sábado, 18 de abril de 2020

Encierro (5)

London Copy

+ Hay olores que han conseguido que regresen escenarios del pasado. Volveremos siempre a la magdalena. Olor a desinfectante mezclado con jabón de olor, que nos trae un fragmento de la infancia que no se recordaba. Sí, su nombre es sinestesia, pero preferiría no tenerlo presente y dejar la textura de la magdalena como única razón. El café en la primera hora, la brisa que asciende de la calle cuando abro la ventana, la agitación del vinagre en las ensalada. Creo que esta capacidad para rememorar se ha acrecentado durante la última semana. Se dibuja el porvenir y lo rechazo, intento no hacer previsiones y, al tiempo, seleccionar los recuerdos para dejar solo aquellos que tienen ese aliento poético que me alimenta.

+ Veo un vídeo en línea de Agustín Fernández Mallo. Habla sobre una compra que hace una librería. Libros, discos [Portishead], un documental sobre Ian Curtis. Un libro me llama la atención: Mapping The Word. Esto me lleva a recuperar un libro, de similar formato, que se titula Mapping London. El vídeo se termina y yo regreso al reposo de los libros de fotografía, tan alejados de la sala de exposición, del museo; y me pregunto por la diferencia entre la sala y esta contemplación desde el enclaustramiento. No insisto y dejo que repose la idea de la foto inserta en el libro, la colección de fotos en un tomo. ¿Son tan distintas? ¿Procesos de canonización disímiles, paralelos o convergentes? La fotografía es una de las expresiones humanas más potentes a las que nos podemos asomar, incluso ahora con la proliferación inflaccionista que arrojan los teléfonos y sus modalidades. El vídeo queda en reposo: la librería, la silueta del escritor, rimeros de libros. Hay una nota de ciencia ficción que había advertido anteriormente en la visita a las grandes librerías de las grandes ciudades, más centro comercial que librería, pero sin dejar de ser librería. Los muros simétricos en que se constituyen las estanterías dan cuenta de otra realidad: el mosaico multicolor que pintan los lomos de los libros bajo esa enfermiza iluminación [tan propia del centro comercial]. Ya es tarde. ¿Mapear, tal ver mapear o, mejor, mapping?

+ [Mapping London]. He abierto el grueso volumen y he dejado que mis ojos vagasen por los planos de la ciudad de Londres. Qué extraños son los mapas, me digo en consonancia do F-M, cuánto encierran en sí más allá de su propia y necesaria funcionalidad. Pienso en las veces en que C. y yo vagamos por las calles de Londres, plazas y parques, cafés, tiendas o, remotas y desiertas salas, de exposiciones, ignorantes de todas las capas que se superponen mientras nuestro deambular discurre. Tras los portales, árboles o designaciones se esconden mundos que siempre nos resultarán ajenos. Extrañas nomenclaturas, extrañas numeraciones. En una ocasión, C. y yo, nos perdimos y estuvimos dando vueltas en círculo o elípticamente por algo que se denominaba los Cliffle(-s). No sé, no recuerdo bien. Por un momento pensé que se refería a Acántilados Rojos, algo que me parecía muy poético, pero no era así pues era Red Cliffle y no Red Cliff, o, tal vez, resultaban equiparables. No lo sé, no he investigado. Recuerdo que todavía no existían los mapas electrónicos y nos servíamos de una gruesa guía de bolsillo (!). Caminábamos y aparecía el mismo tramo de calle. Era misterioso aquel extravío. Finalmente, recuperamos la senda y salimos de aquel laberinto camino de Earls Court. Ahora veo estos mapas dispuestos cronológica y temáticamente. Es todo un repertorio que exige un estudio o una reflexión, pero no tengo intención de realizar nada más allá de ver en sí mismo, sin pretensiones. Dejo que una incierta abulia los recubra y termino por abandonar la contemplación de los detalles. El tiempo se adelgaza por momentos y parece muy escaso. Llevamos casi un mes de encierro y apenas es un suspiro. Todo se hace relativo con una intensa facilidad. Es hora de recoger y dormir. Mañana será otro día, uno más. Duermen los mapas de Londres como duermo yo, como duerme la gatita en su felicidad de siestas en el invernadero y comidas apetecibles al medio día y al declinar la tarde. ¿A dónde se ha ido aquel Londres nuestro?

+ «Se había hecho fácil hacer buena poesía, y por eso era tanto más difícil convertirse en buen poeta», [en] Verdad y método H-G Gadamer.

+ Escucho a Bach, István Várdai: 6 suites para cello. La reproducción en línea son casi dos horas y media. Me sirve de cronometro. Sé cuando termine la música es momento de un cambio de tarea. Me dejo llevar y consigo una paz solida, que tiene un reflejo en mi estado de ánimo. Encuentro en la música lo que no hay en ningún otro lugar ni tiempo. Este recogimiento, la debilidad de lo material y la soberanía de lo sutil. Una contradicción paradójica y agradable. Soy yo y el movimiento que se intuye en el deslizarse de los dedos sobre diapasón del cello. Sé que es difícil transmitir esta sensación, en un salto que se aproxima a la sinestesia me imagino en una playa hacia las once de la mañana, con poca gente, me baño y siento esa fuerza del agua salada, la oposición que mi cuerpo intenta contra la olas, el sonido de las gaviotas y el reflejo del sol sobre la pulida lámina de agua: inabarcable. El verano que no será, pero que vive tanto en la música de Bach como en el recuerdo, porque así yo lo decreto. He terminado la jornada de estudio. Otro día que no volverá.

+ Imagen: recorte de Londres; tal vez en el 2014, tal vez un año más tarde.