada importa.
+ Durante sesenta años fue Bruno, desde el 13 de febrero de 2019 es Beatriz. Una hoja en el viento, el viento que me arroja el teléfono. Ya soy otro, me digo y si a los sesenta años hay capacidad para el cambio, cómo no la va a haber antes. Mientras hay vida hay esperanza, se dice y la esperanza nunca vista como virtud se torna en una posibilidad, más que en una espera.
+ Extraño entretenimiento pandémico este de ver programas de gastronomía, extrañas maneras de vivir la de los cocineros y la de sus comensales. Extrañas por lejanas, por incomprensibles para mí que mi economía no me permite interesarme por su naturaleza. Supongo que las delicias que se ofrecen requieren un aprendizaje que está ligado a un habitus que me resulta más que ajeno. Es una invitación a la reflexión, sobre la naturaleza de la vida y sus placeres, el sentido que estamos obligados a darle para que se difumine y no nos moleste. Así, la cocina es una suerte de tendencia a lo eterno, a la infinitud, un regalo del dios del instante. Yo lo veo como un exorcismo, y me refiero a ese comprender, comentar o asentir. Mientras, otros deberes de la subsistencia nos arrojan la verdad de la vida y no es otra, que como decía aquel filosofo que hoy esta un tanto abandonado por nuestro yo lector, que la reproducción. Pero dejemos que germine el olvido, al ignorancia del pasado, sus consecuencias, la previsión del futuro y disfrutemos de la sonrisa que provoca la buena vida, la buena mesa, los grandes vinos. Alta cocina, reuniones, cigarros, champagne, todo un elenco de posibilidades para conjurar la mortalidad. Mientras, lo vemos en la pantalla como si se tratase de un otro documental sobre la vida de lejanas tribus. Por ejemplo.
+ ¿Solo contemplación, nada más que contemplación?
+ Y llegan, inesperadamente, algunos poemas de Sophia de Mello. Noches azules, el puro aire de la noche y yo escruto las fotos de la autora, las fotos que me regala la búsqueda electrónica. Dormí profundamente pero no pasé una buena noche. Las seis de la mañana es una hora certeza, cuando me despierto y no deseo otra cosa que volver al sueño y no lo consigo. Se agolpan recuerdos que no deseo recuperar, es un repiqueteo incesante contra el que lucho, trato de que la corriente fluya, que se establezca una barrera, tal vez. Son posiciones encontradas. Vuelvo a la poetisa. Pienso en Oporto, pienso en Lisboa, carreteras secundarias en Portugal, un desvío. Leo un poema y siento que el idioma me penetra. Canciones. Los poemas se desvanecen en el interludio entre una pausa y otra pausa, son palabras que se agolpan. No tiene sentido, me digo y todo parece lo que no es. ¿Soy yo o es otro, quién debe esperar?
+ Copio el poema que leía, el que me llevó a escribir el párrafo anterior: “Pudesse eu não ter laços nem limites / Ó vida de mil faces transbordantes / Para poder responder aos teus convites / Suspensos na surpresa dos instantes.”
+ Lazos y límites. ¿Se trata de esto, de las ataduras y las limitaciones, algo que siempre ha estado ahí y no lo he reconocido? ¿Es solo materia poética que admite una disociación de la vida misma cuando todo tiende a la unidad? ¿El tiempo como única medida posible? Leo las reflexiones sobre el poema que ofrece Paulo Borges en un coloquio en línea al que he sido invitado. La posibilidad de otras formas de ser, tal vez. Ahora no llueve y las nubes se disipan en las alturas del cielo, aparece un color intenso, de un azul insospechado. ¿Soy yo el que ve o es el que me hace? En cualquier caso, las tardes crecen día a día y esto hace que un aliento y una esperanza aniden con una promesa de alegría. Alegría, que palabra tan deseada.
+ La tristeza como tema, lo casual y arbitrario como vehículo que hace que surja este tema. ¿Nos acecha el tema y su vehículo, nos ha cercado? La transitoria naturaleza de la pandemia define el momento, podríamos luchar contra el tiempo pero el tiempo es realidad que constriñe: debe pasar y esto no hay manera de adelgazarlo. Las entradas, últimamente, se elevan por casualidad, sugerencias que abren un espacio y un tiempo para la escritura, como si se tratase de una oración, un rezo que nos sitúa en la línea del ejercicio diario, esa rutina que sana y mantiene el ánimo. La tristeza y lo arbitrario, quizá dos frente de combate, una lucha en la que la voluntad es el arma que otorga la diferencia.
+ Imagen: un bar en Malasaña, el sol acuchilla su fachada, el sol de otoño: hacía frío, lo recuerdo perfectamente.
