+ Por casualidad me llegó un artículo sobre los Cementerios de elefantes en Bolivia, en la Paz; es un relato de Enrique Vaquerizo Domínguez publicado en la revista digital FronteraD. Comienza el artículo por narrar los avatares de una película del mismo título. Hay, en primer lugar, que aclarar qué es un cementerio de elefantes. Se trata de una habitación destinada a morir, a morir por una masiva y brutal ingesta de alcohol; se paga por ello una cantidad acordada y se espera la muerte con la compañía de los instrumentos del proceso: un balde lleno de un infame alcohol, una taza metálica para tomar el brebaje, una lata para hacer las necesidades y un colchón, también, para el intenso frío de la Paz, periódicos. La puerta se cierra por fuera y el bebedor comienza su implacable viaje hacia la muerte, como si se tratase de una expiación de sus pecados, para lavar las manchas que ha producido su periplo vital. Una anulación, una idiotización llevada a su expresión máxima, algo, que simultáneamente, se contiene en cualquier borrachera: el olvido y una suspensión de la persona. Leí con atención el artículo. Bien escrito, bien pensado. Las razones que arrastran al alcohólico hacia esta muerte escogida se ciñen a la desesperanza, al hundimiento, la depresión, la soledad. La soledad. No es posible reconstruir la escena, no es posible ponerse en el lugar de ese otro a punto de ser engullido por la nada, de la nada de la que se parte a la nada absoluta. Hay una enseñanza que se debe atesorar: no se debe juzgar porque los motivos que llevan a una persona los desconocemos, porque nuestra posición como jueces es una posición de privilegio y los privilegios son reversibles. También, la tristeza esparce su reino en nuestro entorno y no la vemos, no la podemos ver, no la queremos ver.
+ Lo anterior me ha llevado a indagar en la geografía urbana de las ciudades de Bolivia. He trazado un itinerario en la red que se compone de vídeos, fotos y dispersas lecturas. Esta mañana, recupero de un estante dos pequeños manuales sobre dialectología del español de América. Me gustaría tener la capacidad de hacerme una idea de un algo que no alcanzo a definir. Otro desvío del camino principal.
+ Continuo con la lectura de La fábrica de fronteras, de Francisco Veiga. Debo orientarme hacia el final y dejar que el libro repose y, luego, regresar a él tras un tiempo prudencial. El libro me da claves para entender razones políticas del presente, próximas y tangibles. El libro aporta una idea sobre la separación de la inmediatez del periodismo y sus intereses y la distancia necesaria que la historia establece. Es un tema importante para mí: cómo se muestra la realidad y cómo se construyen verdades, cómo las admitimos y cómo las rechazamos sin cuestionar su origen o su solidez. Sobre estas cuestiones sobrevuela el fantasma del nacionalismo, lo observo en la cercanía y veo como triunfa aquí: se hace deseable y sexy. El discurso persuasivo funciona, una de sus armar más eficaces es aparentar inocencia e incapacidad, algo parecido se decía del diablo: su estrategia, hacer creer que no existe; mientras, opera con soltura.
+ Otros modos, otros mundos se plantan ante mí cuando navego por los vídeos musicales que me ofrece la plataforma en línea. Veo vídeos de Rozalén, escucho sus canciones y pulso el botón de “me gusta”. Pienso en tiendas de ropa vintage que vi en Madrid, en chicas de la mano, en Chueca, en el atardecer en las Vistillas mientras dos chicos se besaban y el sol estaba más allá del oro y de la plata. Yo, como siempre, estoy en el punto del observador, es mi condición, me guste o no me guste. Ni siquiera sé qué tienen que ver las canciones que oigo con aquella tarde en que me di cuenta de que todo había cambiado o que, tal vez, nunca nada se había detenido en su camino hacia el infinito, el pozo insondable del tiempo. El cambio es la naturaleza de la vida, los vídeos y el gusto musical lo hacen patente. No es un algo discursivo, es el motor de la vida. Otro vídeo, una conexión. Las conexión se arman casi por ensalmo. Es un resorte que me pertenece y lo encuentro satisfactoriamente preciso, se acerca a la intuición pero su base o su suelo va más allá de los indicios. Los muy útiles indicios difusos. Los modos cambian pero hay razones que permanecen. En este mar de sugerencias que es la pantalla del ordenador me pierdo con agrado y sin melancolía. Descubro las canciones de Rozalén y reconstruyo las percepciones que me llegaron aquella tarde en Madrid.
+ Septiembre, la luz perfecta del preludio del otoño: me siento lírico cuando llegan las nueves de la noche y aparece ese instánte en que ni hay día ni hay noche y se dibujan en el otro lado de la ría las luces de las casas y los caminos, con tanta precisión. Sólo en septiembre.
+ Remite mi estado de postración. Aunque no totalmente, la debilidad ha desaparecido, el retorno a la vida ordinaria es un hecho. Hoy lunes estudié, hice ejercicio y solucioné un pequeño asunto administrativo; a la tarde acudiré al trabajo. Poco a poco regreso a ser el que fui, pero este que he sido no desaparece, quizá se embosque, quizá se enmascare, un disfraz o un gesto de invisibilidad, pero regresará. Lo sé. La postración otorga un punto de vista alternativo que rebaja las expectativas y arroja luz y una extraña verdad, una verdad que se intenta soslayar, pero que no es posible obviar: siempre nos rebasará. Esta funesta constatación la dejo a un lado y recuerdo la tarde que nos regaló el domingo. C. y yo fuimos a Portugal. Paseamos, hablamos en una terraza y regresamos mientras la noche caía. El anaranjado horizonte de principios de septiembre, la sorprendente melodía de Herbie Hancock en Cantaloupe Island que sonaba con precisión en una emisora portuguesa, que terminó por unirse o fundirse a Respect Aretha Franklin. La música cerraba con sabiduría la agradable tarde. No es una descripción, es la constatación la alegría. Hablamos de tantas cosas, pero los dos permanecíamos unidos, en el decaer el día, con el horizonte despejado. Me había olvidado de la postración, de mi postración. Con qué remedios, con qué fármacos nos sorprende la vida.
+ Imagen: ¿nuestro reflejo?
