sábado, 26 de septiembre de 2020

Le lectorat

Wall

+ La traducción aproximada de lectorat podría ser el conjunto de los lectores de un autor, de una obra o de un género. ¿Lectores? ¿simplemente lectores? Tal vez. Pero la palabra en francés parece contener algo que en español se escapa. Tal vez, me digo con ciertas dudas, pero lo que sucede, finalmente, es que la palabra lectorat me gusta, me gusta en sí y me gusta para titular entrada. Así obro. El cuerpo de lectores exige clasificaciones sobre su naturaleza, la estabulación de los gustos y las preferencias, aunque no todo es gusto porque el libro también es una herramienta de trabajo y es otro negociado. Yo lo remito todo a la narración y a lírica, ahí es donde se dirige mi mirada cuando empleo la etiqueta. Vale.

+ Como una cosa lleva a la otra, se han sumado varias canciones de Jarvis y en la tenue y lluviosa tarde del sábado surge como una aparición. ¿Un espectro? Ballenas, el sonido de un violín, cajas de ritmo. Poder y fuerza, algo que se ha agazapado tras la borrascosa tarde: la melancolía. Dormí profundamente durante la siesta y el sabor del café resultó reconfortante. Siento que la frivolidad me hace daño, a veces, en otras ocasiones me ha salvado, como el ejemplo del cuchillo: ¿Por qué es el mismo el giro del brazo cuando siembra que cuando siega, el de amor que el del asesinato? Son los versos de Claudio Rodríguez en el poema “Gestos” ¿Debería escuchar otras cosas más serias, leer libros más comprometidos, tal vez, sentir cierta cercanía a mis conciudadanos? Soy un misántropo: no me interesan las relaciones sociales o soy muy selectivo. No creo que sea un defecto. No ha quedado otra salida: afinar la persona y alejarse de los tóxicos amaneceres. Escucho la canción: Lost in the night of the living room  / Adrift in the world of interiors / It's serious. Paisajes nevados, paisajes industriales, paisajes en las soberanas telas de los museos olvidados. Libros sobre la mesilla que son demasiado gruesos para lo que contienen: qué libro es ese que se puede resumir en una única frase. Me desentiendo de todo aquello que me pareció sólido y no lo era. Música de club en la tranquila tarde de septiembre, un sábado más, un sábado como tantos otros sábados. Me gusta mi rostro en el espejo, me ha costado mucho llegar hasta aquí, pero el esfuerzo se ve recompensado con esta constatación: he acertado con mi plan y lo he cumplido punto por punto. It's serious.

+ La lectura de los poemas de Borges resulta irregular porque no está sometida a ningún sistema. Pero esto responde a un ritmo de lectura, a una deslavazada intención de crear un espacio de autonomía respecto a las encorsetadas tareas de la investigación. Un territorio, quizá, libre, con influencias subterráneas y evaporadas, que existen pero que no deseo percibir.

+ Muere Juliette Greco. Ahora recuperan una entrevista en Radio Inter. Habla de la libertad y de un Paris que ya no existe, salvo en la memoria, en los libros, en la lírica estancia del recuerdo. Habla de Sartre y de Camus, de otros escritores, de la música americana, del placer de la música. Su música suena e invade la estancia a esta hora de la mañana, son las nueve y cuarto y llevo adelantada mi tarea diaria. El acordeón, tan parisino, Saint-Germain-des-Prés, bares, cafés, pequeñas copas de licor, hermosos colores, palabras y personas que no volverán pero que habitan en el recuerdo, como una invitación a la magnética realidad de la vida: las historias, el relato de una existencia como salvación. Toda una imagen, la posibilidad del viaje, la restauración de la literatura y el espacio de libertad [que poco me hace falta, un libro y silencio]. El existencialismo y una bella voz, me digo con la nostalgia de lo no vivido. Toda una arqueología. Dice J. G.  en la entrevista que ahora lo único que escucha es música clásica, la comprendo y me identifico y creo que es algo que se debe a la edad, tanto en su caso como en el mío: una purificación del gusto. Ha muerto con 93 años, casi un siglo, una larga vida. Quede la necrológica.

+ Hay algo que no recuerdo, algo que deseaba anotar aquí y se ha desvanecido. Se ha desvanecido porque no escribí el apunte necesario en el momento preciso. Cómo se desvanece una idea, con qué facilidad. En el infructuoso proceso de recuperación apareció el recuerdo de Londres y su urbanismo. Viajes que hicimos diez años atrás. Compras, restaurantes, librerías. Quedan las fotos y la estela que dibujan. Busco el disco duro externo y comienzo a indagar. Me dan una idea de mi gusto por lo irrelevante, lo marginal, aquello en lo que nadie se fijaría: fragmentos minúsculos de la realidad. Qué tendencia al olvido, a la melancolía. Mi carácter, mi destino. Las fotos conforman un diario de viaje, lo reconstruyo y regreso a mis tareas libre de tóxicos y penitencias, sin culpa, sin arrepentimiento.

+ Imagen: Muro, Londres, 2010.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Lo que queda atrás

Pompei

+ Los trabajos se adaptan a la variaciones que me vienen impuestas. La flexibilidad no es virtud, es obligación. Un obligación que se relaciona con la supervivencia. Lo rígido termina por romper y la ruptura siempre es traumática. Los días traen cambios y el horario de mis tareas se debe amoldar a estas nuevas delimitaciones. En realidad, así, el tiempo se anula, en esa movilidad de los asuntos a los que nos hemos entregado sin mayor recompensa que la satisfacción del deber cumplido. Estrategias para soportar la vida y su espesor, su contundencia, la falta de sentido, porque el sentido es un otro trabajo al que someterse. Qué atareado me veo y con que facilidad adapto mis ocupaciones a los vaivenes de lo diario.

+ Espesor: dimensión más pequeña de un cuerpo de tres dimensiones (DRAE).

+ Leo una entrevista con una actriz. Se suman sus vanas afirmaciones a una espiritualidad frívola y adelgazada, pero con una consistencia que atraviesa la entrevista y la dota de una especial alegría, una alegría que se confunde con una posición ante el mundo. La toma de posición, qué cosa tan importante. Me llaman la atención y me interesan, a partes iguales, estas manifestaciones declarativas de su identidad y la reflexión sobre su propia persona: una idea frente al envejecimiento, la depresión como enfermedad del siglo, la crisis de la pareja, el mejor momento de mi vida, la maternidad, el yoga o la meditación. Su sonrisa es un espejo, el alma una realidad incontestable. Pienso que es un poco boba y hay cosas que no se deben airar, pero su profesión le viene dada, es el medio en el que ha nacido y nada pudo detener su carrera. Se llama promoción y conseguir que se muerda el anzuelo es fundamental, de ahí estas afirmaciones alocadas, ingenuas o, en una palabra, tontas. Ese es el personaje al que se debe, que no tiene porque coincidir necesariamente con la persona ordinaria que ella es. Al momento, ante una pregunta, dice no creer en la determinación, todos somos responsables de nuestra vida y está en nuestra voluntad el modificarla, hundirla o elevarla. Lo dudo, me digo mientras veo su gusto alegre, de una alegría bovina y rancia. Ha pasado el tiempo y un rescoldo de su ingenuidad permanece, pero, ahora, esa ingenuidad se ha trasformado en tontería, porque ha perdido el brillo de la juventud y ya no la redime, pero, vuelvo a lo mismo, es un personaje el que habla, no una persona. Un hilo que se aleja en el horizonte.

+ A posteriori me doy cuenta de que la mujer que vi ayer paseando sola por las calles era una periodista y escritora de cierto renombre, que llegó a este rincón para pronunciar una conferencia . Tenía algo especial, un aura que, yo creo, estaba determinada por su marmórea soledad y el extravío en la pequeña capital de provincias. Caminaba con un aire de pasmo, en la concentración tan especial que da el paseo nocturno en medio de la pandemia por una ciudad que nunca antes se ha hollado. Su aire tenía algo decimonónico o, al menos, demodé. Vestía de negro existencialista y el pelo incendiado de tintes rojos, que le daba aspecto de heroína romántica, algo muy ajeno a su persona, sin duda, pero yo no hablo de la persona sino de una imagen que vi en las calles y, ahora, que conozco una incierta verdad, me debela con absoluta contundencia. La observé en la distancia y me pregunté por su vida, tal es la tarea del que observa, pero me decidí por descabalgar las aventuradas suposiciones porque no se adivinaba nada. Ahora que sé quién era aquella mujer me puedo hacer cargo de lo frágil que es la persona que escribe, lo volátil que resulta en la distancia, cuando las palabras han perdido fuerza o los que escuchan no le dan esa autoridad. Se transforma, una vez más, mi percepción y me resisto a perder idea que han otorgado frutos y trabajos.

+ El lunes comienza bien. Luego, leo algunas cosas sobre la verdad, la mentira y la política, sobre las capas que superponen sobre los hechos, tan difíciles de delimitar, mucho más en la distancia y en la suma de apariencias que tejen las imágenes y los sonidos de los programas de televisión o lo que por internet nos llega [cómo llama mi interés el relato de una pieza con el fondo acuciante de una música en exceso dramática, esas declaraciones de ultratumba que se muestran más lúgubres si cabe mediante una vibración casi eléctrica que no deja de causar nerviosismo, angustia, intranquilidad]. Un retórica encaminada a la imposición de una verdad más que a una desnuda comunicación [¿es posible y deseable el grado cero, la neutralidad informativa?] Reflexionar sobre nuestro papel como espectadores nunca está de más, tomar conciencia de nuestra posición resulta una obligación con la posibilidad de adquirir un lugar propio. Primeramente, la televisión no es información sino espectáculo y entretenimiento, dos actividades que, per se,  ni son malas ni son buenas, pero que se deben etiquetar adecuadamente. Nunca son inocentes los formatos, la  publicidad inserta entre declaración y declaración crea contexto y nos determina, la dialéctica de los invitados, la contundencia de los presentadores nos penetra con invisible e intensa persuasión. El lunes es un comienzo pero también una estación de llegada y en ella las noticias se disuelven en la cadencia del piano que me susurra desde la tablet, no me olvido de las noticias, no me olvido de los puntos de vista, tampoco de mis carencias, pero hay que regresar a las obligaciones.

+ Termino dos libros. ¿Realmente se terminan los libros, tiene fin en sí misma la lectura o es una manera de decir que hemos llegado a la última página y ante ella se abre otra realidad libresca que forma parte de la primera? A veces alcanzo el convencimiento de que hay un único libro, un extenso texto que construimos, demolemos y reconstruimos con cada tomo que nos llega a las manos. Una larga travesía que su final está unido al final de nuestra vida. En este sentido creo que no es posible terminar una lectura porque se integra en un texto más amplio, un texto al que se subordina toda lectura y que nunca será fijado en su amplia inmensidad. Aproximaciones, cartografías, catálogos, bibliografías, tesis y antítesis, síntesis, elecciones y rechazos que establecen el intento pero únicamente esbozan ese texto. Es el texto de nuestra vida lectora que se conecta con nuestra vida interior, social o biológica; la propia existencia. Los dos libros han ido a ocupar sus respectivos anaqueles [físicos y mentales], pero eso no se traduce en que hayan muerto, sino que comienzan una existencia sonámbula que admite ciertos despertares [la cita, por ejemplo], una existencia que alimenta las lecturas posteriores. Volveré sobre ambos tomos, lo sé, mientras: duermen y su sueño es mi sueño.

+ Después de mucho tiempo escuchó aquella canción sobre Sheffield que escribió Jarvis Cocker. Son esos saltos sorpresivos que ofrece el reproductor de Mp3 conectado al equipo de música del coche. La canción comienza con el recitado de los barrios de la ciudad, luego la voz de Candida lee un fragmento de un relato, la música crece desde la nada. Mientras escuchaba la canción, yo rebasaba la cementera que hay en el atajo que tomo todos los días para regresar del trabajo a casa. Allí dibujada contra la noche, con sus grandes reflectores que proyectan una violenta luz contra la explanada donde se distribuyen las cubas de cemento; tras la cementera, los pinos. La noche era profunda, sin luna, con las luces de las casas dibujadas con precisión. Los altos eucaliptos, la cercana geometría de la autopista, la pista asfaltada: estrecha, serpenteante, orlada de viñas y huertas. La electrónica de la canción aportaba un acento cinematográfico a la travesía. Las luces que llegaban de la autopista era toda una invitación a pensar en localizaciones cinematográficas. It’s a marvellous sound. Pensé en el bloque de viviendas cuando Candida tenía 11 años. Pensé en edificios entrevistos desde el tren en Inglaterra. Pensé en los viajes que hicimos, pensé en todo lo que queda atrás y en lo que permanece.

+ Imagen: esa melancolía de lo vivido: el viaje, Pompei.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Septiembre

 

Ape

+ Por casualidad me llegó un artículo sobre los Cementerios de elefantes en Bolivia, en la Paz; es un relato de Enrique Vaquerizo Domínguez publicado en la revista digital FronteraD. Comienza el artículo por narrar los avatares de una película del mismo título. Hay, en primer lugar, que aclarar qué es un cementerio de elefantes. Se trata de una habitación destinada a morir, a morir por una masiva y brutal ingesta de alcohol; se paga por ello una cantidad acordada y se espera la muerte con la compañía de los instrumentos del proceso: un balde lleno de un infame alcohol, una taza metálica para tomar el brebaje, una lata para hacer las necesidades y un colchón, también, para el intenso frío de la Paz, periódicos. La puerta se cierra por fuera y el bebedor comienza su implacable viaje hacia la muerte, como si se tratase de una expiación de sus pecados, para lavar las manchas que ha producido su periplo vital. Una anulación, una idiotización llevada a su expresión máxima, algo, que simultáneamente, se contiene en cualquier borrachera: el olvido y una suspensión de la persona. Leí con atención el artículo. Bien escrito, bien pensado. Las razones que arrastran al alcohólico hacia esta muerte escogida se ciñen a la desesperanza, al hundimiento, la depresión, la soledad. La soledad. No es posible reconstruir la escena, no es posible ponerse en el lugar de ese otro a punto de ser engullido por la nada, de la nada de la que se parte a la nada absoluta. Hay una enseñanza que se debe atesorar: no se debe juzgar porque los motivos que llevan a una persona los desconocemos, porque nuestra posición como jueces es una posición de privilegio y los privilegios son reversibles. También, la tristeza esparce su reino en nuestro entorno y no la vemos, no la podemos ver, no la queremos ver.

+ Lo anterior me ha llevado a indagar en la geografía urbana de las ciudades de Bolivia. He trazado un itinerario en la red que se compone de vídeos, fotos y dispersas lecturas. Esta mañana, recupero de un estante dos pequeños manuales sobre dialectología del español de América. Me gustaría tener la capacidad de hacerme una idea de un algo que no alcanzo a definir. Otro desvío del camino principal.

+ Continuo con la lectura de La fábrica de fronteras, de Francisco Veiga. Debo orientarme hacia el final y dejar que el libro repose y, luego, regresar a él tras un tiempo prudencial. El libro me da claves para entender razones políticas del presente, próximas y tangibles. El libro aporta una idea sobre la separación de la inmediatez del periodismo y sus intereses y la distancia necesaria que la historia establece. Es un tema importante para mí: cómo se muestra la realidad y cómo se construyen verdades, cómo las admitimos y cómo las rechazamos sin cuestionar su origen o su solidez. Sobre estas cuestiones sobrevuela el fantasma del nacionalismo, lo observo en la cercanía y veo como triunfa aquí: se hace deseable y sexy. El discurso persuasivo funciona, una de sus armar más eficaces es aparentar inocencia e incapacidad, algo parecido se decía del diablo: su estrategia, hacer creer que no existe; mientras, opera con soltura.

+ Otros modos, otros mundos se plantan  ante mí cuando navego por los vídeos musicales que me ofrece la plataforma en línea. Veo vídeos de Rozalén, escucho sus canciones y pulso el botón de “me gusta”. Pienso en tiendas de ropa vintage que vi en Madrid, en chicas de la mano, en Chueca, en el atardecer en las Vistillas mientras dos chicos se besaban y el sol estaba más allá del oro y de la plata. Yo, como siempre, estoy en el punto del observador, es mi condición, me guste o no me guste. Ni siquiera sé qué tienen que ver las canciones que oigo con aquella tarde en que me di cuenta de que todo había cambiado o que, tal vez, nunca nada se había detenido en su camino hacia el infinito, el pozo insondable del tiempo. El cambio es la naturaleza de la vida, los vídeos y el gusto musical lo hacen patente. No es un algo discursivo, es el motor de la vida. Otro vídeo, una conexión. Las conexión se arman casi por ensalmo. Es un resorte que me pertenece y lo encuentro satisfactoriamente preciso, se acerca a la intuición pero su base o su suelo va más allá de los indicios. Los muy útiles indicios difusos. Los modos cambian pero hay razones que permanecen. En este mar de sugerencias que es la pantalla del ordenador me pierdo con agrado y sin melancolía. Descubro las canciones de Rozalén y reconstruyo  las percepciones que me llegaron aquella tarde en Madrid.

+ Septiembre, la luz perfecta del preludio del otoño: me siento lírico cuando llegan las nueves de la noche y aparece ese instánte en que ni hay día ni hay noche y se dibujan en el otro lado de la ría las luces de las casas y los caminos, con tanta precisión. Sólo en septiembre.

+ Remite mi estado de postración. Aunque no totalmente, la debilidad ha desaparecido, el retorno a la vida ordinaria es un hecho. Hoy lunes estudié, hice ejercicio y solucioné un pequeño asunto administrativo; a la tarde acudiré al trabajo. Poco a poco regreso a ser el que fui, pero este que he sido no desaparece, quizá se embosque, quizá se enmascare, un disfraz o un gesto de invisibilidad, pero regresará. Lo sé. La postración otorga un punto de vista alternativo que rebaja las expectativas y arroja luz y una extraña verdad, una verdad que se intenta soslayar, pero que no es posible obviar: siempre nos rebasará. Esta funesta constatación la dejo a un lado y recuerdo la tarde que nos regaló el domingo. C. y yo fuimos a Portugal. Paseamos, hablamos en una terraza y regresamos mientras la noche caía. El anaranjado horizonte de principios de septiembre, la sorprendente melodía de Herbie Hancock en  Cantaloupe Island que sonaba con precisión en una emisora portuguesa, que terminó por unirse o fundirse a Respect Aretha Franklin. La música cerraba con sabiduría la agradable tarde. No es una descripción, es la constatación la alegría. Hablamos de tantas cosas, pero los dos permanecíamos unidos, en el decaer el día, con el horizonte despejado. Me había olvidado de la postración, de mi postración. Con qué remedios, con qué fármacos nos sorprende la vida.

+ Imagen: ¿nuestro reflejo?

sábado, 5 de septiembre de 2020

Rester vivant / To stay alive

Normandía

Normandía

Normandía

+ Las peregrinaciones a los lugares de los escritores que nos gustan o que nos interesan, sea por la razón que sea, tienen un aliento de vida especial porque dotar a la vida de ciertos ritos acompasa y atenúa su filosa crueldad. En resumen, se trata de construir una vida, de dotarla de una estructura de la que carece y la visita a los lugares de los escritores es una opción más entre muchas [y aquí podemos poner la entrega al comunismo como entretenimiento satisfactorio o la colección de bellos automóviles a escala, el rosario vespertino o la franca entrega a la patria, el carísimo reloj o la bella blusa estampada que tan cara ha costado y tanto la favorece]. Pero hay algo especial, algo que devuelve una parte de lo que la lectura nos ha otorgado. En ello me fijo y recuerdo cuando visitamos Ry como compensación tanto a Mme. Bovary como a G. Flaubert. Allí, ante la tumba de Veronique Delphine Delamare, de soltera Couturier, y de su marido Eugene Delamare, comprendimos algunos asuntos no sobre la novela de Flaubert sino sobre nosotros mismos y nuestra relación, lo que hasta allí nos había arrastrado y lo que nos mantendrá unidos. Dejando esto a un lado, nos hizo gracia como todo el pueblo estaba orientado a la figura de la novela, hasta el punto de haber puesto bajo el nombre de Veronique Delphine el rótulo de Madame Bovary. Quisimos visitar el museo de autómatas que da cuenta de la novela en una larga serie de cuadros animados, pero no fue posible porque, según rezaba un impreso: habían tenido que cerrar porque acometer las obras necesarias para permitir la accesibilidad, también había una queja hacia la intransigencia de las autoridades, su cerrazón burocrática y la gran pérdida que resultaba del cierre de la exposición. Paseamos por el pueblo y entramos en una casa de comidas. Resultó agradable. Compré dos viejas postales descoloridas, una de ellas la enmarqué: la iglesia de Ry, la otra no sé donde está [una vista aérea del pueblo sin interés: reiterativa, neutralmente intercambiable, más vieja que antigua]. Nos alejamos del pueblo camino de Beauvais y hablamos sobre la novela, que a ambos nos había subyugado, tanto en la primera lectura como en las posteriores. No habíamos visitado la Croisset de Flaubert, pero esto era algo que dejábamos para el futuro, como si nos obligase a regresar. Regresar, quizá esto sea la nostalgia, en su sentido menos laxo: el regreso a la patria: ¿Madame Bovary? El nostos.

+ Como provocación: Mi patria es Madame Bovary.

+ Pronto se cumplirá un año del viaje a Normandía. También en Normandía se desarrollaba Serotonine, algo tendrá que ver en todo aquello.

+ Una vez terminando un poemario de Luis Alberto de Cuenca comienzo con la Poesía completa de Borges. No sé si se trata de un desafío o un necesario ejercicio, una gimnasia para fortalecer diariamente la facción lírica de lo cotidiano. Tal vez una cierta dosis de irracionalidad, una escapada de la articulada selección de tareas y deberes, lecturas y obligaciones laborales. O, quizá, una cala en la soledad escogida, mimada por los resortes de lo predecible. Abro el libro el domingo por la mañana, poco antes de comer y leo el prólogo a Luna de enfrente y me descubro a mí mismo ante la sorpresa de la poesía en lo urbano, en esos límites del campo y la ciudad. ¿Podría hacer una foto para ilustrar esta idea que acaba de nacer tras leer un verso, tal vez un poema completo? No lo sé. Es hora de comer y tras la comida vendrá una siesta profunda, arropada por la música de Mozart. Lo sé, soy un eterno dilectante.

+ El miércoles se ha instalado una sensación de mareo que me impide ir a trabajar. Me quedo en casa. Hay una irrealidad que se corresponde con el estado de salud. Me llama mi doctora y ve que los recientes análisis de sangre y orina no arrojan una explicación. Quizá se trate de la pérdida de peso y una alimentación demasiado estricta. ¿Soy un exagerado, un maniático? Llega el cartero y trae un libro de Lezama Lima, que contiene dos breves textos: Sierpe de Don Luis de Góngora y Las imágenes posibles. Abro el paquete y estropeo la portada del libro. Lo reparo como puedo: cinta adhesiva. Comienzo la lectura y lo que del libro me interesa lo encuentro pronto. Lo dejo y regreso a mi postración, la cama me arropa mientras suena un arreglo para orquesta de Carmen de Bizet. Qué extraño escuchar una Carmen instrumental. Como en una estampa de la ebriedad me siento flotar, pero no resulta agradable. Ayer me llegó Paradiso. Qué extraño muro estoy construyendo. Una flauta aletea y puedo identificar el momento exacto que se da ese coro de niños en la opera antes citada. El día me parece que ha quedado vacío, pero, lo sé, no volverá, el tiempo no se acumula y la postración es un uso como otro cualquiera, que no nos libra de la delicuescente catarata.

+ «Poco he modificado este libro. Ahora ya no es mío.» J.L. Borges en en el prólogo a Luna de enfrente (1925).

+ El título de la entrada se corresponde con la exposición que realizó Michel Houellebecq en el Palais de Tokio en Paris en 2016: Rester vivant / To stay alive. Abro el catálogo de la exposición y me detengo en las fotos, principalmente en las fotos que componen el cuerpo central. Paso por encima del texto y encuentro que las fotos dan cuenta de una parcela importante de nuestro mundo. Mi mundo. Ahora, en estado de postración, el juicio se ha visto ampliado. La distancia entre la cama, la música clásica y la realidad cotidiana me hacen recordar que la pandemia me pareció un escenario houllebequiano y este catálogo me lo confirma. Lo tengo abierto, en este preciso momento, por una página donde aparece una foto de un parque infantil y unas edificaciones blancas, con tejas de un ocre suave, con formas arquitectónicas muy españolas, muy sureñas, pero adaptadas a los años noventa del siglo pasado; la sensación de desolación y turismo se unen para comunicar algo indecible y nuclear: la levedad de nuestras vidas, lo líquido o lo gaseoso frente a la solidez de la vida de nuestros padres. Yo ya soy mayor, me digo mientras veo las fotos y la vida de las personas de treinta años se rige por otros patrones; pero el tiempo es el mismo, el tiempo se comparte, el instrumento de medida y la ordenación de los espacios son otros y esto importa poco. Sin embargo, la imagen de la salida de una aparcamiento en Francia, de lo que parece un área de descanso en una autopista, me dice que la lejanía con los jóvenes tampoco es tan grande. Altos pinos en primera plano, el bosque en el fondo, señales de tráfico, el asfalto y ese césped sucio y triste de las autopistas. Quién no siente desolación en este no-lugar, sin identidad pero tan cercano a cualquier viaje en coche por Europa, por España. La falta de identidad es un rasgo común que traspasa los límites de la edad. Me parece que es una foto lograda, y el interés parece radicar más en la geometría y la composición que en la temática en sí: el no-lugar [que no resulta, en ningún caso, despreciable]. Sigo pasando las páginas: un grafiti bajo el que figura el título: Tourisme #002; una playa en la que arena se transformado en nieve por el implacable sol de Andalucía: en la gran extensión coronada por un edificio de apartamentos se pueden observa figuras que caminan, pequeños puntos en la lejanía que son personas a las que no podemos identificar como personas, salvo por su silueta […] Tras pasar unas cuantas páginas, no muchas, me encuentro con la foto de la bajera de un autobús que contiene la imagen de una publicidad de un parque de animales marino; una saludable joven rubia embutida en un traje de neopreno extiende sus saludables brazos y tras ella salta una foca, sobre ambas se puede leer: bus gratis; en la página contigua me encuentro con un fragmento de La carte et le territoire. Es entonces cuando entiendo el éxito de la novelas de M.H. y la conexión con las fotos que escruto con curiosidad. Se trata de unas inteligentes y bien dispuestas observaciones sobre el mundo actual. La fotos no dejan de ser un subrayado del texto. Y cuando digo lo anterior pienso en las reflexiones que el narrador de La carte et le territoire hace sobre los folletos de las cámaras de fotos, los manuales de instrucciones de los automóviles Mercedes o sobre la conveniencia de adquirir productos coreanos: Kia, Hyundai, LG o Samsung. O la proposición de cambiar los programas de disparo: fuegos artificiales, playa, bebé 1 y bebe 2, por otros que sean: entierro, día de lluvia, viejo 1 y viejo 2. Dejo el catálogo en su lugar y me tiendo, escucho una canción de Paul Weller y trato de hacer un balance de los último días y no consigo centrarme, pero sé que no me he equivocado. Movin on, se titula la canción. Es decir, seguimos vivos, pero postrados.

+ Imagen (-es): Normandía.